Creo que orinaste mi bota, dijo.
Soy aficionado de las películas de catástrofe. Aquellas que muestran el fin del mundo. No soy experto (en nada). Cuando era niño me atemorizaban. No pensé que #Flow fuera de eso. De alguna forma. Un gato negro, como todos los gatos negros del mundo (yo tuve uno, macho, se llamaba Chumina; lo mató un vecino; lo encontré tirado en el camellón; lo reconocí por su collar de cuero), vive en un escenario #postcambioclimáticoquesevetancercano en el que no hay humanos a la vista, solo agua. Y otras especies, fijas y móviles, con las que vivirá una aventura por la supervivencia. Entre ellas hay un capibara, los cuales, al parecer, están de moda. Qué bueno porque lo merecen. Horas antes iba en metro hacia la sesión extra del taller de documental. Quien lo impartió es un capo. Iba leyendo la última y única novela de #CharlieKaufman, Antkind, aunque en español, con la portada horrenda de bellos interiores que hizo Editorial Barrett. Hasta el momento ha sido un goce. Un anciano subió en alguna estación. Lo hizo muy lento. Se sentó en el lugar individual. Yo iba recargado contra la puerta, a un lado suyo. Apestaba (él; yo también). De pronto me hizo una pregunta. Luego otra. No escuchaba bien (él, yo tampoco). Tenía los ojos enrojecidos, la boca chimuela, una cabeza semicalva. Ese pelo que quedaba despeinado era muy negro. La ropa sucia sin ser un vagabundo. Me sonreía cada que decía algo, pero el silencio se prolongaba entre pregunta y pregunta. Cuánto odiamos a los ancianos, pensé. Son los que más atención requieren y están solos, como este hombre, andando por el metro, buscando la conversación con quien se pueda, con el único wey que no lleva la mirada en el cel. Luego subió otro anciano. Este llevaba su tanquecito de oxígeno. Por suerte iba acompañado. Cuando salí ayudé a otro a bajar unas escaleras. Iba en silla de ruedas (también acompañado, por dos señoras que no pudieron bajarlo). Otro hombre me ayudó a hacerlo. Pesaba mucho. La gente alrededor se detuvo y lo miró como, imagino, se le miraba a un faraón. Junto a Yazz, en la sala, se sentó otro viejo. Llegó un poco tarde. Su celular sonó un par de veces. Olía feo, me dijo ella luego. Por lo visto todos los viejos huelen feo, pensé. Cuánto los odiamos, pensé de nuevo. En algún momento de su novelón, el personaje de Charlie Kaufman habla con un viejo. Y piensa: lo odio. Lo odio porque, si bien me va, llegaré a donde él. A la vejez. No sé si la vida nos dé para tanto como sociedad. Para ver el fin del mundo, el verdadero, ante nuestros ojos. Ojalá, pero presiento que estamos ante el principio. Y que quizá no veamos el desenlace que nos propone Flow, una película sin diálogos, hecho que maravilló a Yaz (quien por cierto lucía espectacular en su atuendo fashion). No así al maestro Rodriguez Liceaga, quien se lo atribuye a un asunto político: complacer al mundo anglosajón. Quizá tenga razón (o no), pero para mí es el mayor atributo de un guionista: contar la historia sin palabras de por medio. Solo imágenes en movimiento. Cine puro y duro. Luego fuimos por una chela de la amistad a un sitio darks al que habíamos ido hace mucho. Pedimos un par de chelas de barril de un litro. La primera mitad me cayó bien, no así la otra. Acudí al baño. Ahí me dije: No más chela o no la armarás. Sin embargo bebí otro trago antes de irnos. Con ese bastó para que me empezara a andar antes de llegar al metro. Educado como soy, interpelé a Yaz para que fuéramos a la gas y pudiera yo saciar esa necesidad que de pronto se volvió dolor en mi vejiga. Como el maldito viejo en que me estoy convirtiendo, pensé. Ella me sugirió un rincón oscuro, entre un puesto de periódicos y uno de boletos de lotería. Un parque antes quise hacerle esa propuesta, pero temí verme como el bribón que soy. Así que acepté su oferta y descargué ante su mirada, que volteó al momento. Oriné tan rápido como pude y en corto avanzamos.
Creo que orinaste mi bota, dijo y se rió. Fluiste, dijo. Reímos. No había vergüenza ni pena ni nada de eso. Uno no orina así como así frente a cualquiera. Fluí, le dije. Reímos más. Me fijé en sus botas: no vi nada en ellas; solo que estaban chidas y que eran de piel. No así en mis zapatos, un poco mojados, que oculté de su mirada hasta que se bajó del vagón. El metro, por suerte, se encargó de secarlos casi al momento.


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