El camino enfrente solo desplegó oscuridad. Oscuridad, tierra y árboles. Todo se presentía amenazador. Se orilló en un acotamiento que le pareció un milagro. Puso las intermitentes. La música en su bocina portátil no había parado de sonar. Un disco que recién le habían recomendado. El navegador le marcaba poco más de una hora. No estaba tan lejos, sin embargo le pareció haber llegado al fin del mundo. O que por lo menos se había equivocado de dirección. Corroboró el dato hasta que vio el punto del destino: iba bien. Quitó las intermitentes y se incorporó de vuelta al camino: un carril de ida y uno de vuelta. Quienes pasaban enfrente le aventaban las altas. Iba extremadamente despacio. 3 kilómetros dice que dura esta vía, no es mucho, dijo en voz baja. Estando a solas podía externar sus pensamientos. Hasta los más jodidos. Pensó en ese alguien que le recomendó el disco. Se imaginó un futuro a su lado. Se rió. Maldita sea mi imaginación, se dijo. Solo me sirve para el trabajo, pero yo la llevo a cabo a diario. A cada momento. Luego pensó: Si alguien quisiera emboscarte, este sería un lugar adecuado. Se persignó entonces en sus pensamientos, como cuando era niño; cuántos credos rezó, todos en vano. Ni pedo, si valgo madre, se dijo, yo elegí mi destino. Y siguió avanzando. Aquella nave ya había mostrado su valía. No tenía motivos para quedarse parada. Su motor siguió rugiendo, estable, todo el recorrido. Más adelante la carretera volvió a tener asfalto y alumbrado público. Los tráileres pasaban a su lado volando; pick ups le echaban por atrás las luces. Amplias avenidas con algunos baches. La luna roja en el firmamento negro. Él siempre en medio. Demasiado precavido. El reloj que marcaba la hora de llegada avanzaba muy lento. 34 kilómetros más. Carajo, eso es un chingo. Ni pedo, seguimos, se dijo y se le antojó un cigarro. Pero había fumado mucho y no servía la ventanilla de su lado. Además no traía cigarros y en ese momento de la noche no hallaría ningún vendedor de sueltos. No se detendría en un oxxo por una cajetilla. Carraspeó. Le dolía la garganta. Le dolían los ojos. Le dolía el cuello. Un calambre en una pierna. La boca del estómago. Soy un mal amigo, se dijo. Uno muy pinche malo. En comparación con lo que hacen mis amigos por mí, yo parezco odiarlos. Y recordó el rostro de ella cuando lo vio llegar. Llevaba el pelo amarrado, un paliacate puesto. Un fleco peinado con spray. Playera blanca y jeans. No se fijó en los zapatos. La vio y en su rostro adivinó una ternura. Una inocencia. Un desamparo. Vivir ahí, al otro lado del mundo, donde dejan abandonados a los perros. Ella le pidió que se estacionara más adelante. Él así lo hizo. Tan pronto bajó, casi tan pronto, ella le presentó su hogar, del que lo quiso correr tres horas más tarde. Una casa que él nunca había visto a pesar de que la conocía, a ella, desde que tenía 16 años. Ahora tenía veinte más. Quizá porque el sol no pegaba mucho de ese lado, o por los pelos de los gatos, él empezó a resentirlo. Su maldita alergia. Sus miedos no superados. Luego ella empezó a cocinar. Alguna vez había probado su comida, él, la de ella, unas pechugas empanizadas. Deliciosas. Ella se las hizo esta ocasión por el favor de llevarle las cosas que había dejado en su exdomicilio. Ambos se estaban separando. De nuevo en el fracaso, parecerían decirse el uno al otro, aunque él pretendía verlo como una oportunidad. En lo que se cocían los espaguetis y reposaba la marinación del pollo disfrutaron de una cerveza y de un cigarrillo de la amistad. Conversaron de lo que les había pasado recién con sus pretendientes. Sus nuevos fracasos. Sus nuevas búsquedas de amor a palos de ciego. Entonces comieron. A su parecer, de él, el acto de amor más sagrado. Él le dijo que llevaba esperando varios años ese momento. El de verla cocinar, en su casa; el de probar de nuevo su platillo. Estaba tremendo (él le dijo, luego de la crisis, que podría dar clases de eso: de cocinar en los entornos malheridos; que hacía más falta eso que cualquier taller literario). Gozaron los alimentos y siguieron charlando. Hasta que hablaron de eso. Él lo venía meditando en el camino de ida: pensó que podría quedarse callado, pero algo le decía que debía tocar el asunto. Sentía que tenía esa responsabilidad como amigo: confrontar. Que sí: los amigos podían apapacharte, pero a veces eso hacía más daño. No se daba cuenta que así era en casi todo. Confrontativo. O se daba cuenta. Ya había tenido broncas con otras amistades por eso. Aun así se arriesgó y la cosa, desde luego, terminó mal. Con ella llorando. Alterada, en mucho conflicto. Triste. Más triste de lo que él habría querido. Mierda, se dijo. Y fumó. El humo se le iba acumulando en los pulmones y en la garganta. En el corazón. Los días siguientes tuvo tos, flemas, una ronquera leve. Qué me costaba guardar silencio, se dijo. Apoyar en silencio. No sé hacerlo. No soy de los escritores que en la vida real rehúyen del conflicto, como dijo… y no recordó quién dijo eso. Al contrario: la palabra drama me la tendría que tatuar en algún sitio. Lo que la gente no piensa, pensó, es que drama no significa nomás hacerla de pedo. Drama es acción. Es movimiento. Es… confrontación. Reanudaron la charla varios minutos después. Descargaron las cosas del auto. Fumaron un poco más. Una chela más. Medio recuperaron algo de lo perdido. Solo quería decirte que… se cachó hablando. Y se calló el océano. Un poco. Al final se abrazaron. Fue un abrazo difícil. Ni pedo, se dijo. Así es esto. Él puso el navegador en su móvil, encendió su carro. Ella le dijo que le avisara al llegar. Él se adentró en la noche. Soy un mal amigo, se dijo. El peor. Y avanzó hacia aquel camino sin luces, curveado, donde cualquiera que no lo conociera correría peligro.
La mañana siguiente otra de sus amigas, una más longeva aún, le dijo que lo amaba. Con ella había ocurrido algo parecido. Confrontación. Varias veces. Le dijo que no sabría qué hacer sin su amistad. Que gracias por tantos años. Él no supo muy bien qué decir. Ni qué pensar. No supo.

Deja un comentario