El largo camino al inframundo se vio protagonizado por un espectro. Primero se dijo que aparecería por los pasillos; se prohibía verlo directamente a los ojos. (Algo te podía pasar.) Luego se apareció en el escenario y se sentó en un pequeño trono negro desde el cual cantó. Al parecer su nombre era Alissa y algo dijo de que no se sentía muy bien (no entendí si era físico o psicológico; da igual, da lo mismo). A la distancia, sentado en el balcón, era casi imposible verla entre las luces y la bruma. Salvo por su cabello azul. Yo había visto a la rubia, Ángela -a quien Alissa suplió en algún momento-, unos quince años antes. La vi con Frida y esa vez su poder arrasó el escenario. (A Fri le dije que cada sexenio ocurriría algo en mi vida; primero fue la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y ora este pedo.) Mi expectativa, por lo tanto, era nula. No así con Arch Enemy, banda fundamental en mi historia musical, en la historia musical del tío Asedio. (Gocé en silencio, sentado casi que en la última fila, a medio dormitar, semimuerto, de los himnos We Will Rise y Nemesis.) Llegamos puntuales al teatro Manuel Doblado, espectacular recinto de más de doscientos años. Aquello, en efecto, tenía un toque onírico, digamos fantasmal. Así pues, armamos nuestro equipo tras bambalinas (Marco nos hizo mucha falta en ese momento), por las que se apareció un sujeto con la pata rota enmuletada («Rómpete una pierna», dicen en el argot teatrero para desear la buena suerte) y no mucho después nos rifamos el soundcheck. Gabriel estaba más que preparado para eso (su trabajo le granjeó elogios del mismísimo ingeniero de audio de los suecos), aunque, como a todos en algún momento, cuando perdió de vista su tablet sintió el verdadero terror. Como yo, cuando no encontraba la varilla del hi-hat. Salí corriendo entonces a una tienda de música que había enfrente, la cual vislumbré cuando nos fumamos un cigarrillo de la amistad en el estacionamiento. Mil varos derroché en el artefacto completo, el último que tenían. La varilla apareció justo cuando volví, por lo que Emmanuel (a quien amo) hubo de cambiar el atril por unos parches de tarola (por si acaso). Las gentes del recinto nos echaron la mano para conectarnos, aunque apreciaron lo preparados que íbamos. De ahí a esperar tres horitas en las que, entre otras cosas, nos empacamos una torta de milanesa de treinta varos y vimos el momento en que los asistentes empezaron a formarse afuera de ese palacio moderno. Poco antes de nuestro reingreso, Huachimingo, Diego, Raymundo y yo nos abrazamos y tratamos de reparar en lo que estaba aconteciendo. Alguno de ellos dijo un discurso y otro derramó una lágrima de gusto. Una vez dentro calentamos y ya podíamos escuchar a la gente que tomaba sus asientos. No soy muy adepto de este tipo de espectáculos con butacas. No cuando la música es proclive al slam. Sin embargo, una vez que salimos al escenario, la gente aplaudió y recibió el #SonidodeEcatemburgo® de lleno. Ante eso no queda más que matear y aplaudir y saltar o todo junto. A la segunda rola ya tenía los brazos entumecidos por el nervio, la adrenalina o vete tú a saber, el cual se disipó a la cuarta y a la quinta, cuando noté que ya eran nuestros. Ahí estábamos, por segunda vez en dos semanas, ante uno de los referentes de nuestro movimiento. Culminamos nuestra participación de treinta minutos exactos con esta foto, cortesía del enorme Alberto, y con una reverencia. Le siguió un aplauso prolongado del público, el cual nos vio desarmar nuestro modesto equipo e irnos de nuevo a lo oscurito. Ahí donde solo se apareció Adrian Erlandsson -y, dicen, Michael Amott-, quien representa la antítesis de mi persona (asunto digno de otro texto). Ahí donde los ídolos no se dejan ver. Ni los espíritus.

Foto: Alberto Torres Piñera.

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