(o El sufrimiento de un hombre calvo en Faro Tláhuac)
El Facilitador llega desde temprano. Una hora antes, tal vez más, me informa Monse. Lo veo aproximarse acompañado de un hombre, apoyándose. Pienso que viene con él, pero no: el Facilitador lo suelta los últimos metros que dura su recorrido, hasta que me ofrezco de soporte. El suelo bajo nuestros pies, pasto húmedo e irregular, puede hacerle caer. Pero el Facilitador no cae. Por el contrario: camina más erguido que nunca. No lo recordaba tan alto. Nos aproximamos al escenario. Antes de sentarnos el uno a un lado del otro, comenta todo lo que observa. Es un observador implacable, un periodista innato, un lector voraz (de realidad y de libros). Un escucha atento cuya mirada está pendiente de su entorno, aunque parezca que solo mira dentro de sí mismo. Cosa que sí hace. Y habla. Habla mucho. Mira más, escucha más. Lee. Lee mucho. Lleva puesta una sudadera de esas que tienen un compartimento en la panza. De ahí extrae un libro. El título es demoledor: Los asesinos de la luna de las flores. No tengo idea del autor. Lo adaptó Scorsese al cine, me informa el Facilitador, quien no ha dejado de enseñarme. No se cansa de hacerlo. Por eso prefiero decirle Mentor, pero él dice que solo le facilita el camino a alguien. A sus alumnos. A los que les sirve la mesa. A quienes les dice es por ahí. Un mentor. Tan pronto nos sentamos, el Facilitador pide el micrófono. Hacía cuánto que no lo escuchaba, pienso mientras lo escucho con la misma atención con que lo escuchaba antes, con la misma emoción, con el mismo interés. La misma fascinación. Es gracias al Facilitador que estoy ahí con ellos, les digo. Fue gracias a él que este mes emprendí dos talleres de escritura, tal como me enseñó cuando me acercó al taller de Eusebio. Sin el Facilitador mi vida sería distinta, les digo a ellos, a los jóvenes que van acompañados de su propio maestro. Sería otra cosa, les digo, quizá no sería escritor. El Facilitador dice que lo sería, y continúa la entrevista. He ahí al Facilitador entrevistándome. Es un privilegio que no merezco, pero que agradezco: su libro de entrevistas Ver misterios en la punta de un alfiler (Garibay dixit) es de mis libros preferidos. Ahora lo observo. El intelecto hiperrevolucinado del Facilitador no deja lugar a la autocompasión por el cuerpo semiparalizado. Me recuerda a mi padre, pienso. Es mi padre en esteroides: si hubiera estudiado letras y tenido una maestría o un doctorado. Si hubiera bebido más libros. Si hubiera sido más alto. Pero se parecen: ahí están los brazos tostados, la calva lisa y protuberante, los anteojos. Un moreno que alguna vez fue güero. Las palabras como cauce interminable. Terminamos. Ha pasado una hora. Los chavos aplauden porque ya se quieren ir. Se nos acercan un par de padres de familia. Nos dan las gracias por la conversación tan interesante. Te va a gustar, vas a ver, me dice el Facilitador antes de que comience. Le atina. Hay algo que tengo que decirle. Se lo diré después, una vez que estemos lejos de todo: él dándole la espalda al mundo, pero sin dejar de escucharlo.




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