Por Elmore Leonard*
El jueves por la noche, Louis entró en una bodega de Dixie Highway, en Lake Worth. Tenían vodka importado de Rusia, de Polonia y de Suecia; entre quince y veinte dólares el quinto. Tal vez lo tuvieran ya antes de que él cumpliera sus cuarenta y ocho meses en Starke, pero Louis no recordaba haberlo visto visto entonces. Siempre había bebido lo más barato.
Ahora ya no.
Un tipo mayor se acercó por detrás del mostrador y preguntó:
—¿En qué puedo servirle?
Era mayor que Louis, pero también más corpulento, y llevaba el cabello gris cortado a cepillo. Parecía un borracho: llevaba días sin afeitar y vestía una camiseta en la que se leía: «Dios bendiga América», una leyenda que se hizo muy popular durante la guerra del Golfo. El tamaño de su barriga deformaba las letras de la palabra «América».
—Déme dos quintos de Absolut —pidió Louis.
El tipo se apartó para cogerlos de la estantería y Louis metió la mano derecha en el bolsillo del abrigo oscuro que había encontrado en el armario y que llevaba a modo de chaqueta sobre una camiseta y pantalones militares. Cuando el tipo se dio la vuelta con las botellas y las puso sobre el mostrador, Louis añadió:
—Y todo el dinero que haya en la caja.
El tipo se quedó mirando a Louis, que le apuntaba con algo oculto en el bolsillo del abrigo. No pareció sorprenderle. Se pasó una mano sobre la barba incipiente y dijo:
—¿Por qué no saca el dedo de ahí y se lo mete en el culo mientras voy a buscar mi rifle? —Y se encaminó hacia la trastienda sin dejar de menear la cabeza.
Louis se largó. No estaba mal como reestreno.
Condujo hasta la oficina de Max Cherry y entró con la llave que había cogido aquella misma mañana de la mesa de Max. Se sentí optimista, a punto de realizar una buena jugada. Ahora lo que tenía que hacer era concentrarse, ponerse serio. Ordell tenía razón: no había nada qué perder. Louis salió del coche y sacó el gato del maletero.
Aquella tarde había ido en coche hasta South Miami Beach, dos horas y media para llegar al Santa Marta, en Ocean Drive, cerca de la Sexta. El hotel era de unos colombianos, algunos de los cuales estaban en el bar de vestíbulo. Al entrar, había visto a cuatro que se fijaban en el paso de danza que uno les enseñaba, con los hombros encogidos y las caderas moviéndose al ritmo de unas escalas que procedían de algún altavoz invisible. Alzaron la vista para mirar a Louis y siguieron luego atentos al bailarín. Y nada más. Louis pudo sonreír y acercarse, entregar las tarjetas de Max Cherry… Había ido para asegurarse de que tenía razón, de que con aquella gente no se podía fingir.
Lo que hizo fue darse la vuelta y echar a andar por la calle de los hoteles art deco, el país de Corrupción en Miami, hasta llegar al Cordozo, donde se sentó en una mesa de la terraza y se tomó un vodka con tónica. Se sentía tan ajeno al ambiente como en el hotel de los colombianos, pero aquí el espectáculo era mejor: todo eran coches de lujo y zapatillas de baloncesto de cien dólares. Louis había vivido allí diez años antes, en la época en que los jubilados de Nueva York se sentaban en los porches con sus sombreros y sus blancas narices, y los cubanos salidos de los botes perdían el culo por las calles. Cinco años antes, cuando todo empezó a cambiar, había robado un banco a menos de diez manzanas, en Wolfie’s Deli, ahora el lugar más de moda de todo el sur de Florida. Tipos con las gafas de sol levantadas hacían posar a chicas flacuchas en la playa y las fotografiaban. Ya no se podía aparcar en Ocean Drive. Louis se tomó otros dos vodkas con tónica. Observó a una chica de cabello oscuro que se acercaba por la acera con leotardos y zapatos de tacón, una ganadora, y estuvo a punto de alzar la mano y preguntarle si quería beber algo, pero se dio cuenta de que era un tipo maquillado y con tetas. Pues sí que era moderno el asunto. ¿Qué hacía él ahí? No era un vendedor que repartía tarjetas de fianzas. Si alguien le preguntaba a qué se dedicaba tendría que contestar que a robar bancos, por mucho que hubieran pasado ya cinco años desde la última vez.
¿Y qué tal si, ya que estaba por el barrio, pasaba otra vez por el banco de Collins? «Esto es un atraco. No se asuste…». Cogió otra servilleta para escribir: «ni apriete ningún botón…» Se dio cuenta de que tendría que escribir con letra mucho más pequeña si quería que le cupiera: «o le volaré la cabeza», y algo más sobre el dinero, solo billetes de cien y cincuenta dólares. Volvió a empezar con una servilleta desplegada y escribió todo lo que quería decir. Perfecto.
Pagó la cuenta, caminó varias manzanas hasta llegar al coche y condujo por la avenida Collins hasta el banco, pero estaba ya cerrado.
La semana anterior habría abandonado. Hoy no: era su gran jugada. Ni siquiera le desanimó que el de la bodega lo hubiera tomado por estúpido. Eso le demostraba que debía hacerlo bien, maldita sea. Ya sabía que las bodegas nunca eran tan fáciles como los bancos.
Louis usó el gato para forzar la cerradura del armario del recibidor donde Max guardaba las armas, junto a la nevera y la cafetera. Dentro había cuatro pistolas y un Mossberg 500 de niquel plateado, un rifle con empuñadura y con mira de láser accionada por batería. Louis notó cómo cambiaba su propio aspecto al ponerse serio y escogió la Colt Python que sabía que era de Winston , una Mag 357 con barril de ocho pulgadas, grande y atractiva. Eso y un par de cajas de munición bastaría. Pero luego pensó que, puesto a presumir, podía animarse a coger el Mossberg 500. A pesar de la mira láser, el rifle cabría bajo el abrigo que llevaba a modo de de chaqueta. Incluso abrochado, el abrigo le quedaba enorme y tenía las solapas más grandes que jamás hubiera visto. Toda la ropa de J.J. estaba como nueva, pero pasada de moda, llevaba veinte años en algún armario o en alguna maleta mientras J.J. entraba y salía del sistema. Ordell nunca vería ese abrigo. Al día siguiente iría a Burdine’s o a Macy’s y se compraría ropa nueva. Nada tan chillón como la chaqueta amarilla de Ordell, él no era tan presumido. Tal vez algo azul claro.
Cuando Louis entró en la bodega por segunda vez, el tipo de la camiseta con su «Dios bendiga América» se mesó la barbilla y dijo:
—Joder, no me digas que has vuelto.
Louis pidió:
—Deme dos quintos de Absolut.
Pero esa vez sacó el Mossberg del abrigo, bajo el brazo izquierdo, con el níquel plateado brillante bajo la luz del techo y —apretando levemente el gatillo— hizo que el punto rojo láser señalara las botellas que quería.
—¿Le has robado el juguetito a algún crío? —preguntó el bodeguero.
—¿Ves ese punto rojo? —preguntó Louis. Lo desvió de las botellas de Absolut, apretó el gatillo y voló tres hileras de botellas de bebidas baratas—. Es de verdad. —Joder, le pitaban los oídos—. Serán dos quintos de Absolut, lo que haya en la caja y esa cartera que llevas en el bolsillo del pantalón.
*Fragmento de su novela Ram Punch.

Deja un comentario