Encontró el empleo hasta la última página. Ya estaba cansado de buscar opciones como periodista, editor, redactor y todas las posibles variables de su oficio cuando vio el anuncio. Lo primero que le sorprendió fue que pagaban mejor que en cualquiera de las opciones con las que se había encontrado, y lo segundo fue que el trabajo estaba relativamente cerca de su domicilio; podría llegar caminando. Lo tercero fue que, tan pronto envió su CV, le hablaron por teléfono. A los cinco minutos. «Hemos revisado minuciosamente su currículo y consideramos que es usted el candidato idóneo para cubrir el puesto», le dijo al otro lado de la línea una voz que no le permitió decir nada más. Anotó el lugar y la hora exactas a los que debía presentarse al día siguiente y así lo hizo. En una puerta semioculta a las afueras de un centro comercial, se encontraba un enano, moreno, con tatuajes en el rostro, quien le flanqueó el paso casi de inmediato; no había nadie más ahí. El enano le indicó (era él, se percató, quien le había llamado el día anterior) que llegara hasta el fondo de aquel oscuro pasillo que se abrió frente a ambos y que, a mano derecha, estaría la persona encargada del reclutamiento. Ahí estaba. Se parecía más a Hemingway que a Santa. Sí, aquel de las frases cortas y rotundas que tanto le encantaban. Ese del que era asiduo lector. Su héroe literario le dijo, sin despegar los ojos del periódico: Mídete el traje. Detrás de aquel hombre encanecido estaba el vestuario rojo con motivos blancos colgado sobre un perchero. ¿Ahora mismo?, preguntó quien solicitaba el trabajo. Hemingway levantó poco a poco la mirada, no dijo nada, reprobó moviendo la cabeza de un lado a otro y devolvió los ojos al tabloide del que no era posible ver lo que leía. No fue necesario quitarse la ropa: sobre la que traía puesta se colocó el traje de Papá Noel. Le quedaba un par de tallas más grande y olía, contrario a lo que pensó, a suavizante. Inicias, dijo Hemingway entonces, mientras miraba su reloj de pulso, en dos horas. Aquí tienes tu contrato, y le extendió una hoja de papel en blanco que solo decía, casi al final, «ACEPTO», más una raya horizontal en medio. Luego le extendió un bolígrafo. No le quedó de otra que firmar.
Pasadas dos horas se sentó en la silla que ahí estaba dispuesta, rodeada por una decoración con renos, nieve y regalos; todo falso. Esperó un buen rato, pero nadie se acercó. Y es que no había nadie en la plaza. Qué inmundicia es esta, se dijo, y quizo encender un cigarrillo, pero llevaba un par de meses sin fumar. Sacudió entonces ambas piernas; el sonido que hicieron los enormes pantalones fue lo único que se escuchó hasta que sonaron unos pasos disparejos, unos grandes y otros pequeños. Eran Hemingway y el enano, cuyo nombre, nunca lo supo, era Ernesto. De algún sitio de las bermudas que llevaba puestas, Ernesto extrajo un arma. Cortó cartucho y apuntó. Te preguntarás que está pasando, dijo Hemingway. Como no me gusta que quienes vienen aquí se vayan sin saber a qué se debió su asesinato, te lo diré. Entonces quien portaba el traje de Santa se puso de pie. Por sus amigos y familia era conocido como Lalo. Desempleado desde hacía tres años, vivía de la caridad de sus padres y de sus amigos. Tenía en claro que había elegido mal el rumbo, pero nunca se imaginó cuánto. Fue así que comenzó a orinarse. Luego comenzó a reírse. Cuando paró de hacer ambas cosas, Hemingway dijo: el gobierno nos paga para aniquilar a gusanos como tú. Porque son unos lacras, unas sanguijuelas. De muy arriba me ordenaron publicar la vacante. Sabía que solo los más desesperados llegarían a ella. Y tú fuiste el primero. Lalo trató de relajarse; al fin y al cabo, se dijo, ya no tenía nada que perder. No había conseguido hacer algo importante con su vida, se dijo. Es más, pensó, estos me están haciendo un favor. Así que cerró los ojos y en su mente se despidió de sus padres, de aquellos contados amigos, de la chica que le gustaba y a la que jamás se atrevió a decirle, de los libros que ya no pudo ni iba a poder leer. Ernesto se colocó frente a él y le hizo una seña para que se hincara; solo así podía poner el cañón sobre su frente. Lalo se agachó y sintió el helado hueco de la punta del arma que muy pronto estaría caliente. PÚM. Una banderita se desplegó de ahí en lugar de una bala y montones de globos emergieron del cielo. Unas personas, ocultas quién sabe dónde, salieron dando aplausos. Lalo abrió los ojos y se preguntó si había muerto. ¡Feliz Navidad!, gritaron, en conjunto, mientras sonaba la tonadita de «Campanas de Belén», todos ellos. Hemingway volteó hacia alguna parte, donde una cámara apuntaba, y le pidió a Lalo que mirara hacia ella y enviara saludos a las millones de personas que, desde la comodidad de sus asientos o sus camas, lo estaban mirando. Lalo se limitó a ver hacia donde el casi doble del autor de Por quién doblan las campanas apuntaba; su mirada, perdida, se quedó ahí un instante. Eres el afortunado ganador, dijo Hemingway, cuyo nombre real era Rosendo, de una residencia de lujo y de tres millones de dólares. Eres el primero de nuestro concurso Milagros navideños, que organiza la secretaría de desarrollos social y que… su voz comenzó a perderse entre los aplausos, la música y el estruendo. Entre todo aquello que antecedió el infarto.

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