Comenzamos a asaltar fondas y restoranes porque el transporte público ya estaba muy saturado, el asalto a mano armada en la calle ya había pasado de moda, y el robo de bancos estaba muy cabrón para nosotros. Sabíamos que no era lo más correcto eso de interrumpir a las personas mientras degustaban sus sagrados alimentos, pero no teníamos de otra, me cae. Ya todo se había hecho en materia delincuencial y queríamos innovar en eso de la robada. No ser el típico ladrón que llega y te pone una punta en la espalda y te despoja de tus pertenencias. No, no. Teníamos que hacer algo diferente.
Y me cae que lo hicimos.
Señoras y señores, muy buenas tardes, esto es un asalto. Sigan comiendo sus alimentos, no se espanten por favor. Nomás echen su lana en la bolsa que mi compañero trae, él pasará a cada una de sus mesas. Disculpen las molestias que esto pueda ocasionarles.
Anoté esa pequeña entrada en una hoja y lo decía para que los comensales notaran que había profesionalismo en nuestra labor. Que vieran que éramos unos ladrones diferentes. Que nos esforzábamos en lo que hacíamos. Que se sintieran a gusto y en confianza. Pero, por más que lo intentábamos, la gente no podía volver a probar bocado después de que efectuábamos el robo. Eso era lo malo de todo eso. Que después de asaltada, la gente ya no quería comer. Era algo imperdonable, me cae. Aunque déjame decirte que si llegaran a asaltarme mientras estuviera desayunando de la forma en que nosotros lo hacíamos, seguramente seguiría comiendo.
A veces nos robábamos un poco de comida porque, la mera verdad, la gente no siempre llevaba mucho dinero. Era comprensible porque eran restorancitos muy chicos a los que iban pocas personas. Teníamos que ir paso a paso: empezar asaltando lugares más pequeños para acabar robando unos más grandes y de lujo. Después ya asaltábamos durante la mañana, tarde y noche para tener las tres comidas que Dios manda. Pero eso sí, pedíamos todo para llevar, no fueran a llamar a la policía en lo que estábamos echando el taco. Es más, a veces asaltábamos los mismos lugares para que todo fuera más fácil. Así ya los dueños nos conocían y luego luego aflojaban la comida.
Porque eso sí te puedo decir: asaltar aquí en la ciudad es bien fácil. Nosotros utilizábamos unas pistolas de juguete y nunca nadie se dio cuenta. Sacaba el arma de la chamarra como si trajera funda, para apantallar a la banda, la elevaba con una mano, y la gente luego luego levantaba las dos, sin necesidad de pedírselos.
Yo era el que manejaba el arma. Se me daba, fíjate.
Una vez, te lo digo acá entre nos, una ruquita bien paniqueada agarró su escapulario y se puso a rezar cuando vio el fogón. Me dio mucha tristeza, me cae. Porque me recordó a mi abuelita Jovita. Entonces le dije a la señora:
—Levántese por favor, jefita. Tenga, aquí tiene sus veinte pesos.
Porque yo sí le tengo mucha fe a Diosito. Él nos ha echado la mano un montón en esto de los asaltos. Por eso, de ahí en adelante, decidimos ya no delinquir en los lugares en los que hubiera personas mayores. Que no era tan difícil, no te creas. Uno podría pensar que
en cada establecimiento se va a topar con un abuelito. Pero no. Ya casi nadie los saca a pasear; nadie respeta a los adultos mayores. Y eso está muy gacho, me cae.
¿Que a quién me refiero cuando hablo de «nosotros»? A mi carnal el Bimbollo y a mí. Ese güey era la bandera, lo conocí desde chavito. Le decían así porque estaba gordo y como que tenía ajonjolí en los cachetes. Pero te digo que era a toda madre. Cuando le conté mi plan, porque al chile fue mi idea, me dijo:
—No manches, Chocorrol, eres un pinche genio.
Sobra decirte por qué me dicen el Chocorrol. Desde chavito me pusieron así. Por prietillo, ya sabes cómo es la banda de manchada. Hasta mi mamá, que en paz descanse, me decía así. Es más, ahora que te digo esto de nuestros alias, se me hace que por eso se me ocurrió lo de robar restoranes. En nuestros apodos llevamos la cruz de la comida.
Nuestra labor también consistía en esperar. Teníamos que aguantar a que fuera la hora del desayuno, de la comida y de la cena porque pos es cuando hay más gente. Mientras, nos dábamos un rol por ahí, a los parquecitos, a alguna plaza; en fin, a donde se nos ocurriera, hasta que llegara el momento del siguiente golpe.
Ya cada vez lo teníamos más perfeccionado: yo decía el discursito de «señoras y señores, muy buenas tardes», sacaba la fusca de juguete al aire, y el Bimbollo pasaba con una bolsa para que la gente colocara ahí su dinero mientras nos preparaban la comida. No siempre les aceptábamos sus pertenencias porque la verdad había unas muy chafitas.
Era cuando nos estábamos volviendo unos expertos en el arte de asaltar fondas que todo se fue al diablo: ya habíamos atracado en la mañana y en la tarde, osease en el desayuno y en la comida, como ya te dije. Bueno, ese día fuimos a otro lado al que nunca habíamos ido a trabajar. Según el Bimbollo, era nuestra oportunidad de pasar al siguiente nivel.
—No manches, Bimbollo, no conocemos por esos lares. No me da buena espina, carnal —le dije. Ya me advertía mi imagen de San Juditas que siempre me cuelgo al pescuezo que algo no iba a salir bien, yo lo presentía, me cae.
Pero el Bimbollo estaba de terco con que era el lugar indicado para aumentar de categoría. Que algún día lo teníamos que hacer.
Y le hice caso.
El lugar estaba un poco mejorcito de los que asaltábamos comúnmente, pero tampoco así de ay, qué bárbaro. Además no había tantos clientes, y como tú bien sabes, un lugar medio vacío quiere decir que no es muy bueno que digamos.
Ese día el Bimbollo cambió nuestra estrategia habitual. En vez de darme la señal para comenzar mi discurso clásico, ya sabes, ese de «señoras y señores, muy buenas…», ah, porque obviamente eso cambiaba según la hora, se sentó en una mesa y ordenó unas cervezas.
Le dije que estaba loco, que no podíamos beber en horas de trabajo. Pero no me hizo caso y las pidió por sus huevos el muy cabrón.
En esas que me dice:
—Préstame la fusca, pinche Chocorrol.
—Nel, ¿para qué la quieres, Bimbollo?, el que siempre usa el arma soy yo.
—Oh, tú préstamela, carnal. ¿O qué, ya no eres mi carnal?
—A huevo que sí, mi Bimbollo, pos si nos conocemos desde chamacos.
—Entonces presta.
—Calmado, mi Bimbollo, no sea mala copa, si somos colegas, no marido y mujer.
—Agarra la onda, Chocorrol: en esta nueva etapa, el que va a manejar el arma soy yo.
Fue cuando me di cuenta de que el Bimbollo ya no era el mismo de antes. Que la avaricia lo había corrumpido, o como se diga.
—No, Bimbollo, no te la puedo prestar, hermanito —le sentencié. Entonces mi carnal de toda la vida me hizo lo que no pensé que me fuera a hacer.
—Señoras y señores, muy buenas noches. El señor que está aquí sentado junto a mí los quiere asaltar. Si no me creen, revísenle la mochila y van a ver que ahí trae una pistola.
Casi me cago, oyes, la neta. No me esperaba una jugada tan chueca. Me quedé así como la ruquita esa que te platiqué hace rato. Le recé a San Juditas para que no me partieran toda la madre.
Pero los güeyes ésos que estaban ahí ya andaban medio tomados y luego luego se pusieron al brinco. Todos se me echaron encima para catearme. Fue cuando saqué la pistola, pa espantarlos. En cuanto la vieron luego luego se echaron patrás.
Pero de nada funcionó.
—Ay, pinche Chocorrol, ¿qué no les vas a decir que es una pistola de juguete?
Ahí sí me cagué, bróder, me cae. Ya nadie titubió para romperme el hocico. Me agarraron de a calzón chino y me tiraron al piso. Una vez ahí, me patearon un chingo de veces. Yo nomás sentía como si un madral de caballos me pasara por encima.
Una vez que se cansaron de golpearme, regresaron a sus lugares y le dieron las gracias al Bimbollo por avisarles que me quería pasar de lanza.
Él mismo me levantó del piso.
—Vente compadre, ámonos de aquí —me dijo.
—¡Aguanta!, pinche traidor culero —le dije.
Y me puse a chillar, la neta. Del dolor y de la rabia, caón.
—Pérese, pinche Chocorrol, ¿qué no le dije que esto era una nueva etapa para nosotros, un salto de nivel?
Y yo me quedé así como tú, con mi cara de pendejo. ¿Creerás que el muy cabrón sacó de su bolsa un chingo de lana que le robó a la caja del lugar mientras los otros güeyes me madreaban?
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