La tarde que conocí a Emilia pensé que terminaría desnudo, ahogado de borracho, ahogándome en una alberca. El novio, flamante organizador de una boda carísima, para la cual pedí prestados unos zapatos, dijo: «No serás tú, seré yo». El profeta cumplió su palabra casi al pie de la letra: pasada la media noche sus amigos (supongo que eso eran) lo arrojaron a las aguas que, a decir de una testigo, estaban templadas. En el camino lo fueron encuerando y una mujer que no era la novia se lanzó tras él, con el vestido puesto. Pensé que era su amante, pero soy un malpensado y suelo pensar mal («piensa mal y acertarás», me dijo una vez alguien sabio), pero no, no era su amante, quién sabe quién era, me dijo otro alguien, otro testigo de los hechos que quizá no ocurrieron de este modo. Emilia llevaba la inicial de su nombre colgada al pecho, un colguije que le habrá regalado su madre, pensé, una investigadora que, a decir de ella, no estaba ahí. La boda era entre científicos y científicos eran los invitados. Me sentí un momento como Cormac McCarthy, finado recién: cómodo entre mentes más brillantes que la suya, entre gente que no eran escritores como él. Emilia iba con sus tíos: una matemática y un ingeniero. Ella mexicana y él alemán. Vivían en Berlín, con su hija de año y medio, una pequeña rubia de ojos azules con nombre azteca (¿o maya?) que sin querer olvidé. Estábamos comiendo cuando me preguntaron qué hacía de mi vida. Alguien se me adelantó y reveló el dato. Un escritor entre científicos es un espécimen que les causa cierta curiosidad (o aversión). ¿Y de qué escribes? ¿De qué van tus libros? ¿Cuántos has publicado? Cuéntanos la trama de alguno. Le di un trago a la cuba diluida que sujetaba con mis horrendas manos. Emilia también es escritora, dijo la tía matemática, para mi fortuna, evitándome así profundizar en mi respuesta. Emilia volteó a verme y alcanzó a sonreír, pero también agachó la mirada. Lleva tres libros: dos los ha escrito con sus amigas, dijo la tía. Miré a Emilia pelando los ojos, supongo, y ella me miró, ahora sonriendo francamente. Quiero estudiar filosofía y letras, pero mi papá dice, dijo, que eso no me va a dejar nada bueno… Vaya, pensé, con que los padres siguen escamoteando los sueños de sus hijos adolescentes, boicoteando las vocaciones en vez de impulsarlas; parecen hechos con molde, me dije, pero a Emilia, de trece años, le contesté: tu padre tiene razón. Escúchalo, pero solo por la mitad. La tía matemática sonrió, Emilia sonrió, mi esposa sonrió y me dijo: luego luego de rebelde. Entonces le pasé el dato de uno de mis libros, a Emilia, advirtiéndole que lo leyera cuando fuera mayor de edad, a sabiendas de que muy probablemente me desobedecería. Luego hubo un silencio no muy incómodo porque cada quien siguió comiendo el jabalí que sirvieron. Nunca había probado ese plato (sabía a algo parecido entre el pollo y las carnitas). Miré a Emilia por intervalos el tiempo que estuvo ahí; sentí que le daba un aire a mi esposa (y a mí). Emilia parece hija nuestra, le dije luego a ella, a mi esposa. Así se vería nuestra hija, insistí. Así se vería la hija que perdí, pensé mucho después, cuando ya habían corrido los tequilas y Emilia bailaba a un lado de su tío alemán un tanto embriagado. Los vi a lo lejos. Ella tendría más o menos esa edad. Más, o un poco menos, calculé. Ese nombre habría estado bien para ella. Es un buen nombre para una hija mía, una hija de nosotros, me dije mientras el novio, semidesnudo, caía al agua tibia y todos alrededor le aplaudían.

Deja un comentario