Qué demonios hago aquí, se preguntó Zamudio Zamora (chaparro, de abundante panza e incipiente calvicie, bigote peligroso) tras 45 minutos de espera. Y es que llegó, como siempre, en el momento menos indicado: cuando Martín Manglares conectaba su Stratocaster al amplificador de 50 watts y le trepaba todo al volumen; cuando Martín Manglares, su padre, con el bajo colgado a las espaldas, le bajaba a ese mismo ampli hasta que ya no se escuchó nada, por lo que Martín hijo, a quien le llamaban Manglares, le volvió a subir, y Martín padre, a quien le llamaban Manglares, le volvió a bajar. Manglares hijo le volvió a subir. Manglares padre le volvió a bajar. Fue que Manglares hijo se descolgó el talí y dejó la Strato recargada contra el ampli; Manglares padre lo vio irse, emberrinchado, lo vio entrar en aquella casa, recorrer aquel largo pasillo de paredes blancas aunque cálidas, donde estaban sentadas las personas en sillas plegables y banquitos, el lugar donde todos los Manglares crecieron y, finalmente, desaparecer. Zamudio Zamora lo vio también, a ese hombre que veía por segunda vez en su vida, y luego entró por ahí mismo ante las miradas extrañadas de las gentes, quienes tampoco lo conocían; luego vio una mesa donde había tortillas, chorizo con papas, arroz y chicharrón en salsa verde; se le antojó y quiso hacerse un taco, pero mejor volvió a salirse. Le escribió un whats a Manglares hijo diciéndole que ya estaba ahí y esperó, pero este no salió sino hasta 65 minutos después. O más. Chale, pos qué pedo, qué falta de respeto, se dijo Zamudio. Entretanto fumó tres cigarros mientras aguantaba las ganas de hacer pipí y establecía conversación con un indigente que se moneaba. La charla se limitó a unos gruñidos del segundo hasta el momento en que unas niñas -que dos veces pasaron frente a ellos en bicicleta, una de ellas subida en los diablos- le entregaron unas monedas al hombre. «Para que se compre algo», dijo la que manejaba, las dos veces, y las dos veces las niñas se fueron riéndose, complacidas por su buena acción. Ciertamente, desde que llegó, Zamudio Zamora sintió la pesadez del barrio, el cual estaba cercano a unas vías del tren por donde hacía años que no pasaba ninguno, pero no se sacó de onda porque venía de un lugar peor. Fue entonces que Manglares hijo le contestó: «Ahora salgo». Por fin, pensó Zamudio, cuya paranoia le hizo creer que alguien, una señora, lo retrataba desde el segundo piso de aquella casona donde se estaba llevando a cabo el concierto: «por si aquel cabrón que está ahí, y que nadie conoce, nos roba o algo», pensó. Tocaron dos bandas (¿o fueron tres?) con un amplio repertorio de rock y pop de la mitad del siglo pasado y para delante. En español y en inglés. Debí irme a casa a descansar, a ver una peli con mi señora; sé muy bien que las cosas están más que al borde de un socavón, o a lo mejor ya estén cayendo en él, o ya vivan ya en él, pero bueno, una peli es parte de la lucha, pensó Zamudio y se puso un poco triste. ¿Pero por qué seguía ahí si normalmente no tenía tanta paciencia? Porque le encantaban las tocadas de barrio, se dijo, pequeñas, familiares, con una lona cubriendo la batería, las bocinas, los amplificadores; a plena calle, con algunas personas viendo el show, algunos amigos y familiares, y más aún cuando estos mismos eran los integrantes de las bandas. Como el caso de los Manglares, que llevaban tocando juntos desde siempre. Martín, el hijo, salió entonces, los ojos aún llorosos, e invitó a Zamudio a entrar. Luego le calentó tortillas y le sirvió un vaso de espumosa chela. De inmediato conversaron sobre escritura hasta que le presentó a su mamá, quien iba pasando. Doña Tina lo saludó sonriente, como si lo conociera de años. Zamudio apreciaba eso más que cualquier gesto en cualquier persona: la cordialidad, la calidez, y le preguntó a la señora si ella había cocinado. Le dijo que sí. Zamudio la felicitó y tuvo el atrevimiento (el descaro) de pedirle un poco de eso para llevarse a casa; itacate que compartiría con su señora en dado caso de que no se enojara por la ausencia que ya empezaba a vislumbrar en ese momento: cuando se sirvió un vaso de ron. Qué hacía ahí pudiendo estar en chanclas con ella, a gusto, preparándose para la semana, sin pedos, sin disturbios, se preguntó cuando Manglares hijo le presentó a su hermana Tina. El golpe de vista fue un cañonazo a su ritmo cardiaco; le pareció que era muy joven, aunque tenía casi su edad (treinta y tantos); era muy parecida a su madre (y, por el contrario, no se parecía mucho a su hermano o a su padre, pensó Zamora) y, para variar, se llamaba como ella. También esbozaba una enorme sonrisa; luminosa, deslumbrante. Zamudio Zamora supo entonces por qué había esperado tanto. Aquella mirada bajo las gafas redondas, el saquito a la medida, la cabellera un tanto enmarañada; un modo de andar ligero, acompasado. Con cadencia. Una poeta, pensó Zamudio, y lo corroboró apenas comenzaron a charlar, pero lo que más llamó su atención de ella fue su actitud desparpajada, alejada del snobismo de su atuendo. Era sencilla y a su vez erudita, pensó Zamudio, a quien le sudaron las manos y le dio un ataque de tos, por lo que apenas y pudo sujetar su vaso, que rellenó con más ron, coca cola y hielos, agravando así la enfermedad intermitente que traía desde hacía un par de días, cuando su señora se había quedado en cama y él en casa a cuidarla. Lo que necesitaba era un jarabe, no más tabaco como el que quiso encender en ese momento para controlar los nervios. No tenía. Tina se mostró interesada por su persona (como seguramente se mostraba con todas las personas, pensó Zamudio), y le dijo que le presentaría a una amiga polaca, contadora pública como él, «a la que le gustaban los morenitos» y luego le preguntó si tenía novia. Sin titubear, Zamudio le dijo que sí, aunque por un instante pensó en decirle que no, que no tenía compromiso alguno y que en realidad no le interesaba una polaca sino una morenita como ella. Poco después madre e hija bailaron, ambas sonrientes, tan a gusto que a él se le antojó bailar con Tina hija la de «Quisiera ser un pez«, de Juan Luis Guerra, que no sonaba en ese momento, y pensó que con la madre también bailaría, por qué no. Una suegra así, una suegra así es lo que quiero: alegre, bailarina, amable, buena onda. Con la suegra me bastaría, aunque no hubiera novia de por medio; vendría a visitarla con todo gusto cada fin de semana, pensó Zamudio, quien luego de su fantasía pudo fumar hasta que los Manglares tocaron juntos, un poco más tarde. Los dos Martín, Javier -otro hermano- y Tina, quien cantó y bailó con la misma gracia, soltura y belleza con la que hablaba. La gente bailó bajo su ritmo, aunque para ese momento varios de los integrantes de la banda ya estaban borrachos y tocaban a destiempo y/o desafinados. A Zamudio le habría encantado tocar con ellos, pero no sabía tocar un instrumento; intuyó, sin embargo, que el ritmo de esa canción, cuya letra está basada en un cuento de Boris Vian, bien podría tocarla en la batería. Así, ensimismado, imaginándose que lo hacía, vio cantar a Tina un poco más y a Martín Manglares padre tocar las cuatro cuerdas de su bajo enfundado en un saco tipo los Beatles del submarino amarillo hasta que desconectaron a los músicos poco antes de la medianoche: el momento en que casi es imposible encontrar el metro abierto. Lo sabía Zamudio y avisó a su señora, quien le contestó de tal modo que pensó en jamás volver a su vivienda. Así que esa noche no lo haría. Martín y Tina, hijos, quienes se irían juntos en Uber, le ofrecieron un aventón; él, Martín, quien invitó a Zamudio a la fiesta, le ofreció dormir en su departamento una vez que pasaran a dejar a Tina en el suyo. Zamudio aceptó y se fue con ellos. Llegaron poco después. El depa de Tina era un lugar precioso, ubicado en la zona fresa y culta de la ciudad, protegido por un gato, ordenado, con algunas plantas, la cama flotando en una especie de tapanco. Algunos libros, entre ellos el de Virginie Despentes, autora que Tina Manglares había mencionado momentos antes cuando charlaban -y por la que Zamudio pensó que era feminista-: la novela Fóllame. Zamudio tenía un rato de querer leer a la escritora francesa, pero su novela Apocalipsis bebé (y la más reciente, cuyo argumento le pareció una copia de Esto es placer de Mary Gaitskill). Tina, sintió Zamudio, lo había leído muy bien, muy rápido lo había descifrado. Como si lo conociera, como si supiera algo, aunque no era ni una ni la otra. Pronto Zamudio y Martín se fueron de aquel depa; Tina se despidió de ambos habiéndose quitado ya los lentes y dejando ver sus cansados ojos. Zamudio no notó nada especial de su parte en el abrazo final y pensó que en una de esas ni volvería a verla. Lo prefirió así. No quiso imaginar el escenario en el que se conocían, amaban y poco a poco desgastaban su relación; prefería el cariño efímero, inexistente, de su primer y único encuentro. Quince minutos después estaban en el depa de Manglares hijo, ubicado en una zona quizá más lujosa que el de Tina. Estaba bien, aunque un poco desordenado, pensó Zamudio; lo protegía un gato y una perra; había algunos libros por ahí, entre ellos uno de Palahniuk, Condenada -un autor al que ambos apreciaban; esa novela no la tenía Zamudio en su colección y pensó en robársela- y más plantas. Conversaron un rato, lamentablemente sobre literatura, por fortuna con tequila en mano, pero incluso cuando se fue a dormir a la habitación para las visitas que Manglares hijo le preparó, Zamudio Zamora no dejó de pensar en Tina, quien volvió a aceptar su invitación a seguirlo a Instagram una segunda vez, ya por la mañana, como si lo hiciera de nuevo adrede, para darle un aviso, un llamado de atención, pensó Zamudio, por lo que le respondió a la brevedad. Si no le contestaba pronto estaba equivocado, se dijo él, pero Tina le contestó casi de inmediato. Chale, mejor me voy calmando, pensó atribulado, al borde de otro ataque de tos, preámbulo inadecuado para el enamoramiento.

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