
El shérif nota la sombra que pasa a sus espaldas y, apuntando con su arma, camina hacia ella. La sombra, de pie, lo espera en su habitación. Es la sombra de su esposa, la que acaba de dejarlo por un tipo más joven, más guapo, más correcto. Al mirarla se detiene, se quita las gafas, le llama por su nombre, por la forma en que cariñosamente se refiere a ella, pero no deja de apuntarle. Cuando ella habla él se percata de que se ha confundido, de que no es ella, sino su madre, es decir su suegra. Es una escena de Eddington (perdón por los spóilers, aguas). Él mira la enorme pantalla con los pies empapados y coloca la sombrilla que lo guareció de la tormenta minutos antes a su lado, frente a la butaca vacía de la fila vacía. No era su plan estar ahí. Horas antes había asistido al teatro a ver #TengoUnCorazónDeVidrio, protagonizada por Nayma y su papá, y cuál fue su sorpresa al encontrar en ambas obras una coincidencia temática (bueno, dos): la pandemia y una lámpara hecha de vitrales. La segunda aparece, en la película, en otra escena donde el shérif la espera a ella y ella no llega, no a tiempo, y cuando lo hace lo hace con quien terminará yéndose. Nada es casualidad, dice ese personaje y él lo odia al instante y piensa en su propia ella. Horas antes se preguntó qué pasaría si se la encontrara. Si sería un encuentro tan desafortunado como otros de ese estilo o si sería uno cordial o qué. Imaginó que sería lo segundo. La película, piensa, es una exploración crítica de nuestra modernidad, de la forma en que usamos las redes, de los discursos que decimos, asumimos y nos creemos, y es también un poco un western y termina como cinta de terror protagonizada por demonios-humanos. Él cabecea un par de veces, como en la obra de teatro, y duerme un instante. No pasó buena noche. ¿Soñó con ella? No lo recuerda. Cuando termina la función, luego de dos horas y cacho, se vuelve a poner los tenis y recuerda la recomendación que un maestro de la escuela de cine le hizo a él y a sus compañeros: quedarse a ver los créditos. Por lo que permanece en su asiento y espera. La gente comienza a salir. En lo que eso sucede él piensa que la neta acaba de ver una película muy chingona. Muy recomendable. Densa y bien escrita. Con actorazos y buen humor. Piensa también en lo bueno y saludable que es ir al cine y al teatro en soledad un domingo, comprar libros y películas, una torta, todo a su santo antojo, cuando la ve. No mames que es ella, se dice y, aunque trae lentes, por la distancia, que no es mucha, no la distingue muy bien. Pero es ella, no hay duda: es su cara, su pelo y es el color de su playera. Entonces él mira hacia sus pies, los pies de ella, y busca la última pista, pero los zapatos no le parecen conocidos. Ella se detiene antes de salir por la salida indicada por luces flourescentes. Va con dos personas que él no sabe quiénes son. Él la mira, quizá esperando a que ella lo voltee a ver. Pero ella no lo hace, como si su presencia, la de él, fuera menos que una sombra. Y sale. Luego de varios segundos, sale él. Y tras de sí se queda su paragüas. Más la duda de si en verdad vio lo que vio.

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