La señora voló tan pronto sintió el impacto. Su pose mientras caía semejó una de ballet. Ignoro cuál (nunca he ido, pensé, pero luego recordé que solo una vez). Ya en el suelo, se tomó la pantorrilla. Otra mujer, quizá su hija, cayó sobre ella. Y gritaron. Gritaron como si hubiesen sido impactadas por un automóvil a 150 km por hora, pero no. Iba a 10. O menos. Además, ellas chocaron. En realidad él, el que iba manejando. El que se bajó de inmediato, sin importarle si estaban bien o no su madre y hermana (supongo) y de inmediato me apuntó con su mirada. Porque eso era su mirada: un arma. Y yo tengo un problema: le sostengo la mirada a quien sea. Y a veces se me ha tomado a mal (otras, a bien). No fue la excepción. Nuestras miradas se acompañaron hasta que llegó a mi ventanilla. Este tipo. Playera naranja, ¿gorra? Comenzó a vomitar lo que el tercero de primaria y la excedida violencia intrafamiliar le permitieron. Osé a bajar un poco la ventanilla. Le dije: Disculpa, carnal, no los vi, salieron de la nada. Disculpa la berga, dijo. Estaba enloquecido sin necesidad, y al momento se colgó del espejo izquierdo. Aquí debo hablar del Pequeño Bandido. Tiene 25 años. Es un automóvil que mi madre compró. Cuando lo hizo aún era lujoso. De no ser porque el sol le ha atenuado su elegante verde, seguiría siéndolo. Por dentro lo es: amplio, cómodo. De 6 cilindros, es para pisarle recio. Pero yo soy una especie de anciano cuando conduzco. Y un tipo cívico. No sé por qué, pero tras el volante me relajo. Me lo tomo en serio. Muy. Y es que es cosa seria: en cualquier momento puede ocurrir un accidente. Como en el que estaba involucrado en ese momento. Aunque fuera falso. Me di cuenta después, poco después, pero ahora voy a eso. El tipo se colgó del espejo y lo tronó. El cable que lo sostiene lo sostuvo. Fue como si me tronara un brazo y me quedara así colgando. O como cuando tu madre te decía que no le arrancaras las hojas a las plantas. Que les dolía. Yo sé, yo sé que el Pequeño Bandido es un ser inanimado, pero llevamos un rato juntos. Ha rolado entre toda la familia y de nuevo está conmigo. Sí: lo quiero. Lo estimo. Como si fuera un amigo. Uno crea conexiones hasta con los objetos. Lo sabemos. Fuerte como es, el Pequeño Bandido pareció decirme: Resiste. Estoy bien. Una vez que tronó el espejo, el tipo se movió, creo, pero otro salió de alguna cloaca, un ruco, moneado, o el cerebro ya moneado per se, y dijo: Ya valiste berga, perro. Si te sigues derecho te carga la berga, ahí estamos todos, si te sigues derecho te carga la berga, perro. Alrededor era una especie de marabunta. Un chingo de gente. Centro histórico de la Ciudad de México. Sábado. Poco antes de las tres de la tarde. Hasta-el-culo-de-gente. Y de calor. No lo sabía, no me habían avisado, pero estaba en el puto infierno. Me di cuenta después, poco después, pero ahora voy a eso. Ya valiste berga, esto te va a salir como en unos 5 varos, dijo el ruco de las cloacas (para quien lo necesite: cinco varos= cinco mil). Ahí topé. Ahí topé que estaba presenciando, en efecto, una obra de teatro. Un montaje. Un montachoques, le llaman. Hijosdeputa, pensé. Hijosdeputa, se la van a pelar conmigo. Entonces vislumbré a los polis. Uno de ellos se aproximó: Qué pasa, dijo. Se le veía asustado. Le dije: Como viste, nada. Se me cruzaron y ahora ya me tronaron el espejo. Pinche espejo de cien varos, dijo el ruco de las cloacas, que estaba al lado del poli. Mejor llégale a la berga, dijo el ruco, o te partimos la madre si te sigues derecho, llégale a la berga. Como dije, entorno era imposible pasar. Se lo hice ver con una seña y verbalmente. Noté cierto trastorno en aquel hombre, por el hecho de que yo le hablara de forma amable y educada a pesar de mi peinado de Taxi Driver. Algo no cuadraba en esa imagen para ese cerebro sin educación preescolar y aniquilado por el éter. ¿Por qué no se pone pendejo como yo?, me imagino que pensó. Luego dijo: Ya vi que vienes bien arriba, vienes hasta la madre, pero te va a cargar la berga, perro, mejor llégale de aquí. Un hombre, que portaba un banderín de estacionamiento, dijo: No te preocupes, yo te ayudo a echarte atrás. Y eso hizo, apoyado por los polis. No he mencionado que iba rumbo al museo a dejar las cosas para la tocada de Asedio. Llevaba la batería, mi compu y otras cosas que, si me bajaba, iba a no volver a ver. Estaba a un par de cuadras. Desde hacía cuatro me estaba miando. Venía fumando. Venía tristeando. ¿Me distraje -pensé- y le di un llegue a esa pobre señora cuyo hijo es pior que mierda? No, wey, son unas pinshis ratas inmundas, hazles caso y ámonos a la berga, me dije cuando al fin pude echarme un poquito patrás, para luego doblar a la izquierda. Pensé: ya la libré, pero uno luego piensa pendejadas. El ruco me alcanzó caminando y me dijo: Ya te ayudé a echarte patrás, ora rólame pal chesco. Le dije: Disculpe, distinguido caballero, pero no traigo un centavo encima. Ay, pinche perro, cómo no vas a traer. Usted lo ha dicho, señor: mi espejo vale cien varos y ni eso tengo. Salaberga, dijo, y miró al interior del Pequeño Bandido. De lo que traía solo vio mis cigarros: Al menos dame un cigarro, dijo. Cómo no, le dije, y le extendí uno. Sonriendo improperios, se fue y empecé a avanzar tantito. Ora sí ya la libré, pensé, pero ya dije lo que dije de los pensamientos. A una cuadra, quizá, me alcanzó el tipo de la playera naranja. Iba con otro. No sé si en la misma motoneta de la cual su progenitora descendió bailando. Iba de mi lado derecho y de nuevo me apuntó con sus ojos. Era un chavo de unos dieciocho. Sentí asco y compasión por él. Cuánto odio puede caber en una mirada tan joven, pienso mientras tecleo este relato de no ficción. Le dieron de manotazos al Bandido. Se quedaron atrás. De nuevo pensé lo que no debí pensar; supongo que fue por el calor: me di cuenta de que, con los vidrios arriba, iba sudando todo. De nuevo osé en bajar la ventanilla. Iba a consumir un tabaco cuando un puño impactó con mi rostro. Pómulo izquierdo. El de naranja ya estaba de mi lado con el brazo todavía estirado. Su mirada en la mía. ¡Bájate, perro! Quiero suponer que le sonreí. En parte porque, pensé, le faltó punch a su golpe, y en parte porque, como nuestro presidente, aludo al lado humano de los criminales. (Bandido vs Real Bandidos, me dijeron los de Asedio una vez que estuve con ellos.) Quiero imaginar que algún resquicio de humanidad queda en estos individuos. Ahí enterrado entre tanta basura. ¿Ya estuvo, no?, le dije y le hice una seña de ya estuvo. Ya estuvo la berga, puto, dijo y antes de empezar a golpear el auto junto con su secuaz (quien ya trataba de quebrar el otro espejo; no lo logró) pensé que sacaría la fusca y que ahí se terminaría este bisnes para mí. Pensé en la razón por la cual venía tristeando y entristecí más, y me resigné. Ni pedo, me dije. Pensé en el Chamuco, cuya novela presenté un día antes. Pensé en cuánto me habría gustado ser él. En llevar ahí la máscara en el carro, ponérmela y masacrar a estos maleantes. Pero estoy un tanto lejos de eso. Pensé en la yera de Dostoyevski que no había estrenado (y por la cual, quizá, estaba padeciendo aquella miseria), en la tocada a la que no iba a llegar. Entonces el Pequeño Bandido me dijo: Resiste. Porque yo resistiré. Como resistí cuando salvé a Marsi de que una puerta de 200k le cayera encima, ¿recuerdas? Eso dijo y así, con los vidrios de nuevo arriba, aferrado al volante (y a la quijada, que se me trabó una vez que logré salir de ahí), el Pontiac Grand Am 99 comenzó a recibir los embates, los intentos de abrir sus puertas. Estos weyes no contaban con que fuese un auto tan resistente (estoy seguro de que les dolieron las manos), casi un tanque (las combis no se le meten). Y, de pronto, se rindieron. Bandido y yo seguimos avanzando. Bandido, gracias, Bandido. Te quiero mucho. Y así poco a poco hasta que salimos a otra avenida, y a otra más. No volví a pensar que ya la había librado, pero lo había hecho.

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