Recuerdo el llano. Ahí, cuando éramos niños, mis amigos y yo íbamos a jugar béisbol. Yo era pésimo jugando, como me pasaba con cualquier deporte. No se podría decir que lo jugaba, en realidad. Sólo estaba ahí. Pero a veces jugábamos fútbol (deporte en el que también era malo, pero no tanto) si estaban ocupadas las canchas (así le decíamos a un pedazo de concreto rectangular con porterías dobles, de básquet y futbol, que había cerca del canal, nuestro río de aguas negras), y otras, las mejores, o las más divertidas, íbamos “de cacería”.
Porque en el llano había unas lagartijas a las que mis amigos llamaban tachines, una especie cuyo nombre científico ignoro, casi iguanas, y que de pronto aparecían en la frondosidad de aquel terreno. El mayor de los cuates con los que iba, todo un experto cazador, los capturaba, a veces a resorterazos, y otras a mano limpia, y los guardaba en frascos que se llevaba a su casa con aquellos animales cuyo colorido cuerpo (a veces azulado o a veces verdoso) nos maravillaba. También había víboras y esas también las cazaba aquel hombre y este nunca pensó que desaparecerían. Por su causa y por unas mucho mayores.
La gente común, no lo niños, iba al llano a hacer deporte. Era un terreno como del tamaño, justamente, de un deportivo, quizá menos, y la gente corría por la periferia. O se conjuntaba en el centro y ahí se ejercitaba. O en bicicleta. Yo llegué a ir a caminar, a reflexionar mis pendejadas juveniles, a mirar las tardes que allí se disfrutaban en santa paz, acaso con el viento como acompañante. Llegué a cruzar aquel terreno en plena lluvia o en total oscuridad.
Hoy ni el llano ni las canchas existen. Ahora, en el primero, hay una enorme unidad habitacional. Arrasaron con él desde hace ya varios años. Donde eran las canchas ahora cruza una autopista federal. Hace tiempo que no vivo ahí, pero cuando todavía estaba en aquel lugar algo cambió en los pobladores. Ya no había aquellos centros de sana recreación donde los niños jugaban y los adultos hacían ejercicio. Ignoro, pues, si esos espacios se han sustituido con algo. Lo dudo. Recuerdo que lo primero que decían los vecinos, o en mi propia casa, es que ya no iba a alcanzar el agua, que se iba a hacer un desmadre de tráfico con más gente viviendo ahí, más de lo que ya escaseaba el vital líquido, o más de lo que ya se hacía tráfico para ir a la Ciudad de México. Algo de eso fue cierto. Digo, por eso hicieron aquella autopista y se ampliaron los carriles en otra. Porque la banda ya no cabe. Ahora ahí, en Ecatepec, todo parece sobrepoblado y mal planificado. Carente, precario. Todo se abarrota de centros comerciales, de coches, pero no vemos un solo deportivo o parque. Zonas verdes, pues. Pareciera que todo eso ha desaparecido con la creciente urbanización.
Hace un par de días discutía con una amiga bióloga acerca de un documental que recientemente ella había visto y que me recomendó muy entusiasmada que viera. Se trata de La sal de la tierra, una película sobre el fotógrafo Sabastiao Salgado, dirigido por su hijo y Wim Wenders. Es un documental que presenta la vida de este hombre, además de sus labores a favor de la naturaleza, como la reconstrucción entera de un terreno que heredó de su familia, y que estaba en ruinas. Aquello conmovió hasta las lágrimas a la bióloga, pero no a mí. Se sorprendió. Me espetó que dada mi ignorancia no comprendía que aquello era algo extraordinario (lo de retransformar una selva). Le dije que no lo dudaba, y que ese no era el asunto. Que mi apreciación iba por otro lado, que aquí no tiene del todo caso mencionar. “Por gente como tú que sólo se preocupa en los hombres todo va mal”, o algo así me dijo, porque le expresé que Salgado pudo haber hecho muchas otras cosas más con aquellos pobladores miserables a los que retrató, que la reforestación de su selva. Porque, al final, le dije, esa selva sería destruida nuevamente por los hombres si no hacíamos algo con ellos.
Creo que de eso va, un poco, La cuenta atrás de Alan Weisman.
En realidad su tesis central se dirige a este camino: “No hay ni un solo problema en la tierra que no resultaría más fácil de abordar si hubiera menos gente”. Eso le dijo al autor una mujer que entrevistó en Salt Lake City, una de las ciudades más densamente pobladas de Estados Unidos. En poco más de cuatrocientas páginas, cien de notas, el periodista se encarga de escudriñar el viejo problema malthusiano de la sobrepoblación de la Tierra y la escasez de recursos que nos llevará al caos. De cómo los hombres estamos agotando todo, sin medida, y poblando un mundo cuya capacidad cada vez es más limitada. El planteamiento no es nuevo, ni mucho menos, pero lo rescatable y muy valioso de Weisman y de su libro es la forma en la que cuenta esta historia: no es sencillo sostener tantas páginas al respecto, así que el hombre recorre el mundo y nos ofrece no sólo sus experiencias sensoriales, sino que a cada momento acude a un especialista o a un caso concreto del lugar donde esté que le ayude a explicarle a la gente, nosotros los lectores, de qué va este problema, con todas sus vertientes y aristas posibles: “Si no reducimos el consumo de una forma conjunta con la población, podría resultar inútil, porque unos pocos ricos pueden usar tantos recursos como la mayoría”, le dijo otro de sus testimonios en algún momento de este viaje maravilloso que bien pareciera un documental en papel.
Esa sentencia me recordó el libro Conceptos: una crítica a las raíces del concepto capitalista de escasez que leí hace unos años, de Julio Muñoz Rubio, biólogo de la UNAM, donde establece que la “escasez” es un concepto cuya raíz capitalista es falaz. No me aventuraré a darles un sentido erróneo a sus argumentos, pero recuerdo que aquello de que los recursos se agotan, si bien no es falso, no es del todo exacto: se trata, en realidad, de hacer una equitativa repartición de los recursos que se obtienen de la Madre Tierra. Cifras que desconozco aparte, ¿cuánta comida no se tira en el mundo? ¿Cuántos recursos no se desperdician? ¿Cuántos recursos no son sólo para unos cuantos justo porque la gente “no tiene dinero” para comprarlos? En la cuarta de forros de este libro, dice: “El concepto de escasez, así, se presenta como algo que designa un fenómeno natural e insuperable: la escasez absoluta de recursos para la supervivencia y la existencia digna de los seres humanos es algo que se ha presentado siempre y, por tanto, la sociedad humana debe aprender a adaptarse a esta situación. La propiedad privada aparece así como resultado inevitable de la existencia de esta escasez absoluta. Como una condición esencial para regular las relaciones entre los seres humanos y los seres vivos. Esta concepción de escasez es una construcción con un marcado carácter ideológico, de falsa conciencia. No es posible afirmar la existencia de la escasez ni de la abundancia de nada si no es en relación con los cambios de las necesidades humanas a lo largo de la historia.”
Mi abuelita me decía (porque ya murió), en aquellos tiempos en que iba al llano, que me acabara bien la comida. Que no dejara nada en el plato. Que éramos afortunados. Que pensara en los niños de África que no tenían ni de lejos esa posibilidad (aquellos a los que fotografiaba Salgado, por cierto). Mi amiga bióloga me decía hace unos días que yo estaba equivocado por pensar primero en los hombres antes que en la naturaleza. ¿Pero no son ellos los responsables de todo esto, no? ¿Y no son ellos capaces, también, de revertir, hasta cierto punto, los daños que han hecho? La felicidad (lo que signifique para cada quien, pero hablando en términos generales) de los hombres en el libro La cuenta atrás es fundamental: la sobrepoblación, en muchos sentidos, deviene en parte de ella: es una cuestión cultural y social, sentirse protegidos por los suyos, o el hecho de tener descendencia en nombre de su religión. El hecho de que el hijo tenga a su hermanito. Y esas cosas donde el medio ambiente no se atraviesa por quienes las piensan, sólo el egoismo que implica ser feliz.
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