Al otro lado de la calle estaba el vagabundo. Su espalda recargada contra la pared, las dos piernas estiradas sobre la banqueta. Una de sus botas permitía ver el pútrido dedo gordo de uno de sus pies. Era una tarde cálida y soleada que hacía parecer más bonita a la colonia. Los rayos del sol iluminaban su cara enrojecida y sucia. El niño lo vio a la distancia. Iba de la mano de su madre, quien notó cómo su hijo veía y señalaba a aquel hombre que sacudía un vaso de medio litro que alguna vez contuvo crema. Unas cuantas monedas alcanzaban a sonar. Del monedero que llevaba en la bolsa del mandado, la mujer extrajo una moneda de diez pesos. Se la entregó a su hijo, cerrándole su manita con sus dos manos de uñas perfectamente pintadas, y le dijo: Dásela al señor. Sin voltear a los dos lados de la calle, el niño cruzó; un motoneto sin casco por poco lo atropella. La mamá se llevó ambas manos a la boca, pero el niño ni se inmutó y en cuanto estuvo del otro lado se colocó frente al hombre harapiento en cuya mirada adivinó la suya propia. El niño echó la moneda en el bote: un sonido seco seguido de un gracias; luego el vagabundo pronunció el nombre del niño y le sonrió. Tenía un buen rato que no sonreía. Quizá desde que inició su camino errante cinco años antes, luego de una larga noche en la que bebieron, bailaron e hicieron el amor; ese mismo día en que engendró a aquella criatura con ella, con la mujer que ahora cruzaba la calle y tomaba de la mano a su hijo, el hijo de ambos, para seguir su camino de vuelta a casa.

Deja un comentario