La camioneta se estacionó frente a la fonda y él la miró: nueva, del año, de un color increíble, azul casi plateado, de la marca que siempre había soñado: una Volvo, un vehículo inalcanzable para individuos como él, pensó él, quien no pensaba nunca en carros mas que en carros como ese. Entonces se bajó una señora de mediana edad, morena, en pants y tenis, muy cómoda, y tomó otra de las mesas, a espaldas de donde estaba sentado él, quien pensó que era peligroso bajarse de una camioneta así en un barrio como ese. En qué trabajará esa señora, o su marido, a qué sindicato pertenecerán, pensó. Cómo se le hace para tener una nave así, se dijo, y la vio mientras se bebía el último vaso de agua de limón con chía. La señora hablaba como cualquier otra señora del barrio cuando dio las buenas tardes; no es profesora, ni diplomática, pensó él, su hijo ha de ser narco. Luego pensó en qué se sentiría estar dentro de una camioneta como esa, si el suelo bajo sus llantas se sentiría como en su coche, un Ford destartalado de más de veinte años que se zarandeaba peor que chinicuil entre las bacheadas calles. Pagó la cuenta de siempre, pues casi diario iba a comer ahí, se despidió de doña Chole, quien atendía, y salió de la fonda. Se le quedó viendo a la Volvo y a los cuernos de reno que llevaba en el toldo, tan ridículos, tan inadecuados, pensó. Ya iba a llegar a la esquina cuando lo asaltó un pensamiento: la señora no cerró las puertas. Como de que no, si esas puertas se han de cerrar solas, se dijo, y luego se dijo: no, no las cerró. Chingadamadre, se dijo, y volteó hacia atrás a sabiendas de que podría convertirse en sal: ahí estaban los faros traseros de ese imponente vehículo y los foquin cuernos asomándose. Devolvió sus pasos por donde vino, como no queriendo la cosa, del lado del copiloto; la Volvo era tan alta que lo cubría perfectamente bien de la vista de quienes comían en la fonda de doña Chole. Alrededor no había nadie, así que, despacio, puso la mano en la jaladera de la puerta. Y abrió. La apertura fue la cosa más suave que jamás había sentido; ni un solo milímetro rechinó -como rechinaba su Ford- cuando abrió un poco más y metió todo el cuerpo y se sentó en el asiento del copiloto y volvió a cerrar. El corazón empezó a retumbarle; desde ahí podía ver, dándole la espalda, a la dueña de la Volvo comiendo como si nada, y en su espalda sintió el confort implacable de los asientos de piel. A eso olía: a piel, a cuero, y a perfume de señora, y a plástico nuevo. A lujo. A comfort. A eso que jamás pensó que iba a sentir. Echó un vistazo a toda la inmensidad que era la Volvo por dentro y entonces, tan pronto lo pensó, se desplazó hacia los asientos traseros. Y ahí se escondió, en el impecable piso, esperando hasta que la señora volviera a subirse. No tardó mucho más. Escuchó cómo también le daba gracias a Chole antes de abrir la puerta. La mujer se puso el cinturón de seguridad que el vehículo le exigió y tan pronto encendió el motor, que pareció no sonar -contrario a su Ford, pensó él, que sonaba como si encendieran una fábrica completa- sonó la radio. Una estación de música norteña. Chingados, se me hace que sí es narco, pensó él y luego pensó en qué seguía a continuación. Por un lado le intrigaba saber dónde vivía la señora, pero no tanto como el deseo de manejar la troca por un momento. Nomás un rato. En eso pensaba cuando no muchos minutos después llegaron a un lugar en el que la señora hubo de identificarse. Casas residenciales, logró ver él desde ahí abajo una vez que la camioneta se hubo adentrado. La Volvo llegó a una esquina y dobló. Luego se detuvo. Entonces él se incorporó, sin pensarlo, y en cuanto la señora se hubo detenido por completo, le puso el dedo índice en la espalda. Tan pronto lo sintió y vio al hombre en el reflejo del retrovisor, la mujer sufrió un infarto y cayó sobre el volante, provocando un casi eterno pitazo. Puta madre, se dijo él y echó el cuerpo hacia atrás. No sabía nada de pulsos, pero desde donde estaba trató de escucharle el corazón. Nada, a su parecer. Entonces movió el cuerpo de la mujer al asiento de atrás y ahí lo acostó. Él se colocó sobre el volante y, casi sin querer (no supo cómo), encendió la maquinaria que parecía de otro mundo. Ora pa dónde me voy, pensó, y despacio condujo dentro del lujoso fraccionamiento, el cual se encontraba no muy lejos de las viviendas hacinadas como en la que él vivía. Dos mundos coexistiendo: la opulencia y la escasez. Miró el cuerpo de la mujer ahí atrás. Ojalá no se haya muerto, se dijo sin saber que ya se había muerto. Dio otras tres vueltas y cuando pensó en fugarse y quitarle esos pinches cuernos, destrozarlos en cuanto pudiera, chinguesumadre, vio a unos albañiles y detuvo el vehículo. Se bajó a unos metros de ellos para que no lo vieran bajar de la troca y les dio alcance trotando. Les hizo la plática, les preguntó por jale. Los albañiles, que eran dos, le contestaron sin dejar de caminar. Y así fue como los tres salieron del fraccionamiento; él pasó desapercibido entre aquellos, de quienes se despidió una vez que estuvieron a unos metros. Pensó que la había librado, que era demasiado astuto y demasiada su suerte, pero hubo algo que, en su éxtasis, no contempló: las cámaras del interior de la Volvo, las de las calles del fraccionamiento, esas por las cuales sería perseguido y, tarde o temprano, capturado.

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