Se murió Paquita la del barrio, dijo el Doktor Edmundo y Zindy y yo reímos. Nada tenía que ver esa aseveración con lo último que se había dicho (que no recuerdo qué fue) en esa especie de sobremesa. Veníamos de la presentación de El escritor connombre de filósofo, llevada a cabo en el espacio cultural del Tren Suburbano de #Buenavista; presentaciones que gestionan Maricarmen y Juanito Podrido (y Brisa). No sabía por qué se llamaba así el libro, dijo Podrido, hasta que lo mencionaron aquí (y agregó: Ahora me lo voy a refinar). Cuando llegué, puntual, el Doktor, que ya estaba ahí porque es el ser vivo más puntual de la Tierra, me dijo que el título también podría aplicar a él: Hay un Edmundo filósofo, dijo. En la portada aparece él (no Parménides, su al parecer falso protagonista). Es un collage que él mismo hizo porque también es pintor. Zindy llegó cuando el Doktor ya estaba comentando eso y otras cosas sobre su nueva novela que no es estrictamente una novela. O sí. Ella, dueña de su palabra como pocas personas (aunque reniegue y se apene -ups-: es una escritora y una intelectual exquisita y poderosa) dijo que era la exploración creativa del Doktor (amigo de ambos) sobre los temas que le interesan (Dylan, el rock, los beats, Dostoievsky, y demás asuntos que marcaron sus años de juventud). Que más que sobre Parménides García Saldaña, era una novela sobre él (de joven, no viejo como ahora soy, dijo el Doktor). Parménides, ese nombre que conocí en la dedicatoria del libro más famoso de Armando. El escritor con nombre de filósofo cuya figura es transgresora, irreverente, incómoda, desagradable. Implacable. Inclemente (agregue en los comentarios su adjetivo). En una entrevista me compararon con él. Dije: será por el bigote. Fue por una novela donde agregué pedazos de letras de canciones entre la narración. Me sentí único y detergente, y entonces leí los relatos del Rey Criollo y quedé como estúpida. Claro, ya se había hecho antes. Y mejor. La charla continuó en aquel espacio que evocaba a #BladeRunner, dijo Zindy. La plaza con sus letreros fluorescentes y elevadores y gente caminando, mucha gente, tras de nosotros. De aquellos ninguno se acercó. No hay tiempo para leer, para escuchar, para detenerse, pero sí para ir de compras. No es queja. O tal vez sí: no hace tanto un hombre se arrojó desde la planta más alta de ese lugar. Al final de la charla (todos los presentes participamos) nos tomamos fotos y nos abrazamos. Es chido cuando la cordialidad se antepone a la mezquindad que a veces se suscita entre autores. El profe Edmundo es de los tipos más generosos que conozco. Rehúye al conflicto y aboga por la comunión. (Lo quiero mucho.) Así lo hizo una vez más, cuando en el café en el que nos detuvimos (Zindy, yo y él) sacó su afamada cartera casi repleta, la colocó sobre la mesa (provocando un estruendo) y pagó la cuenta. De propina dejó su autógrafo. Como hacía Dalí, dijo ella, su editora y copartícipe en el libro: Madame Luxori.

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