Por José Manuel Marmolejo Delgado*
¿Ante qué estoy? ¿Estoy ante la Tragedia Griega? ¿Estoy ante los escenarios terribles de William Shakespeare? ¿Estoy ante el pavoroso mundo de Fedor Dostoievski y sus Hermanos Karamasov? ¿Estoy ante el Corazón Delator y el Gato de Edgar Allan Poe? ¿Estoy ante Hacia el Futuro de Ray Bradbury? ¿Estoy ante la negritud humana de la Novela Negra, escuela universal de Paco Ignacio Taibo II? ¡No! Guardadas las circunstancias y las temporalidades, que no la calidad literaria dramática, estoy ante Samuel Segura. Estoy ante Chamuco. Estoy ante un gran escritor mexicano joven -aunque él diga que no tanto- de Ecatepec, esa tierra del Señor del Viento, de Huanitzin, de Leonor de Moctezuma, en donde fusilaron a Morelos. Estoy ante alguien capaz de dominar la letra, la palabra, las emociones humanas, el suspenso, la atención del lector. Estoy ante un constructor de acciones humanas expresadas en tinta negra de impresora y en tinta roja de las venas, arterias y rostros partidos por la mitad de los personajes que Samuel copia de la realidad. De esa realidad social del mundo, la patria y el terruño, nuestro terruño, que en este caso es Hecatepec, la ciudad del Señor del Viento. Estoy ante el novelista Samuel Segura.
Acabo de terminar de leer Chamuco y confieso que me perturbó. Me quitó el sueño y cuando pude conciliarlo llegó la pesadilla. Vino aquel momento cuando en el camión que cruzaba la esquina de avenida Universidad y José Maria Rico, en la Colonia del Valle, a pesar de que el chofer cerró la puerta, los porros que venían de un partido de futbol americano en el Estadio Olímpico de la Ciudad Universitaria, se treparon por las ventanillas y nos asaltaron a todos. A mí sólo me quitaron una pluma que llevaba ensartada en el espiral de un cuaderno, a las mujeres sus pulseras, aretes y demás colguijes. Sólo uno se salvó de perder el reloj. Los porros lo tiraron al suelo, lo golpearon con pies y manos, pero no pudieron llevarse su Timex. Todo golpeado, nariz sangrante, chichones y moretones que empezaban a crecer y tomar color, muy orgulloso se levantó del piso del autobús y me dijo: “Me partieron toda la M… pero no se llevaron mi reloj”. Todos los hombres llevamos un niño dentro. Bueno, para emplear el lenguaje incluyente: las mujeres, una niña. Pero, después del accionar cobarde y brutal de los porros y -con muchos años más de distancia- después de leer Chamuco, me he dado cuenta que eso es una mentira. No es cierto que todos los hombres llevamos un niño dentro. No. Lo que llevamos dentro es a Chamuco. Sí, a Chamuco al que Samuel Segura le dio vida… y muerte. Después mi Chamuco interno volvió a decirme: “Aquí estoy, dentro de ti. No lo olvides”. Mi Chamuco interno me recordó su existencia en repetidas ocasiones en actos de violencia y abuso, pero ya no en el camión que cruzaba por la burguesa colonia Del Valle de la Ciudad de México, sino en el proletario camión que atraviesa la Autopista México-Pachuca en Tulpetlac, Ecatepec, luego en el parque de la colonia Ruiz Cortines, de San Cristóbal, y en la combi de la avenida de las Palomas en la colonia Vivienda del Taxista… y luego y luego y luego. ¡Cómo quisiéramos ser el justiciero, cómo quisiéramos ser Chamuco de Segura! No por venganza. Por justicia. Samuel Segura y su Chamuco me hicieron recordar el cuentecillo aquel en el que un niño tímido víctima constante de la prepotencia y abuso de los demás, cuando grande fue recordando uno a uno los actos de violencia cometidos en su contra, por mínimos que hubieran sido y fue cobrando cruel venganza en todos ellos o aquel otro en el que el ofendido durante muchos años por una mujer impiadosa, también ya de adulto, cuando esta dama al pasar de los años se quedó sola, se convirtió en su protector. La procuraba tanto que siempre le llevaba comida al departamento en que ella vivía y del que nunca salía. Esos alimentos eran pasteles, hamburguesas, hot dogs y malteadas. Su antigua maltratadora y humilladora engordó tanto que cuando los servicios de emergencia mandaron a sus camilleros para llevarla al hospital por un pre infarto, la señora ya no cabía por la puerta y no la pudieron sacar. Este Chamuco cobró su cuenta.
Samuel Segura en Chamuco nos habla sin atavismos, sin pelos en la lengua, describiendo explícitamente las escenas que sus letras nos presentan. Nos habla de esa vida cruel en la que lo bello, como es el acto sexual y el amor, se convierten en algo más bello aún que es un hijo, pero toda esa burbuja de felicidad se rompe de un pinchazo en un acto cotidiano de barbarie que ocurre en un instante. En un solo instante. Esa vida buena en la que el sexo y el amor se transforman en serio compromiso y en frustración del camino planeado.
Aquel joven sano -que nunca había ingerido ni siguiera una cerveza y amado a una mujer- se ve forzado a cambiar todo su mundo y dejar ilusiones pasadas para asumir una novedosa realidad con su inesperada pareja llegando a concebir esperanzas nuevas, rotas después de una manera brutal. Ese adulto que en segundos perdió todo, especialmente lo más amado, se cubre el rostro entonces con trozos de cada uno de nosotros, de cada uno y una de las personas que van por la vida apestando la tierra, como dice el poeta. Ese adulto cuya madre vaga en la indigencia tal vez por múltiples razones -que Samuel Segura no rebela- entonces conoce a un mentor que le ayuda a que salga a la superficie el Chamuco que lleva dentro y a vengar en los malvados su desgracia. La desventura producto de la brutalidad.
Pero como no podemos cargar siempre la pesada lápida de la vida, al querer soltarla, los lazos que la amarran se niegan a desatarse y Chamuco tiene que cometer el último acto del drama, pero le es imposible -no sabemos- y sólo logra desatarse -después de haber lanzado al canal de aguas negras los distintos trocitos de carne humana que cubrieron su rostro a partir de la desgracia- por la acción intrépida y auténticamente justiciera de la pordiosera. Entonces Nemesio asciende a las alturas -perdón por el pleonasmo- y extiende sus brazos al Viento como alas hacia atrás.


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