Stieg,
Sé que tu deseo era escribir bestsellers para ganar el dinero suficiente que permitiría continuar labrando tus sueños. Tu seguro de pensión, dijiste. Sé que tu único deseo, finalmente, era escribir. Porque eras un hombre sencillo que no aspiraba a la riqueza sino a cambiar el mundo ruin en el que vivías. En el que, debo decirte, aún vivimos. Eras un hombre que se alejaba de los reflectores, que prefería no salir en televisión, que prefería que sus colaboradores firmaran sus textos por él. Que escribía libros de no ficción en coautoría. Un hombre que no luchaba por obtener fama sino que luchaba por la libertad. Por el respeto y los derechos de los demás. Esto lo sé, sí, porque leí el libro que tu hermano menor -como llamabas al también periodista Kurdo Baksi- escribió sobre ti: Mi amigo Stieg Larsson. Quizá ya has oído algo al respecto. Quizá ya lo leíste y seguro discreparás de él. Dudo que el guerrero que eras se haya muerto con tu cuerpo. Es curioso: poco después de que opté por escribirte esta carta a ti y no a Hemingway o a cualquier otro clásico escritor fallecido, me encontré con un ejemplar de ese título en un tiradero de libros en La Lagunilla, acá en la Ciudad de México. Pagué unos pocos pesos por él -muchos menos de los que pagaría en librerías; además de que ya es difícil de conseguir- y de inmediato comencé a leerlo. No me pareció una casualidad: como diría mi padre, por algo pasan las cosas. Y es que estaba un poco preocupado, honestamente, por la fuente de la que abrevaría para escribir sobre ti, para escribirte en un tono más íntimo más allá de tu famosísima trilogía Millenium, de la que sólo he leído el primer tomo (suficiente para mí, por cierto: es una cátedra de cómo se debe contar una historia) y de tu faulkneriano libro de crónicas y artículos periodísticos La voz y la furia. Así que fue una fortuna hallarme con el libro de Baksi porque resulta insuficiente la información biográfica que ofrecen las solapas de esos gruesos volúmenes de novela negra que escribiste en algún momento, quién sabe cómo, durante años por las noches, y que han leído ya millones de personas alrededor del mundo. Que escribiste dentro de tu horario de nueve a cinco (nueve de la mañana a cinco de la mañana), porque sólo así podías vivir, Stieg, de qué otra forma: al límite de aquel cuerpo que paulatinamente fuiste descuidando entre toneladas de cigarrillos, café y falta de ejercicio. Tienes razón: de qué sirve ese caparazón si en algún momento hemos de morir. Eso no lo dijiste tú, cierto, pero de algún modo es algo de lo que me transmiten las páginas que Kurdo escribió con tanta emoción sobre ti y que irremediablemente me provocan la mayor admiración por quien eras: un periodista, un hombre, plenamente comprometido con su causa antirracista, feminista, a favor de los derechos humanos, de la democracia. Un periodista comprometido con su escritura, con el rigor del oficio; un escritor comprometido fervientemente con la ficción. Un ejemplo a seguir porque somos muchos los que pretendemos dedicarnos a la escritura, ya sea periodística, ya sea de ficción, o las dos cosas al mismo tiempo como hacías tú, pero que lo hacemos, francamente, a medias, muy mediocremente. Me avergüenza, al leer tu historia, la forma en la que supuestamente estoy comprometido con ese oficio que compartimos todavía: el de aporrear teclas con el fin de que sean, simplemente, leídas por otros. Me avergüenza faltarle así al respeto a alguien que literalmente ofreció su vida, una vida amenazada constantemente no solo por sus excesos de insomnio sino por aquellos para los que tu escritura representaba un peligro. No puedo decir ahora, como Baksi escribe de ti, que estoy dando mi mayor esfuerzo o que lo hago lo mejor que puedo; sé que esto que le he dado a la palabra escrita no es nada y por eso, entre la enorme vergüenza, me sobreviene un enorme deseo de imitación de lo que has hecho. Eso me pasa, Stieg. Seguro le pasa a todos: suelo desear ser como quienes admiro. Y ahora pienso que tu historia de vida bien sirve de ejemplo para ilustrar aquel título de un libro de Ryszard Kapuscinski, el de Los cínicos no sirven para este oficio. En tu caso el célebre periodista polaco tendría razón. En el mío no, desde luego. He sido tan asquerosamente infame que no sería una persona con la que quisieras platicar; es más, podrías incluirme en el costal de Los hombres que no amaban a las mujeres. Tú lo dijiste: no hay hombre en el mundo que se salve de esa condición de aplastar a la mujer por el simple hecho de serlo. Va más allá de culturas y latitudes. Insistiré, como tú: no hay hombre en el mundo que se salve de esa vil condición. Si supieras que el barrio en el que crecí, Ecatepec, es hoy el sitio más peligroso para ser mujer en México… ya lo estarías reporteando. Allí me crié, justamente, entre mujeres. Y aunque fue así no hubo día en que no sufriera, yo, como hombre, maltrato o alguna otra forma de violencia. Entre otras atrocidades, me peleaba a muerte con mis hermanas, con mi abuela, con mi madre. Recuerdo mi niñez siempre rodeada de lágrimas. Después reproduje eso con mi mujer. La mujer que hoy he perdido porque la maltraté y por otras estupideces que cometí. Y no me enorgullece porque me juré que no volvería a pasar por eso. Que yo no sería así. Pero mírame… Me avergüenza, Stieg. Estoy derrotado, hundido en el arrepentimiento. Y me duele mucho porque, por otro lado, y seguro te parecerá imbécil que lo diga, amo a las mujeres. Casi a todas, a mi pesar. Con las que viví la desdicha: a mi madre, a mis hermanas, a mi mujer… Te digo, yo sería objeto de tu aversión y de tu escrutinio periodístico, y del escrutinio de cualquier estudioso de las contrariedades. Y aunque definitivamente estoy de acuerdo contigo en que la mujer ha sufrido una histórica alienación por parte de este sistema patriarcal y machista que subyuga al mundo, no puedo, por mi historia personal (tanto de esa niñez violenta, como la de mi juventud y actual momento) dejar de lado el hecho de que en las mujeres también habita el mal. De que hay mujeres hijas de puta que también merecen, como muchos hombres hijos de puta, por qué no, la muerte. Vaya, no creo que tuviera el valor de decirte esto de frente. Por eso te escribo, porque además, ya te has dado cuenta, soy un cobarde. Discúlpame, Stieg (aunque sé que no lo harás): quería preguntarte otras cosas, esas preguntas de las que te libraste, suertudo tú, con la muerte. Esas preguntas que tu amigo Kurdo Baksi también se hizo y trató de responder en el perfil periodístico que construyó a partir de la amistad que mantuvieron durante años; preguntas que de pronto se reducen a una sola: qué habría sido de ti si hubieras conocido los frutos de tu trabajo literario. Es una desgracia que no los hayas siquiera saboreado, si bien te imaginaste y confiaste que tus novelas podrían repercutir. Si bien imaginabas el éxito que te esperaba. Es una desgracia que todo el dinero que ha generado la historia de Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist no lo pudieras ver, como soñaste en vida, invertido en tus proyectos periodísticos y de lucha social. Me alegra un poco, sin embargo, ver que te libraste también de lo que tanto rehuías: hoy que eres un autor mundialmente conocido seguro te habrían cazado para entrevistarte, para fotografiarte. Quizá habrías evitado eso (aunque Baksi piensa que quizá lo pensarías), y te habrías vuelto uno de esos escritores que nunca aparecen en la prensa, cosa que me haría respetarte más, sin duda, aunque igualmente habrían hablado de ti como todavía se habla. Quizá ya sabes que incluso continuaron tu saga en manos de otro autor, David Lagercrantz, contratado por tus herederos. No creo que eso te moleste, pues nunca tuviste problema en compartir tu talento. A mi me molesta un poco, como a tu inseparable pareja, Eva Gabrielsson, pues ¡qué pinche afán de ganar dinero! Un afán tan contrario a ti… Habría sido maravilloso leer esa continuación pero basada en tus borradores, aquellos que versaban sobre las muertas de Ciudad Juárez, acá en México. En fin. ¿Pudiste ver las películas que hicieron basadas en tus novelas? Seguro que sí. Personalmente prefiero, porque admiro su trabajo, la versión de David Fincher (para mí el mejor director contemporáneo para adaptar argumentos novelescos) con La chica del dragón tatuado, pero las versiones suecas no están nada mal. Cuando leí tu novela hace varios años en cierta clase de periodismo en la universidad, me imaginaba cada una de las situaciones que en ella narraste y llegué a pensar: esto sería una gran película. Ahora que leí Mi amigo Stieg Larsson pienso algo parecido: tu vida bien podría ser llevada al cine. Como documental o como ficción. O ambas. Si así ocurre espero volver a escribirte. Y también espero que para entonces ya haya leído La chica que soñaba con un cerillo y un galón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire.
Texto escrito para el libro Post Data / Post Mortem, Vodevil ediciones, 2016.
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