Por un momento pensé que todos estaban muertos. Que quienes habían asistido en realidad eran espíritus del cementerio local. Ánimas, como me dijo Yazz, que habían ido en búsqueda del Chamuco. Un par de horas antes me sentía un poco triste. Porque el trabajo de difusión no habría sido suficiente para convocar a las personas a asistir a una presentación de libro en pleno Halloween. Porque una vez más solo irían mi familia y amigos (quienes, desde luego, lo valen por completo), pero quizá ni ellos irían. Avancé entonces bajo la oscuridad de la noche junto a mi jefecita; la Casa de Morelos, donde fusilaron al Generalísimo, está a 15 minutos de su cantón. Una de las razones que hay detrás de una publicación, pensé, es que se comparta con los otros. Que llegue a su lector. Quien diga lo contrario está mintiendo (y es un mamador). Hay quien me ha dicho que he equivocado el camino, pensé mientras caminaba por las banquetas resquebrajadas y sucias del barrio. Que quizá debería dedicarme a otra cosa. Y hacer mucho dinero. He escuchado esas voces. Son como espectros que te carcomen el alma. Carroñeros espirituales. He, por lo tanto, dudado de mi decisión vital: escribir. Porque la cuesta es tan empinada que parece en vertical. Es en vertical. Y, como le digo a mis talleristas (los cuales me acompañaron esa noche; gracias Garobiela, Marco, Yaz): escribir es renunciar. Renunciar no solo a las palabras en el texto, sino a las cosas que a los demás les parecen esenciales. Es admitir la soledad. Es escalar una montaña imposible de escalar. Es, principalmente, disfrutar del camino sin pensar mucho en la meta. Porque quizá no hay tal. Poco a poco fueron llegando los asistentes. De dónde rayos salieron, pensé. Llenaron la sala en diez minutos. La abarrotaron. Yazmín me dijo que cuando llegó se asomaban por las ventanas para oír. Siempre hago esas bromas en las presentaciones: que la gente está esperando afuera para entrar. Esta vez era real. Y nadie podía creerlo: ni organizadores ni asistentes ni yo. Las máscaras de papel del Chamuco que llevé (20, gracias a Acuarela Papelería), inspirado por las dinámicas que Chuck Palahniuk (a quien adoro

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) hace en sus giras promocionales para que los invitados se lleven algo más que la simple exposición de arbitrariedades, se agotaron en corto. Se las di a los más jóvenes. Y así, cinco minutos antes de la hora, me pidieron empezar un discurso que no llevaba por escrito. Me puse de pie y hablé de mis razones para escribir -Chamuco en particular-. Pensé: Si los pierdo ahora se saldrán en desbandada y habré fracasado. Pero escribir es fracasar, así que seguí. Permanecieron ahí y llegaron más en lo que llegaban los presentadores. Diego fue el primero, quien se abrió paso como un héroe al rescate con su figura fitness, la cual corresponde a su mente: su sesudo análisis de esa novela fue demoledor y, cuando terminó, la gente le aplaudió sin que se le pidiera. Luego llegó Alberto, también poeta, con su elegante chaqueta de cuero. Su mirada sensible y generosa (como su sonrisa) puso el dedo en la llaga y también movió al aplauso. Una maestra nos preguntó que por qué escribíamos, que qué implicaba ser escritor de Ecatepec. Cada quien dijo lo suyo. Coincidimos en la idea de la resistencia y del profundo deseo de hacerlo. Contra eso es imposible luchar, pensé. Al terminar vendí los libros que llevaba (15) y los firmé y Yaz tomó las hermosas fotos. A alguna de las personas le pregunté cómo se había enterado de la presentación; varios me dijeron lo mismo: una maestra se los había pedido (a sus hijos). No sé si con todos fue la misma maestra o no, pero gracias a ella (y al señor Marmolejo, no solo por su hermoso discurso final, sino porque seguramente fue por él que el mensaje le llegó).

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Se la debo y siempre estaré en deuda. Qué bueno es no tener las expectativas tan altas, pensé, y que la realidad te rebase tan de goleada. Luego pensé: A esa edad me habría gustado ir a una presentación como esa para que los escritores de Ecatepec me dijeran que se puede. Que hay esperanza. Que es posible aunque implique dejar en ello la vida entera. Y que lo dijeran rodeados por fantasmas.

Fotos: Yazmín Martínez.

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