Yo también jugué basquetbol -les dije-, aunque no lo crean -y reímos-. Los jóvenes contaban qué hacían, qué deportes jugaban, qué instrumentos tocaban, qué películas o series veían mientras yo les contaba, a su vez, los orígenes de un libro cuya publicación estaba por cumplir 7 años. Aquel por el que seré recordado -o no, les dije-, el que me ha dado un chingo de satisfacciones y uno que otro desaguisado, y que a ellos los tenía sin cuidado (hasta ese momento). Pero era muy malo -aclaré-, como en todos los (pocos) deportes que he practicado. En ese momento recordé al instructor que tuve aquellos años. Los entrenamientos. La calistenia. Mis tiros de tres puntos, siempre fallidos. Mis dribles fracasados. Mi velocidad supersónica (debí ser corredor). La última vez que fui alto. Aquel recuerdo fugaz se convirtió en invocación cuando, al salir de la charla que le di a estos jóvenes en bata (futuros químicos; yo, como metalero y biejo rancio, iba de negro pese al pinshi calorón), me lo encontré en los pasillos de dicha institución educativa. Miré en su rostro el desconcierto cuando la profesora que iba adelante de mí -y que me acompañaba a la salida- le dijo que yo era un importantísimo escritor que había ido a dar una plática a los alumnos (quienes se portaron increíblemente, con comentarios sensibles e inteligentes; gracias a todos por esta oportunidad). Me miró. Lo miré. Miró mi playera metalera. Miré su playera deportiva. Se hizo wey y me dijo mucho gusto. Estaba igualito. Un poco de tinte negro en el cabello, acaso, pero la piel idéntica. Quise aclararle quién era yo, antiguo exalumno suyo, pero subvirtiendo lo que acababa de decirles a los jóvenes un momento antes -de comunicar claramente lo que uno quiere para evitar malentendidos-, le correspondí el gesto y lo saludé como si en la vida lo hubiera visto. Me sentí mal. Me caga eso. Nuestras miradas, por lo menos, fueron sinceras, pensé al retomar el camino a la salida, con el reconocimiento que me dieron en la mano (y en su folder); con los ejemplares que no logré vender al hombro -obsequié un par a dos muchachas que se interesaron-. Afuera el sol mantenía a todos a la sombra. Se aproximaba la hora de comer.

Foto: Eder

Foto: Diego Arredondo.

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