Recién vi Deadpool & Wolverine. Fue una experiencia agridulce, aunque memorable. Porque pensé: No soy, ni mucho menos, un experto en el personaje (de Logan), pero cuánto me late. Cuánto me identifico con él. No solo por el aspecto barbado, chaparrón y jorobado de pronunciados músculos con el que lo conocí (cuando ni los músculos ni la barba ni la joroba me habían crecido -del todo-), cuando era un niño y veía la serie animada por el canal 7 de TV Azteca (el del meme que mira su retrato). O cuando lo elegía como personaje en el SNES (los videojuegos, parte fundamental de mi formación) en el cartucho de los X-Men, o en el de War Gems. O, posteriormente, en las maquinitas: X-Men v Street Fighter, Marvel v Street Fighter o el Marvel v Capcom, con el cual alcanzaba a hilvanar unos cuantos combos (mejor de lo que hilvano esto). Cuánto me fascinaba verlo en las Pepsi Cards v Omega Red, Magneto o Sabretooth (su carnal; nunca vi en la que se rifa v Hulk). O en los cómics de mi primo Leonard (quien lo dibujaba hermosamente), aquel donde se fusionaba con Batman (que luego conseguí; el murciélago no me ha pegado tanto). O cuando medio vi las películas que se hicieron sobre los mutantes equis con aquel actor novato que no se puso el hermoso traje amarillo-azul (Thalía dixit). O al leerlo escrito por Mark Millar, Frank Miller o Barry Windsor-Smith, a quienes, entre otros, homenajean en la peli referida al principio. O al viejo Logan. O el manga de Tsutomu Nihei. O en el disco de Entombed. En cualquier caso, me cautivó el perdedor que no se ligó a la que quiso, el solitario y engreído, aquel de cuyas heridas -cuales sean- se recupera por sus huesos de adamantio (no hay metal más duro). El valiente y entrón -o incauto- (como cuando, muy ebrio, le di un madrazo a Lobo, ganándome así el apodo de Lobezno). Ahí lo vi tirado, solo, abandonado y sin garras, como el personaje de esta mubi. (De él, de Wolverine, solo tuve una figura -pirata-, que espero siga en algún lado en casa de mi madre.) Pregunté su precio: 10 varos. Los saqué del monedero de señora que llevo en mi cangurera de señor (la cual se posiciona bajo mi panza chelera, cubriéndola). Diez monedas. De plástico hechizo, parecía haber sido atacado por un perro -además de por el tiempo-. Le di una lavada y lo acomodé en un librero. Me hizo pensar, no sé por qué, en la posibilidad de coleccionarlos. De rescatarlos. A aquellos Guepardos olvidados. No colecciono salvo libros (y películas y discos). Quizá comience con eso. Si no es que ya he comenzado.

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