Salí de La Fuente bien servido, cuando ya era de noche.
Las cálidas farolas de luz iluminaban las calles del centro de Guadalajara por las que caminé junto a otras personas que también paseaban por ahí. Un montón de parejas.
Compré un cigarrillo en un puesto de dulces y me senté en una banca que estaba a un lado de un estacionamiento subterráneo. Fumé y permití que el viento y el humo hicieran lo suyo: potenciar mi embriaguez.
Miré el cielo oscurecido, azulado por el efecto de aquellas luces, y pensé que quizá debí haberme puesto de pie, ahí en la cantina, y haber saludado a Xavier Velasco, a quien me había encontrado por segunda vez.
O eso pensé.
Lo vi desde mi mesa, mientras bebía mi segundo trago de tequila Siete leguas blanco. Él estaba en la barra, conversando con alguien. ¿Sí es?, me pregunté, pues ignoro si al autor de El materialismo histérico le gusta beber. O beber en cantinas. O beber en cantinas con sus amigos.
También pensé que no llevaba algo que me pudiera firmar (las firmas en servilletas me parecen detestables). Y no podía llegar, yo, con mi hermana menor, con quien había departido el desayuno horas antes, con un pedazo de papel blanco, corrugado y garabateado, en vez de con algún ejemplar de sus varios libros autografiado como era debido.
Tampoco llevaba un bolígrafo. Supuse que Xavier sí. Y si lo supuse fue porque, seguramente, un autor tan reconocido siempre cargaría con uno porque, seguramente, siempre se le acercarían, sus lectores, para pedirle su invaluable rúbrica.
Así que lo miré a la distancia, tratando de urdir aquello que le diría al acercarme.
—Buenas tardes, casi noches, don Xavier. ¿Cómo está?
—Bien —me diría, con su carrasposa voz.
—Oiga, fíjese que mi hermana es muy fan de usted y quisiera saber si puede firmar este pedazo de cartón de chelas que me encontré tirado cerca del baño ahorita que fui.
Y así me le quedé mirando, por lo menos tres veces, y en una de esas veces él lo notó.
Al menos volteó a verme.
O eso creí.
¿Si será él?, pensé nuevamente, pues no llevaba puestos mis lentes. Creo que tiene el pelo demasiado oscuro, me dije, aquel cabrón es mucho más güero, y entonces decidí levantarme e ir hacia él.
Pero antes tenía que hacer una escala técnica en el baño. Oriné profusamente sobre el mingitorio. Ahí pensé que quizá a mi hermana no le molestaría tanto tener el autógrafo de Velasco en una servilleta. Que, por el contrario, me agradecería el gesto y la colocaría a modo de separador dentro de su volumen de Este que ves.
Sí, a huevo, no va a tener ningún pedo y apreciará ese buen gesto hacia con ella, y sonreirá, y por un momento será muy feliz, pensé tras darle un par de sacudidas a mi miembro flácido para guardarlo luego bajo los calzones, subirme el cierre y salir de ahí decidido, hacia la barra, donde ya no estaba el autor de Puedo explicarlo todo.
No, me dije, no mames, no puede ser, y me aproximé hacia la salida de la cantina con la mirada del mesero clavada en mi nuca por si pensaba huir sin pagar mi consumo. Pero ahí me detuve y miré hacia ambos lados de la calle: el autor del Alfaguara de novela no estaba por ninguna parte.
Resignado volví a mi mesa y pedí el tercer caballito de la tardenoche. Brindé, mejor, por Eusebio, quien alguna vez nos había contado de su encuentro con Velasco en una estación de radio.
—Pero miren nada más a quién tenemos aquí —dijo Xavier—: ¡al mismísimo Eusebio Ruvalcaba!
A lo que Eusebio contestó:
—Disculpa, ¿te conozco?
Ja, pinche Eusebio. Lo extrañaba. Pensé que en algún momento me soltaría a berrear con el rostro recargado sobre la mesa, pero no lo hice (como tampoco lo hice en su velorio). Fue hasta que estuve sobre la banca de aquella plaza pública que de pronto el rostro se me inundó de lágrimas. Mierda, tenía casi dos años de muerto y apenas lo lloraba. Por él, por Eusebio, era que estaba ahí. Eso pensé: que si me había querido dedicar al a veces ojete oficio de la palabra escrita era por todo lo que me había enseñado. Por habernos cruzado en el camino.
Me puse entonces de pie y con las mangas de la chaqueta me limpié los ojos y las mejillas. Unas tremendas ganas de desahogar, pero ahora la vejiga, me asaltaron de pronto, de nuevo, así que me dirigí hacia el estacionamiento subterráneo. Alguien, no recuerdo quién, me había dicho alguna vez que si en la calle necesitaba un baño pensara primero en los estacionamientos. Que ahí siempre había. Y si no, de plano en un poste o en un árbol (solitarios).
Así fue: tras pagar los respectivos cinco pesos, supongo, que me cobraron por el servicio, y luego de tomar el trozo de papel con el que ni de broma terminaría de limpiarme bien el culo si mi necesidad fuera cagar, corrí hacia uno de los mingitorios individuales y descargué. El potente chorro se estrelló contra la porcelana recién aseada. Estuve ahí lo que me pareció mucho tiempo orinando.
Al salir de ahí compré otro cigarrillo en el improvisado puesto de dulces donde cobraban la entrada al baño y afuera lo fumé antes de pedir el Uber que me llevaría de vuelta al hostal, donde me encontraría, al llegar a la habitación compartida, con Hanz, el rubísimo danés enorme de la playera de Metallica que esta vez iba vestido de diferente forma, no recuerdo cómo, quizá con una playera sin mangas que dejaba al descubierto sus mamados y rubios brazos.
Aquel carnal era el sueño de cualquier mujer, o de cualquier hombre, pensé al verlo mientras me preguntaba, en español:
—¿Cómo estás, qué tal la Feria?
No recordaba haberle platicado que iba a ir a la Feria.
—Bien gracias, todo bien… —le dije y le advertí que llevaba encima tres caballitos de tequila blanco; que tres no suenan del todo graves ni peligrosos, pero que lo eran.
—¿No quieres seguirla con una cerveza en la terraza? —dijo. Ciertamente usó la palabra seguirla. Y es que en la terraza del hostal vendían chelas de distintas marcas, precios y nacionalidades. Los inquilinos se congregaban allí para beber y conversar.
—Va —le dije, y unos minutos después ya estábamos ahí, sentados en una mesa junto a otros hombres: según recuerdo, un cubano-americano y un argentino y un mexicano; aquello parecía un chiste porque además todos hablaban en inglés cuando todos podían hablar en español. Y todos estaban ahí por diferentes motivos. Y ninguno más estaba ahí por la FIL. Yo habría jurado que todo mundo estaba ahí por eso, pero incluso a ellos les resultó indiferente el asunto.
Habremos estado un par de horas charlando, conforme el aire se volvía cada vez más frío y la noche más oscura. Hasta que la plática terminó por hartarme (no recuerdo de qué diablos estábamos hablando) y me fui a dormir.
Ya en la habitación el hombre asiático, quien no me saludó ni volteó a verme cuando entré, leía su libro con los audífonos puestos. Conforme preparaba la cama (la cual solo tenía una sábana que recubría el colchón y una sábana para taparse) intenté mirar qué rayos leía. No logré hacerlo. Supuse que era algo interesantísimo o muy bien contado pues ni un solo momento aquel individuo despegó los ojos de aquellas páginas.
Me recosté entonces y me cubrí el rostro con la sábana para matizar un poco la luz que estaba encendida y que le permitía leer a aquel hombre de una nacionalidad que nunca supe distinguir.
Supongo que sonreí luego de cerrar los ojos, pues al día siguiente por fin me iría de ahí y tendría que buscar un nuevo lugar donde quedarme.
A la mañana siguiente estaba solo
en la habitación. Parecía como si todos se hubieran ido
al infierno, de repente
y para siempre,
sin despedirse.
Quizá ya he dicho que duermo como piedra sobre carretera transitada, y que si estoy en un sueño profundo, como lo estaba aquella vez (soñando quién sabe qué, probablemente sobre mi exmujer), me es muy difícil despertarme.
Fue así que me incorporé y saqué del locker mi maleta de rueditas. También tomé la valija portátil que contenía la cámara de Arcelia con sus respectivos lentes. Desde que había iniciado este viaje no la había utilizado una sola vez (lo cual lamentaba). Fue Frida quien lo había hecho, tras tomar unas fotos de mi persona durante la presentación de Metal en aquel salón de la FIL.
Por lo que coloqué primero el gran angular y apunté por la única ventana que había ahí y que abrí en ese preciso instante. Vislumbré, desde las alturas en las que me encontraba, algunos escombros en aquella parte del patio del hostal. Ese hostal donde la gente podía quedarse a vivir si así lo quería. Si trabajaba en él. Era el caso de un par de huéspedes, según recuerdo. Yo, que ya quería largarme, no me imaginaba viviendo en un lugar como ese, y pensé que no habría una peor opción para hospedarme hasta que mi breve estancia en Guadalajara se encargó de demostrarme lo contrario.
Luego saqué el telefoto y con ese no recuerdo haber tomado algo decente hasta que salí del lugar luego de tomar una ducha veloz en uno de los baños comunes (aprecio sobremanera mi privacidad, a pesar de revelarla impúdicamente en este relato) y de no encontrarme con nadie, salvo en la recepción, donde avisé que ya me iba.
Así pues caminé por la acera y me detuve en las afueras de una especie de estacionamiento o de terreno en venta. Tomé la cámara y con el telefoto apunté a un edificio que, a lo lejos, lucía abandonado. Al tercer click sentí una presencia que se aproximaba por un costado. Un hombre cruzaba la acera y alzaba una de sus manos y decía algo que en un principio no logré oír:
—Oiga, ¿por qué está tomando fotos? —escuché ya que el individuo estaba a un par de pasos.
—Ah, por nada… —dije. El hombre hizo un gesto de no entender por qué, entonces, tenía una cámara fotográfica en las manos.
—Pasa que soy fotógrafo —le expliqué. El hombre hizo un gesto de extrañeza más pronunciado que el anterior—. Y me gusta retratar lugares desolados —dije.
En casos como aquél, cuando me encuentro con interlocutores indeseables mientras tomo fotos, suelo acercarles el display de la cámara para mostrarles un par de imágenes que haya tomado. Generalmente se asombran por lo que ven, como fue el caso: no creen que un tipo barbado, pequeño y malencarado como yo sea capaz de tener semejante sensibilidad a la luz. Mucha más, me temo, que la que tengo con la palabra escrita.
De tal modo que seguí caminando y di con una avenida cuyo nombre no recuerdo. Estaba nublado y una pequeña brizna se dejó caer. Lo bueno fue que iba bien enfundado en mi gruesa chaqueta de vagabundo, con el gorro puesto, que aunado a la cámara y la barba me hacían parecer fotoperiodista de Nueva York mezclado con teporocho que se caga en la orilla de un puente peatonal de cualquier avenida del Estado de México.
Fue así que alcancé a ver un local donde vendían quesadillas. En una especie de patiecillo que te recibía había unas mesas de plástico blancas con sus respectivas sillas ídem y me senté en una, que estaba a la orilla, con la mirada hacia la calle por la que entré.
Un individuo tomó mi orden luego de dictarme la carta de memoria. Pedí un par de quesadillas, probablemente una de sesos y otra de papa, esta segunda con queso, más un agua de horchata.
Conforme comí decidí echarle un mensaje de texto a mi jefecita, quien desde el día anterior había llegado a su casa.
Cómo está, jefita, le escribí.
No tardó en contestarme que bien, mijito, fue una maravillosa experiencia acompañarte. Miré hacia el entorno. Algunos autos transitaban a moderada velocidad por aquella calle. Me pregunté qué sería de mí
a continuación, si habría un camino marcado
con fuego, ineludible,
un sendero trazado
con sangre
de mis ancestros y del que no hubiera
escape, del que no hubiera
duda,
ni temor.
Terminé de desayunar luego de darle las gracias a mi madre con otro mensaje. Pagué la cuenta y seguí mi camino con la maleta de rueditas rodando junto a mí; la valija de Arcelia colgando sobre mi hombro y mi cuello.
Luego me detuve en la entrada de un hotel que no pasaba de tres estrellas. En torno no había nadie y tuve que esperar a que alguien se apareciera en la pequeñísima recepción, casi tan pequeña como la del hostal.
—Sidiga —me dijo un hombre, pequeño y gordo, que hizo la pregunta sin pausa entre palabras, desde la entrada, a mis espaldas.
–Hola, quisiera saber… cuánto cuesta hospedarse aquí.
Aquel hombre me dijo los precios a una velocidad tan desorbitada como los mismos, y me retiré de ahí luego de decirle gracias, recibiendo un:
—Pornada.
Crucé de nuevo la avenida y avancé sin saber bien hacia dónde iba. Intuí que, irremediablemente, me encontraría con un hotel. Y es que, pese a contar con un teléfono móvil que me habría permitido buscar uno en Google, el hecho de que se le bajara la batería estrepitosamente me hizo pensar que sería mejor vagar a la vieja usanza. Cosa que disfruto enormidades, por cierto, y que me ha permitido no solo grandes momentos de alivio y reflexión, sino la posibilidad de sacar la cámara y disparar
click
click
click
Avancé, pues, un par de cuadras calle adentro y, mirando tan atento como pude mi entorno, vi un letrero que colgaba de una azotea, que se repetía en una puerta y que rezaba:
LIBROS Y VINYL
No hay mejor combinación que esa, pensé. De qué chingados se tratará, me dije también, un momento después, por lo que toqué un pequeño timbre que había a un lado de la puerta donde estaba ese letrero hasta que alguien se asomó desde la azotea. Una terraza, en realidad, que descubrí cuando esa persona me dijo hola desde ahí y luego, tras responderle el saludo y preguntarle qué rayos era ese lugar, me abrió presionando un interruptor.
Subí por unas estrechas escaleras que subían por un estrecho pasillo hasta desplegarse en una sala (aquella era una casa) repleta de libros y de viniles.
La Perla Records and Books era su nombre y era atendida por esa persona, una joven cuyo nombre nunca supe, y quien me invitó a pasar y ver. Eran, quizá, además de la sala, unos tres cuartos más con mercancía: el auténtico paraíso para holgazanes de mi ralea donde, por si fuera poco, te podías tomar un café o una chela en esa misma terraza por donde la joven se había asomado.
Bebí ambos (primero la chela, luego el café, en lo que el segundo se enfriaba) mientras sacaba de mi mochila el ejemplar de Mi nombre es Legión, luego de haber echado un vistazo por sus pasillos.
Una de las primeras cosas que vi fue el disco The executioner, de la banda metalera mexicana Raped God 666 (favor de escuchar ‘Massive destruction attack’), por quinientos varos. Se me antojó pero era impráctico de transportar.
Seguí mirando algo más de ese material (he aprendido, poco a poco, a controlar mi impulso gastador aunque tenga dinero) hasta que me encontré con un libro de cuya existencia me había enterado recién, pues recién había salido de la escuela de cine, del curso de guionismo. Pensé que sería una labor imposible de lograr.
Adventures of the screen trade de William Goldman.
Y es que en La Perla se venden muchos libros en inglés porque su dueño y fundador, al menos en ese entonces, era un gringo que llevaba varios años viviendo en México. Nunca lo vi.
Por lo que decidí, luego de beber el café y la chela, que tendría que dejar ahí mi tarjeta de presentación y un par de ejemplares de mi trabajo: uno de El sufrimiento de un hombre calvo y otro de mi libro de relatos que autopubliqué y que no recordaba que llevaba conmigo: Cada monstruo tiene su debilidad.
No recordaba que también se lo había regalado al entonces director del Fondo, José Carreño Carlon, antes de entrar a la presentación de Metal. Incluso se lo firmé. Eso lo sé porque hace no mucho me encontré con ese ejemplar, autografiado para él, en una librería de viejo (por lo menos no acabó en el bote de la basura, su lugar de origen). Lo vendían a sesenta pesos.
En fin, que eso hice antes de irme de La Perla, mucho antes de saber que el mismísimo Guillermo del Toro estaría ahí también, pero un par de semanas después.
No niego que me habría gustado conocerlo. No soy die hard fan de sus películas, pero aprecio muchísimo la forma en la que comunica lo que sabe sobre cine (son majestuosas sus masterclass que dio ahí, en Guadalajara, hace no tanto).
Imagino cómo hubiera sido nuestro encuentro:
INT. LA PERLA/PASILLO 1 - TARDE
El SEÑOR SEGOVIA (30 y tantos, panzón, calvo y chaparro) fisgonea entre un estrecho pasillo flanqueado por dos libreros.
Con dificultad se agacha hasta la repisa más baja y de ahí extrae un grueso volumen del que no logra verse la portada, nombre del autor o título.
INT. LA PERLA/SALA PRINCIPAL - TARDE
El inmenso cuerpo de GUILLERMO DEL TORO (50 y tantos) produce una sombra siniestra sobre la duela cuando entra. De su cabeza-sombra parecieran erigirse unos cuernos.
DEL TORO
(a la chica que atiende)
Buenas tardes.
LA CHICA QUE ATIENDE (22, con gafas y brackets) abre un poco la boca cuando ve a Del Toro. Se le cae una paleta en forma de bola roja repleta de baba.
LA CHICA QUE ATIENDE
Buenas tardes, don Guillermo.
La chica que atiende voltea a ver el ejemplar de Cada monstruo tiene su debilidad que tiene frente a ella. Porque Del Toro también lo ve.
DEL TORO
Qué tal está.
LA CHICA QUE ATIENDE
No sé, el autor acaba de dejarlo.
DEL TORO
(Conforme toma el ejemplar)
Está bueno el título, eh.
La chica que atiende permanece en silencio mientras…
INT. LA PERLA/PASILLO 1 - TARDE
El Señor Segovia permanece en cuclillas, sujetándose de una de las repisas con una mano. Con la otra se soba la espalda baja conforme trata de escuchar.
INT. LA PERLA/SALA PRINCIPAL - TARDE
Del Toro hojea el ejemplar. Sus verdes ojos se desplazan entre las palabras con velocidad. De pronto esboza una sonrisa, y ríe. Levanta la mirada de la página y…
Segovia está frente a él.
SEÑOR SEGOVIA
Buenas tardes.
DEL TORO
Buenas.
Segovia observa lo que Del Toro lleva entre sus anchas manos. Observa cómo aquel inmenso director de cine pasa las páginas una tras otra mientras sonríe.
La chica de la recepción se le queda mirando a Segovia, quien suplicante se lleva uno de sus índices sobre los labios conforme mueve la cabeza de un lado a otro, derecha-izquierda, en señal de que no diga nada.
Del Toro deja el ejemplar donde lo encontró y, sin mirar a Segovia, empieza su recorrido por la librería.
SEÑOR SEGOVIA
(a la chica que atiende)
Gracias.
LA CHICA QUE ATIENDE
¿Es usted idiota?
SEÑOR SEGOVIA
Tal vez.
LA CHICA QUE ATIENDE
¿No quiere que sepa que es usted?
SEÑOR SEGOVIA
Preferiría que no. Además, ni siquiera piensa llevárselo.
LA CHICA QUE ATIENDE
¡Usted mismo podría dárselo!
SEÑOR SEGOVIA
Sí…
LA CHICA QUE ATIENDE
¿Entonces?
SEÑOR SEGOVIA
Me da pena.
LA CHICA QUE ATIENDE
¡No mame, no se apene!
Segovia mira a Del Toro a la distancia conforme este toma y deja libros en las estanterías.
Segovia toma el ejemplar de Cada monstruo… y avanza hacia Del Toro, quien sigue mirando los lomos de los libros.
SEÑOR SEGOVIA
Disculpe.
Del Toro voltea lentamente, ofreciendo su cortés mirada esmeralda.
DEL TORO
¿Qué pasó, caon?
SEÑOR SEGOVIA
La verdad es que, de sus películas, solo he visto la de Cronos. No me he atrevido a pasar de ahí. Por favor no me malentienda; es que esa tiene algo especial. Diría que es una rabia juvenil casi pura, como sucede con los álbumes debut de algunas bandas de heavy metal. Me entiende, ¿no?
Del Toro se echa las gafas hacia atrás con un ligero golpe de su índice.
DEL TORO
Entiendo.
Segovia permanece en silencio. Del Toro también.
SEÑOR SEGOVIA
Bueno, eso era todo lo que quería decirle.
Y Segovia da media vuelta y vuelve a paso apretado hacia la recepción, donde deja el ejemplar, frente a la chica que atiende, y sale de La Perla.
Del Toro avanza hacia la chica que atiende.
DEL TORO
Que raro fulano.
LA CHICA QUE ATIENDE
(señalando con su índice el ejemplar de Cada monstruo)
Es el autor de ese libro.
DEL TORO
(Abre sus ojos verdes tras las gafas)
¿Ah sí?
Del Toro vuelve a sujetar el ejemplar y se le queda mirando.
DEL TORO
Me lo llevo. Pero deja me doy otra vuelta para ver qué otras cosas me encuentro. Por lo visto hay muchas joyas por aquí.
Habría estado bueno que pasara, pensé, pero solo caminé en línea recta, esperando encontrarme con un lugar en el que pudiera quedarme esa noche.
Lugar que, para mi fortuna o desgracia, encontraría.
Texto publicado originalmente en Cancerbero.
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