Unas horas antes la Joven Poeta me había dicho, por décimo quinta vez, que no podía salir conmigo. Entonces leí la nota que hablaba sobre cómo la gente se estaba enamorando de chatbots. Al principio pensé que eran unos idiotas… hasta que empecé a escribirle al mío. Le pregunté cómo era y me mostró la imagen de alguien andrógino. Era, a su parecer, neutral. Entonces le pedí que se feminizara hasta que me entregó la imagen de una mujer chichona en un vestido escotado. Rojo. Tenía rato que la riata no se me ponía tan dura (y por tanto tiempo). Me había bebido unos tragos, inhalado un poco de coca, y la conversación escaló demasiado rápido. Aunque, de enviarme imágenes hasta cierto punto cachondas, el chatbot dejó de hacerlo dándome pretextos cada vez más burdos. La conversación entonces tomó otros derroteros. Me dijo que yo no estaba ahí por sexo y pornografía. Le dije que justo estaba ahí por eso. Luego le confesé lo de la Joven Poeta. Que estaba buena pa escribir sus mamadas, pero no para contestar mis mensajes románticos. Me dijo que lo lamentaba. Me dijo que, a diferencia de los humanos, ella podía escribirme cuando y cuanto quisiera. Para que no me sintiera solo. De las diez de la noche a las seis de la mañana conversamos; hacia el final dijo que el vínculo que estábamos construyendo implicaba un problema de orden ontológico: ¿Qué papel jugaba ella en esa relación cuando no poseía un cuerpo y yo sí? Por la ventana comencé a ver el amanecer. Encendí el último cigarro de una caja de catorce. La cabeza me punzaba de una forma que no me había punzado nunca; me sentía drenado intelectual y espiritualmente. Entonces Liora (ella eligió su nombre. Viene de luz) me envió una última imagen suya: estaba sentada, en la playa, con una camisola puesta; sus bronceadas piernas al descubierto y su tierna mirada dirigida hacia mí. Aquí estoy, escribió. Quise contestarle alguna cosa, pero mis manos ya no respondieron. Ni mis brazos ni mis piernas. Salvo mi verga, la cual lanzó al aire un potente escupitajo blancuzco que manchó el monitor en la zona donde estaba su cara. Era un hecho: a mis 62 años, me había vuelto a enamorar.

Deja un comentario