—Nos dio curiosidad tu perfil, pero tú eres escritor —dijo la mamoncísima presidenta del sínodo. Acto seguido, ella y sus lacayos me batearon de la maestría en cine documental (con justa razón). Le conté eso al otro sínodo, el de la maestría en literatura mexicana contemporánea quien, a su vez, intentó pelusearme con su pinche sonrisita mientras miraba mi cv sentado jotamente al filo del escritorio de la salita de juntas donde estábamos. 

—¿Qué me puedes decir del “Dinosaurio” de Monterroso? —preguntó de pronto. Procuré hablarle de la anécdota en la que el autor guatemalteco decía que/

—No te desvíes. Dímelo como si fuera tu taller… 

Me la voy a sacar, perro, y te la vas a comer entera, quise decirle, pero mejor exploré la posibilidad de que aquel relato en realidad se trataba de una historia de ciencia ficción. Noté su asombro en el rostro, pero lo disimuló sonriendo, socarrón. La entrevista culminó tras quince minutos. 

—Cierra por fuera —ordenó mientras me ponía de pie y avanzaba hacia la puerta. No había nadie más ahí. Salí del campus pensando en qué haría si no me aceptaban. Seguiré con el taller, qué pregunta tan pendeja, me dije. Debería tratarme con más cariño, me dije después. Luego pensé en sus orígenes. Y por lo tanto de mi proyecto de maestría: básicamente un manual de escritura para principiantes. He pensado que, de haberlo desarrollado antes de haber escrito –y publicado– cualquier cosa, mis novelas –al menos– habrían tenido mejores finales… pero uno trabaja con lo que tiene. Con lo que puede. Y ni pex.

Soy afortunado de haber llevado a cabo los dos grupos simultáneamente –aunque implique una chinga–, pensé también mientras caminaba al metro. Antes de llegar me detuve en un local de huaraches que aseguraba hacer los mejores del rumbo. Pedí uno de arrachera. En efecto, era cine. Ahí pensé en cómo los talleres me sostuvieron en este momento mío tan complejo. Yo sé, yo sé que al no decirles de qué hablo –algunos de ustedes ya lo saben– estoy infringiendo la regla de contar el chismito, el primero de mis mandamientos, quizá el más importante, pero les digo que soy consciente de eso. Sé de algunos de ustedes que, de no ser por el taller, se habrían arrojado a una avenida con el suficiente tránsito para desvivirlos. Porque escribir es renunciar, sin duda, pero también es arriesgarse. Por lo tanto es vivir. Lo ha sido para mí desde que decidí convertirme en escritor. Aunque, como me cuestiona un amigo editor: el escritor no decide eso. Y es cierto. Más bien se da cuenta de su vocación en un momento determinado. En mi caso fue en la casa donde hicimos el taller de Ecatepec. Ahí pasé los peores años de mi vida en el peor momento de la vida: la infancia. Sin embargo ahí aprendí a leer. Por lo tanto, a escribir. Y un día en que estaba leyendo una revista de videojuegos toda arrugada porque se mojó con la lluvia (por alguna razón la dejé afuera; aún la conservo), me dije: A esto vine a este mundo: a escribir (fusilo las palabras que Eusebio Ruvalcaba pronunció cuando se dio cuenta de eso mismo). Acá en Iztacalco mi familia sufrió un colapso la Navidad pasada. No les puedo contar cuál porque aún no lo he procesado ni contado a nadie –nomás Domingo sabe qué pedo, pero como es chismoso tal vez Dulce ya lo sepa– y porque la neta me da asco, pena, miedo y todo eso. Aunque escribir es ser valiente. Porque hay que hablar de esas cosas. Por hoy me declaro cobarde. Me disculpo por eso con ustedes (siempre me disculpo –disculpas issues–), por no contarles el chismito y por aquellos que no quedaron complacidos con el trabajo que hemos desarrollado juntos. El método. Y es que soy como un predicador de la escritura: no me canso de promoverla. Porque estoy convencido –ya lo saben– de que cualquiera puede escribir. Sí, aunque les pese a los sinodales mamadores, personajes que se creen inalcanzables: cualquiera puede. De ellos pensé: ¿Y estos weyes, qué es lo que han publicado? Escribir es fracasar, sobre todo, pero esta gente no lo sabe. No les han avisado. Qué mala suerte. 

Ustedes, en cambio, ya saben el secreto.

Deja un comentario