1.
Tere, ya que estamos aquí, quiero confesarte una cosa: me habría encantado conocer a la mujer que eras. Esa que, de algún modo, has dejado de ser (no del todo, porque uno conserva siempre algo de uno mismo, una esencia): la que retratas en los textos que componen este librito.
Digo librito porque eso es: un libro pequeño, de poco menos de cien páginas, donde aprovechas para desnudarte, aunque quizá demasiado rápido, con demasiada prisa; quizá pudiste tomarte un poco más tu tiempo y narrar más despacio, pero entiendo la urgencia, entiendo la urgencia de tu relato.
Porque me ha pasado, me pasa todo el tiempo: la vida se nos escapa y es mejor –siempre es mejor– terminar un proyecto que dejarlo colgando. Cuántos escritores no hemos conocido, tú y yo, que siempre tienen una idea: la idea de una novela, de un cuento, de una biografía, de un proyecto de escritura cualquiera y ésta se muere ahí, ahí se echa a perder, dentro de sus cabezas.
Prefiero, mil veces, leer un texto al rojo vivo, sangrante, crudo, como el que ofreces en este volumen breve, que jamás leer nada y nunca enterarme. Porque de no ser por De Miami a mí misma (título por demás afortunado), no sabría algunas cosas sobre ti que me da un panorama más amplio sobre tu persona y, por lo tanto, más enriquecedor.
Te digo: me habría encantado conocer a la mujer que eras. (No la juzgo, la aprecio. Esa mujer nomás necesitaba unos abrazos. Algo de cariño. Lo mismo que todos.)
Te conocí después, supongo. Varios años después de varias de las cosas que aquí narras (las que narras, al menos, en las tres primeras crónicas) y yo digo: vaya, jamás me imaginé. Jamás me imaginé tanto dolor, tanto sufrimiento en una de las personas más sonrientes que conozco. Una de las más generosas. De las que siempre me ha extendido una mano.
Imagino que por eso ahora eres como eres. Tan luminosa. Tan alegre. (Al menos conmigo lo has sido. Porque yo sé, sé muy bien, que las personas somos claroscuros; no somos malos ni buenos, ni luz u oscuridad solamente. Somos ambas cosas y se mezclan, todo el tiempo. Así como somos pasado, presente y futuro. Somos, pues, humanos –aunque a veces no queremos–.)
Pero te digo que me habría encantado conocer a la mujer que describes en estas páginas. Me gustaría, si me permites, si la tienes, ver alguna fotografía suya. Sí, es cierto, soy un morboso y un metiche, pero te prometo que es curiosidad de la más sana: no me imagino a Tere todo el día sentada viendo televisión, comiendo porquerías, llorando. Me es difícil crear esa imagen, pero, al mismo tiempo, me maravilla la posibilidad. De verte en esa crisis profunda, tocando fondo, con ambas manos, como cuando te caíste de la bici en un charco pestilente allá en Neza.
Ahí sí que te veo, te veo bien chavita pedaleando a toda velocidad, queriendo vencer a los vecinos en una carrerita, midiendo mal las distancias, cayendo inevitablemente al precipicio y ensuciándote y raspándote y llorando.
Yo también me caí de la bicicleta, mis hermanas se cayeron; todos nos hemos, espero, alguna vez, caído de las bicis, caído de diversas maneras. Tere, tú lo sabes mejor que yo: no hay nada mejor que construya a un ser humano que las caídas.
Por eso ahora eres –desde hace varios años eres, porque te conozco de hace más o menos diez– tan radiante y afectiva, tan, insisto, generosa. Porque te has caído y levantado; odio caer ahora en el lugar común.
2.
Tere, yo te habría propuesto una cosa: que escribieras una novela llamada Teresa obesa y que ahí te fueras, perdóname la expresión, como gorda en tobogán y desahogaras, desde luego, el momento en que estuviste a punto de ahogarte. Yo también estuve a punto de ahogarme. Mi padre, a quien conoces –te manda saludos–, me salvó. O una biografía de esas, perdóname la palabra, de esas gordas. Gruesas, chonchas. De las que no se terminan nunca de leer (me pregunto si existe esa persona: la que las acaba de leer). De esas donde se puede narrar hasta el último detalle, pero, aún así, no se narra. Porque ninguna vida cabe en un millón de páginas.
Por cierto, me alegra estar sentado (si es que en este momento estamos sentados; yo, supongo, a tu derecha –estuve a la izquierda–) junto a una persona que no teme a las palabras. Porque, bueno, al menos eso pienso yo, las palabras per se no son las que lastiman, sino el uso que se les da.
Porque no es lo mismo que una tía tuya, cuando eras niña, te llamara gorda para insultarte, que si tu novio te dice, esta noche, te amo, gorda. Supongo que no es lo mismo.
Como tampoco es lo mismo que alguien más señale nuestros defectos que hacerlo uno, por cuenta propia y, sobre todo, hacerlo primero. No hay mejor impermeabilizante contra las ratas inmundas que por ahí merodean y que en la primera oportunidad quieren mordernos con su baba rabiosa.
Y bueno, Tere, te diría que en esa novela desmenuzaras a ese personaje que eras tú –¿que eres tú?– y que da para tanto y para mucho más. Supongo que es eso, que también soy insaciable y excesivo y con ciertas cosas no me puedo detener. Un atascado, me han dicho. Y porque, aunque no lo parezca, o aunque haya sido así, la vida no transcurre solo de sufrimiento en sufrimiento (te lo dice alguien que a veces piensa que sí). Porque aquí estás tú, sentada en este momento, junto a mí, pasándotela de poca madre. O eso espero.
Yo, si hubiese sido tu editor (y ojo, esto no va contra nadie), te habría pedido que te detuvieras en tal o cual pasaje, que ahí, en tal o cual momento, acudieras a la mente de la protagonista y nos hablaras desde sus pensamientos. Me hizo falta oír algo de su voz –aunque sea ella quien nos narra–. Te habría pedido que respiraras. O quizá sea eso: la vertiginosidad del dolor nos impide detenernos y contar. Contar, primero, hasta diez, y pausar la respiración, darle tiempo, y contar, segundo, en palabras, como yo mismo pretendo en este momento (sin éxito).
Insisto: esta no es una recriminación, ni siquiera una sugerencia (porque ya tenemos el libro entre las manos y así está muy bien). Es más como un deseo. Es, quizá, que me dejaste con las ganas, pero a veces, bien lo dicen, de lo bueno poco.
Y a veces, me temo, es mejor, cuando uno lee, quedarse con más preguntas que respuestas.
3.
Fue hace poco, Tere, que me contaste que te fuiste a Miami, mientras comíamos delicioso pozole (que espero podamos repetir) y que allá trabajaste de nany (así dijiste) y que ahí, claro, te las viste negras. No me contaste, creo que no, el porqué de tu regreso (eso lo cuentas en las páginas de estos fragmentos de tu vida, probablemente los más importantes de tu vida, por lo que se lo dejo a los lectores), pero eso sí: me quedé enganchado con tu historia.
No tenía idea que eso te había ocurrido, como no tenía idea, insisto, de muchas de las cosas que escribes en este libro. Y que son crueles, y que son brutales, dolorosas. Otras no tanto. Otras, francamente, son muy chingonas.
En ese sentido no es un libro fácil: se necesitarán de agallas para entrarle, aunque menos de las que ocupaste para seguirle. Seguirle viviendo, seguirle chingando en las páginas de esta vida que es a veces tan cabrona. Tan absurda. Como a veces tan maravillosa.
Digamos que es un sube y baja –como quizá debiera ocurrir en cualquier narración, y en cualquier narración escrita–. Acá la emoción va y viene, pero se impone la narrativa del dolor. Rescato, entre la sangre, los pasajes de tu desarrollo profesional. Mírate ahora: de «arreglar la bodega» y convertirla en biblioteca a ser la directora del Faro. Dime si eso no es relevante. Me encanta que en tu historia, por mucho que se ponga adversa, no te rindas, no tires la toalla. Yo sé que no era tu intención, pero esta es una auténtica historia de superación personal. Una que habrían de leer varios, aquellos que sientan que no hay mucho que hacer, que para qué, que mejor es rendirse.
Te digo, Tere, porque tú lo sabes mejor que yo, quizá tú me lo enseñaste, que esto a veces se trata de respirar y de tener paciencia. Y como dicen: nunca es tarde. Nunca es tarde sino hasta que uno ya no respira. Y yo te veo aquí, a mi lado, respirando. Espero que sonriendo. Espero que contenta.
4.
Tere, para finalizar, déjame decirte que al leerte redescubro a una escritora de cepa. No porque seas hermana de tu carnal, que es escritor de cepa, sino porque tú, como él, son observadores atentos de la realidad. De la vida. No cierran los ojos aunque a veces quisieran. Ni porque haya polvareda.
La Tere que conozco es una escritora de cepa a la que le basta sentarse a contar algo de su experiencia para interesar a su interlocutor. Por escrito y oralmente posee un carisma que no todos tienen (aunque quisieran. Quisiéramos). Un aura, dirían, y una vibra tan agradable que permea en el alma fácilmente. Como, déjame recurrir al lugar común, cuchillo en mantequilla.
Te hablaba de mi padre hace un momento. Él no pudo venir (la verdad es que no lo invité), pero seguro le habría encantado. Cuando te conoció, hace unos años, la vez que presentaste alguno de mis libros, lo que me dijo al final fue: que profesional esta mujer, qué discurso, qué hermosas palabras dijo sobre ti.
Eso me pone en una situación difícil porque ni de chiste conseguiré, aunque me lo proponga, esa impresión en la audiencia que hoy nos acompaña (y a la que le agradezco por hacerlo). Insisto en que no es mi propósito. Estoy aquí porque te aprecio y admiro, porque te agradezco lo buena onda que has sido conmigo. Y es que no concibo las presentaciones de libros que no sean actos de amistad. Todas las que he hecho hasta hoy han sido así: para compartir con alguien a quien estimo un momento de nuestra existencia. Odiaría hacerlo con alguien a quien no quisiera (o por interés o por mero compromiso, como pasa tan seguido con otros autores), aunque seguro algo aprendería de ahí.


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