(un ¿cuento? con algunos apuntes sobre el cuento a propósito de un taller de cuento)

Al fin y al cabo, la realidad se inventa.
Marco Augusto Quiroa
Lo bueno, si breve, dos veces bueno.
Baltasar Gracián
El cuento es de quien lo trabaja.
Emiliano Pérez Cruz
—Es que los tuyos no son cuentos —le escribió, con la dureza con que le escribió después (y con la que luego le mandó audios), aquella doña al joven; ella escritora consagrada, él escritor en ciernes.
Él no entendía muy bien por qué, aunque fue lo mismo que le dijo el editor semiconsagrado:
–El primero es muy bueno, pero los otros…
Los otros qué, quiso preguntarle, pero solo se lo preguntó a sí mismo y terminó autopublicándose aquella compilación de historias que a él le parecían, cuando menos, entretenidas.
—Los tuyos son, si acaso, relatos. Para ser cuentos –reiteró la escritora consagrada– les falta mucho. Él no supo muy bien en qué consistía la diferencia. Ella tampoco se la explicó, aunque una de sus súbditas seguramente lo explicaría, tiempo después, en un curso que dio sobre cuento y que él, Zamudio Zamora, no pudo tomar.
Igual que otro taller que otro consagrado escritor impartió sobre el mismo tema.
Ambos cursos no pudo tomarlos por el dinero.
Maldito dinero, se decía a menudo Zamudio Zamora mientras trataba de repetirse que lo suyo era ser escritor. Aunque a veces habría preferido hacer cualquier otra cosa que le enriqueciera los bolsillos.
No sabía qué.
Tiempo después, no se podría saber exactamente cuánto, leyó una distinción que entre stories y short stories hizo Augusto Monterroso en su libro Literatura y vida, distinción que quizá hizo Borges poco antes (aunque tampoco se podría saber): una, simplemente, era más corta que la otra.
Así que la diferencia entre un relato y un cuento no podía ser, como decía Mark Twain, la que hay entre la luciérnaga y el relámpago, pensó Zamudio Zamora. Sino una cuestión de longitud. Intrascendente, se dijo.
Hacía poco su prima, ingeniera de nombre Fernanda Fernández, quien hasta ese momento no se había revelado como escritora, le preguntó:
—¿Qué es un cuento?
—¿Para qué quieres saber? —respondió él, a la defensiva.
—Es que voy a entrar a un concurso…
Él no sabía que había un concurso de cuentos para ingenieros, pero lo había. El premio en dinero era ínfimo, pensó, pero la satisfacción superior.
—El cuento es… —le dijo él, haciendo su mejor esfuerzo— una historia que posee un principio, un desarrollo y un final. Tiene un conflicto. Generalmente es breve. Y está impregnado de humor.
Como querría Monterroso, pensó.
Se acordó entonces de Julio Cortázar y de una de las frases más sobadas para definir al cuento (o, al menos para quienes, como él, pretendían ser cuentistas): “La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”.
Se la dijo a Fernanda Fernández.
Esa frase, descubrió después, se le atribuye a Cortázar, pero no la dijo él, según él mismo: “Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out.”
Luego se acordó de Edgar Allan Poe, a quien Cortázar tradujo, quien decía que el cuento es uno de sus géneros predilectos por su brevedad. En su libro De la escritura, aseguraba que la novela era demasiado larga, imposible de leerse en una sola sentada. Por eso, para Poe, reflexionó Zamudio, el poema es la forma más elevada de la escritura: porque, como el cuento, debe leerse de un solo jalón. Así no pierde el tiempo el lector.
Se lo dijo a Fernanda Fernández.
Luego pensó en Seymour Menton, antologador del libro El cuento hispanoamericano, en el que el autor gabacho categorizó distintos relatos en un orden histórico, de los movimientos literarios en hispanoamérica; una visión académica en la que aventura a decir que: “El cuento es una narración, fingida en todo o en parte, creada por un autor, que se puede leer en menos de una hora y cuyos elementos contribuyen a producir un solo efecto”.
Zamudio estaba de acuerdo con eso. Lo compartió con su prima.
Entonces se encontró con algo más sobre la extensión. Según Eusebio Ruvalcaba, autor de, entre otros libros, 52 tips para escribir claro y entendible, «cada texto tiene una extensión diferente. Propia. Pero nunca la extensión define la eficacia narrativa. No porque un cuento sea extenso es bueno. No porque un cuento sea breve es bueno. ¿Cómo debe ser un cuento para que sea redondo?»
Zamudio tenía la misma pregunta y recordó eso del nocaut. El final, el final tiene que ser contundente, se dijo. El cierre perfecto, o casi. El cuento debe ganar por nocaut.
Así era aquel cuento suyo, el único digno de su primera antología. El cierre era tremendo. Tan tremendo que el propio Eusebio, no dado a los elogios, se lo hizo ver la vez que lo llevó a su taller –”el taller literario: factor estímulo del ejercicio cuentístico”, a decir de Edmundo Valadés, leyó en alguna parte Zamudio–:
—Tú, Zamudio Zamora, tienes todo para ser uno de los mejores cuentistas de este país.
—¿Pero qué más tenía que poseer un cuento para ser un cuento? —se preguntó Zamudio tras sobarse el ego.
Recordó ahora a Marco Augusto Quiroa, el segundo mejor cuentista guatemalteco de los dos que había leído, o el primero, según se vea. De él había leído un par de libros de relatos que lo habían maravillado. Sobre Quiroa había leído que poseía “el don de síntesis y la capacidad de sugerencia, que son las marcas del auténtico cuentista».
Ahí estaba otra clave: la concisión. La compartió con Fernanda Fernández.
Entonces recurrió a Monterroso, el que, a su parecer, era el más grande de los cuentistas latinoamericanos (y el número uno guatemalteco). Él dijo, sobre el cuento, algunas cosas. A continuación se enlistan dos:
1
A pesar de múltiples intentos por encasillarlo, o quizá por eso mismo, hoy en día es ya casi un problema metafísico saber lo que es un cuento. Sin embargo, la mayoría del público y, triste decirlo, buena parte de los escritores de cuentos de aquí y de allá no se han percatado de su evolución, y todavía buscan en ellos el cumplimiento de antiguas reglas, como aquella de la exposición, del nudo y del desenlace, y aún se dejan llevar por el fetichismo del final sorpresivo. Lo que es peor, multitud de escritores piensan honestamente (lo que los hace invulnerables) que un cuento es una novela pequeña, pequeñita, y entonces escriben cuentos, dicen sin sonrojo, como descanso entre su verdadera labor creativa, es decir, sus importantes novelas, y no seré yo quien trate de salvarlos de su error.
2
¿De qué manera enfrentamos esa vaga o tajante indiferencia de lectores y editores hacia ese género inasible que a lo largo de las edades permanece obstinadamente al lado de los otros grandes géneros literarios que parecen perpetuamente opacarlo, anularlo? Me atrevo a responder que de muy diversos modos, a saber: transformándolo, cambiando su sentido, su configuración; dotándolo de intenciones diferentes, a veces reduciéndolo sin más al absurdo, y aún disfrazándolo: de poema, de meditación, de reseña, de ensayo, de todo aquello que sin hacerlo abandonar su fin primordial —contar algo— lo enriquezca y vaya a excitar la imaginación y la emoción de la gente. En pocas palabras, ni más ni menos que lo que los buenos cuentistas han hecho en cada época: darle muerte para infundirle nueva vida.
Le compartió estas ideas a su prima.
Fue entonces que alguien lo invitó a una casa de cultura para impartir un taller de cuento. Dicha persona había leído aquel relato suyo aclamado por tres personas.
—¿Te interesa?
—Sí –dijo Zamudio Zamora, aunque sorprendido por la propuesta.
—Nos vemos en tres semanas, en las instalaciones de la casa de cultura.
—¿Es todo lo que hay que hacer?
—Es todo.
Zamudio Zamora casi se arrepintió al momento de aceptar. ¿Qué rayos podía decir él sobre el cuento que no se hubiera dicho ya? ¿Qué podía decir si era incapaz de definir al cuento?
—No tengo idea —se dijo—, pero ya veré qué escribo al respecto.

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