La pintora ya estaba ahí cuando llegó, recargada sobre uno de los muros de aquel palacio. La miró de espaldas y le pareció, de pronto, estar observando un cuadro surrealista: ¿qué hacía ella ahí, esperándolo a él, su príncipe azul (de tan triste)? Eso se preguntó Zamudio Zamora, poeta y perdedor, segundos antes de tocarle la espalda, o un hombro, con uno de sus índices. Seguro fue un hombro, pensó él, pues ella los llevaba descubiertos. Eso notó antes de apreciar su rostro, acariciado con severidad por el sol de las tres de la tarde -la hora de su encuentro-, pero iluminado por el maquillaje que ella misma, un par de horas antes, se aplicó (con inusitado esmero; si bien se arreglaba a diario no supo, no quiso saber, por qué esa ocasión lo tuvo tanto). A continuación no supieron muy bien qué hacer, o decirse, por lo que se miraron el uno al otro. Se habían citado ahí para el simple hecho de intercambiarse cosas: ella, uno de sus cuadros, él, cinco de sus libros (de poemas feos). A través de las redes sociales habían conocido el trabajo del otro. A continuación Zamudio le propuso a la pintora ir a tomarse algo (no sabía qué) y ella, de inmediato, aceptó (si ponía algún pretexto, pensó él, la cita se había terminado). ¿Eso era una cita?, pensó también, y entonces avanzaron bajo el sol todavía despiadado hacia un lugar donde vendían cerveza, tapas y vino. Se le ocurrió ese sitio de último momento, mientras caminaban uno al lado del otro, despacio, por lo que él pudo notar que ella era más chaparrita de lo que imaginaba. Eso le gustó mucho. Él, que no era muy alto, había andado con puras mujeres de mayor tamaño. La voz de la pintora correspondía con su estatura (más no con su trabajo pictórico): era dulce y tenue y no paraba de hablar. Parecía que tenía mucho que decirle, como si lo extrañara, pensó Zamora, como si se conocieran de siempre y ella buscara ponerlo al tanto de lo último que había ocurrido en su vida. Una vez que llegaron al lugar, y luego de dar un trago a su primera cerveza, volvieron a mirarse. Su conversación se alargó tres horas (tenía mucho que ninguno de los dos hablaba con alguien tanto tiempo). Él se dedicó a observarla mientras ella hablaba y notó que le gustaban sus mejillas chapeadas, los ojos rasgados, el cabello enroscado y largo. Se preguntó si ella lo observaría del mismo modo que él. Hacia el final, Zamudio le preguntó a la pintora si quería tener hijos. No supo por qué hizo la pregunta, pero la hizo. Ella se quedó callada el suficiente tiempo para esbozar una sonrisa, y decir: , para luego continuar: Pero mi esposo no. Esposo, maldición, se dijo Zamudio. Luego pensó en quien había sido su esposa hasta hacía un par de años, y en cómo ella tampoco quería descendencia (por razones muy válidas, como el incesante calentamiento de la Tierra. Aquella fue la cereza del pastel de lodo que compartían y por la cual terminaron separándose). Ahora sí el silencio se prolongó un poco más y ambos dieron un trago a sus cervezas. Él miró los hombros de ella nuevamente. La pintora se percató de eso (se había percatado todo el tiempo) y volteó hacia su bolso, del cual extrajo una de sus pinturas; su estilo urbano, grotesco, oscuro, revelador de la condición humana citadina; de tono existencial y hermoso, se reveló ante los ojos de ambos. La pintora le entregó a Zamudio el cuadro luego de escribirle una dedicatoria en la parte trasera y que firmó con su nombre artístico. Zamudio la volteó a ver; ella sonreía. No podía entender ni soportar su belleza, así que extrajo sus cinco poemarios de la bolsa de plástico que llevaba consigo (y que la noche previa contuvo tres panes dulces); estaban forrados en plástico, por lo cual Zamudio no los firmó. Aún así la pintora, a quien le llevaba casi diez años, le agradeció por aquellos ejemplares. Zamudio pidió otra cerveza y ella agua mineral. Conversaron otro poco, de todo menos de ellos mismos. De su futuro compartido. De construir algo juntos. De esas ideas que mencionaron sin asumirse, como: «Si formas una familia es para compartir con los hijos lo mejor de ti». Aquellas palabras que la pintora pronunció taladraron en Zamudio mientras ella se ponía de pie, se colgaba el bolso y se despedía alzando una mano. Él se puso de pie también, sorprendido, y se acercó. Debo irme, mi papá me espera no muy lejos, dijo la pintora. Zamudio trató de aspirar su perfume, pero le pareció que esa joven no tenía olor. Se dieron entonces un tímido beso en la mejilla. El poeta perdedor vio irse a la pintora sin que ella volteara atrás, como le habría gustado, como dictaban las películas de amores furtivos. No imaginó que esa sería la primera y última vez que la vería, por lo que se sentó de nuevo en la mesa y concluyó tranquilamente su trago. Se quedó pensando en eso: en que le encantaría la pintora como madre de sus hijos.

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