Escritura y terapia. Dos espacios, momentos, situaciones, que me salvaron la vida hace unos años, cuando estaba en la cúspide de mi autodestrucción. Dom, mi casi casi hermano, conversó mucho conmigo entonces, y desde entonces no paramos de hacerlo. Fue por esos días que le lancé la posibilidad de hacer un taller de escritura en su espacio de trabajo -al cual ya considero mío-. La idea se materializó mucho después, hace un par de años, más o menos, cuando lanzamos la versión piloto. Un día antes de la final del Hipos vs Capibaras que ocurrió el domingo (con invitados especiales de El cuento por nocaut) pensaba en esto, en cómo es que uno, de una ocurrencia, de su propia locura, puede contagiar a los demás de la enfermedad por escribir; volverlos tus cómplices, tus colegas y, gracias a eso, tornarla en tu remedio. En el suyo. Porque escribir es un pretexto para convivir, para conversar, para escucharnos los unos en los otros. A veces se me pasa la mano cuando digo que tengo fe en los demás, pero así ha sido, lo pruebo cada temporada: estoy convencido de que cualquiera puede escribir. De que no es un ejercicio snob, para algunos cuantos. Por el contrario. Porque de pronto ves ahí a esas personas cuya finalidad es sanarse, divertirse, contar una historia lo mejor que les es posible; las ves ahí, contigo, a todas ellas, sentadas en torno a un ritual comunitario que sería imposible si no se comprometieran un poquito con la idea de que es posible narrar en máximo media cuartilla. Y como soy chillón, me dieron ganas de llorar (lo hice llegando a casa), pero resistí. Porque escribir es resistir. Es renunciar. Es fracasar. Es compartir. Con todas esas personas que me han acompañado en este proyecto -aparezcan o no en esta galería, de ésta y otras temporadas y talleres- estoy muy agradecido.

📷: De las espectaculares Yazz y Jaqui

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