Finalmente vi, hace unos días, Emilia Pérez. Y de paso me eché #TheBrutalist. (Solo, en la Cineteca, como José Manuel Aguilera habría querido. Mucho antes, ahí mismo, hace unos meses, vi #TheSubstance o #ADifferentMan, pero no hice reseñas. Tremendas joyas que comparten tema: la no aceptación de uno mismo.)
Alrededor solo había parejas. Chicas arregladas y tipos ídem con ramos de flores en las manos. Corazones-globo y peluches gigantes. Y, aunque soy un amargado, nada de eso me molesta. Me molestan otras cosas. Por ejemplo: cuando tengo hambre y como alguna porquería a un precio alto. Por el contrario, me enternece ver a los chavos tan genuinamente enamorados. O dispuestos a estarlo. Bajo ideas erróneas o correctas, quién soy yo para determinarlo. Perfumados. Felices rumbo a sus citas.
En la sala éramos pocos. Era temprano. En el bolsillo cargué unos hotnuts y un bubulubu. Me maman los bubulubus. Ambas golosinas duraron poco más que los tráileres de otras películas, entre ellas la que vería después. Ya me estaba saboreando lo que comería al salir de la función de esta cinta cuyos ataques de la opinión pública casi me disuaden de no presentarme en la sala para formarme mi propia opinión.
Bueno, la verdad no iban a disuadirme. Por el contrario: me animaron más. Si la mayoría dice que algo está mal, quiere decir que no lo está tanto. Supongo que simplemente me gusta llevar la contraria. No lo sé, pero Emilia Pérez sacó el cobre muy pronto. Y de ahí fueron puros bandazos al inframundo. Eso me entristeció un poco (muchas cosas me entristecen): la verdad esperaba más. No quería darles a todos la razón.
Salvo a Ren (sus reseñas en Letterboxd son joyas): lo peor fueron las canciones. No cómo las cantaron, que también hizo sangrarme los oídos, sino la métrica de éstas. Uno que compone letras feas para rolas metaleras le echa más ganas (a veces). Cada rola se disputó el trono pa ver cuál era la más inmunda. Como sus coreografías. (No me molestan los acentos no mexicanos de las actrices. Como no me molestan las traducciones de Editorial Anagrama. Más bien me dan gracia o curiosidad. Me molestan quienes sí se molestan por eso.)
El planteamiento, la idea detrás de esta película, me parece de lo mejor: llevar a un personaje de un polo a otro. Me temo que para lograrlo se requiere más tiempo. Quienes estén detrás de esto, imagino gente de mucho dinero, quizá no pensaron en que habría sido mejor hacer una serie o miniserie. Qué se yo. Pa que el personaje pudiera desarrollar mejor su arco. Y evitarse la molestia de hacer un musical bergueado y entrarle de lleno al melodrama. Nicolás Alvarado lo explica chingón en su podcast: esta película nació siendo pensada para ser una ópera. El director (don Nico agrega de él que sigue sus propios intereses como realizador: el volantazo drástico en la vida de algún personaje que busca su propia aceptación), al final, optó por el musical, un género cinematográfico no realista. Es decir, que se puede tomar ciertas licencias. Eso la gente no lo contempla al estar en la sala y no establece un pacto con lo que está viendo: tres que estaban frente a mí se salieron juntos a la media hora. Chale, me dije. Aguanten la vara. La cosa se pone mejor cuando aparece Emilia Pérez, pero quizá es muy tarde. Me sorprende la poca pericia del guion y de la dirección. Hay algo acá que es muy superficial. Sintético. Provocador por el hecho de serlo. Chafa, pues. No indaga en el personaje pa de verdad mover a la emoción aunque tenga todos los elementos para hacerlo. Una apuesta muy arriesgada, sin duda. Muy alta. Con muchas probabilidades de salir mal. Aprecio por lo menos el intento. La audacia y el arrojo. En estos tiempos en que a chaleco una película como esta se iba a llevar jitomatazos (por lo menos), la estrenaron. Una película trans, dice don Nico, en toda la extensión de la palabra. No solo en el género de la actriz protagonista y el personaje que interpreta, sino en el género cinematográfico: deambula en uno y en otro y eso incomoda, molesta, no gusta. Quizá porque se queda a medias y en ese sentido es mediocre. Trans, en su acepción original, dice don Nico, es atravesar. Transitar. Transatlántico. Transgénico. Y yo agregaría: Transgresor. Si algo le aplaudo a cualquier película es esto último. Porque, aunque lo pretendan, las pelis no cambian al mundo (por favor, si alguien sabe de alguna que lo haya hecho, infórmelo en los comentarios). Cambian, si acaso tantito, nuestro mundo interno. Por dos horas. O tres. No representan la realidad ni a las personas. Las desafían.
Comí en mi restaurante favorito de este espacio cultural. Entre una pareja hombre-mujer y una mujer-mujer. O al menos eso parecían. Me dije salud a mi mismo y escuché atento la playlist que reprodujo éxitos del rock urbano que una mesera con aspecto de chico cantó. Eso no me molesta.
(Me molesta el crítico de cine de Gatopardo. Ese carnal debería transicionar a activista por los derechos humanos. O a sacerdote. O, mejor aún: a santo. Ponerse los hábitos. Como con Emilia Pérez hacen unos ciudadanos a los que ayudó.)
The Brutalist me devolvió la fe en el cine. Al menos la primera mitad, antes del intermedio. Me recordó al cine gringo de los 70. Una textura al estilo de #TheConversation. Con Adrien Brody siendo otra vez #ElPianista, solo que esta vez como arquitecto, la peli empieza a construir un monumento en torno a la corriente del brutalismo encarnado en la figura de László Toth, personaje de ficción que Brody creó a partir de su experiencia familiar, de la vida de su madre, y de otros artistas de su tiempo: la época que Gay Talese describe en la portentosa crónica El puente -libro que acabo de refinarme-: el nacimiento de los boomers. El Progreso. El acero. El sueño americano.
(Unos arquitectos, sentados detrás de mí, se aventaron toda la peli y la comentaron afuera de los baños. Fue interesante escucharlos.)
Guy Pearce se pasa de verdura, actoral y literalmente en una parte crucial de la peli. Qué chingón es ver a ese broder de vuelta. Inolvidable desde #Memento. No sé si a él se le nominó al Oscar. Ojalá. (Ah, porque Emilia Pérez no se merece ninguno, qué pedo.) Es un gringo de estos que trajo de vuelta a Trump al poder. Qué actuación. Movió a risa en varios momentos. Fue divertido porque fue verdad. Fue, en efecto, brutal.
Al final la peli se va un poco al carajo. Eso me entristeció. Ni Emilia Pérez cae de ese modo (me atrevo a decir que a los 3/4 de la peli uno vislumbra el potencial que tenía, pero que dejaron ir. Ambas, por cierto, podemos decirlo, son historias de amor). Ni modo: así es esto. También me entristeció aquel ramo de flores pisoteado que vi al volver al metro. Lo miré unos segundos. Le tomé una foto que no salió bien (como esa cita, supongo). Ya era de noche y yo tenía ganas de comerme un helado.


Deja un comentario