Me preguntó por qué lo invité. Su mirada a través del retrovisor, la mitad superior de su cabeza que podía ver, era igual de amenazante que cuando se sentó a la mesa y comenzó su discurso y él mismo respondió a su pregunta. De buenas a primeras puede que Francisco Gatica parezca intimidante, pero no lo es: basta conversar con él un poco para despejar esa impresión. Ese prejuicio. Así ocurrió cuando nos encontramos en un camerino del Circo Volador, y en sus manos él llevaba un gruesísimo ejemplar de un libro en inglés que ahora mismo me lamento de no recordar, pero que hablaba de música. Ahí me contó que era profesor de arte en la secundaria en la que quise entrar, en #Ecatepec, más de veinticinco años atrás (de la que me batearon por wey y a partir de ahí tuve que usar corbata hasta que entré a la universidad). Ese mismo día, en las afueras de ese recinto sagrado, le enjareté un ejemplar de Metal. No había pensado que unos meses después la presentaríamos juntos. Tampoco le dije, ya en mi carro, que con las personas tengo intuiciones y que casi nunca me fallan: esta vez, de nuevo, acerté: el maestro Gatica hizo gala de su experiencia (ha sido músico y productor de innumerables bandas estandarte del metal hecho en México), de sus saberes, de su sensibilidad, y así cautivó al público modesto que nos acompañó en la biblioteca Leonor Moctezuma, la cual desconocía, yo, pero una amiga no: ella me contó que afuera de ésta esperaba para encontrarse con sus novios en sus años de juventud. La biblioteca se encuentra casi en medio de la carretera, en la nada, y en torno, en una tarde soleada como lo era esa, se parece al desierto. Unos trabajadores arreglaban en ese momento el techo. Bueno, no en ese momento: se detuvieron para dejarnos conversar sobre ese libro que se publicó hace casi siete años, pero que se resiste a morir. Único hasta entonces en su tipo, pocas novelas en el mundo habían abordado el tema del metal para su trama. Me temo que eso no implica mérito alguno. O sí. No lo sé, pero la generosidad del maestro Gatica llegó a su cúspide cuando afirmó que le gustó el final. Opinión impopular la suya, casi me saca las del habitante de los pantanos que tiene un hocico y una cola muy largos, además de escamas. Coincidimos también en nuestro gusto por Las Jiras, de Federico Arana (obra cumbre de la literatura mezclada con el rock), y en la importancia de que en el barrio nuestro se junten los artistas chingones para medio mover las aguas turbias de su entorno. A Diego le doy las gracias por ese esfuerzo. Y al profe Gatica, quien se reservó sus mejores anécdotas para el camino de regreso, luego de que comiéramos unos caldos tlalpeños. Como aquella en la que se encontró a Metallica en la esquina del Puente de Fierro.

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