Eran nueve.
Las calles a esa hora, a la 3.30 de la mañana, estaban vacías. Mi casa quedaba a media hora del lugar; quizá, a lo mucho, a cuarenta minutos. Pero eran las 3.30 de la mañana y sólo hice veinte. Había sido el cumpleaños de un compañero del trabajo. Él era el encargado del departamento de sistemas de la redacción en la que trabajo. Cumplió 35. Es un año mayor que yo. Me tomé un par de cervezas nada más porque al día siguiente tenía que cubrir la conferencia de prensa que el candidato a alcalde de la localidad daría para los medios. Sé lo mucho que me cuesta levantarme si me paso de esa cantidad de alcohol. Y la conferencia era a las siete de la mañana. Se trataba del diputado que tenía fama, como muchos o todos los políticos de este país, de corrupto. Aunque era el candidato de la izquierda, ya había sido investigado por algunos compañeros de otros periódicos, coludiéndolo con el crimen organizado; ese ente abstracto con el que el gobierno emprendió una guerra hace unos años.
El diputado había pertenecido a las huestes del partido de centro cuando comenzó su carrera política. Desde aquellos años comenzó a forjar su futuro entablando relaciones con criminales. Porque desde entonces el crimen organizado invadió este lugar. Y desde entonces lo controla. Fue hasta hace unos años, no más de diez, que el ahora candidato cambió de bandera. Esos mismos compañeros que lo investigaron afirmaban que tuvo que hacerlo para poder ascender. Que en el partido de centro un joven como él -tenía casi 40 años- no podía aspirar a tanto. Pero en el de izquierda embonó bien.
La luz roja del semáforo hizo que me detuviera en el cruce de dos avenidas. Por la hora me podía pasar el alto, solo me fijé que no viniera algún coche.
Eran nueve.
En uno de sus discursos, Ortega (ese era su apellido) prometió erradicar la violencia que se había incrementado hasta el cielo en los últimos años. Lo decía tan tranquilo, como si se tratara de limpiar una habitación en desorden. “No podemos amanecer un día más en un país en guerra”, recuerdo que dijo alguna vez en uno de sus mítines.
En el cruce de aquel semáforo hay un puente vehicular. Miré hacia la izquierda y luego a la derecha, como dije, por cualquier cosa, para poder pasarme el alto. No había reparado, es decir, reparé de pronto, de tajo, en los cuerpos que colgaban del barandal del puente. Pisé el freno y me aferré al volante. Observé.
Eran nueve.
Dos mujeres y siente hombres. Todos lacerados, sus ropas manchadas de sangre. Sus cuellos atados a largos mecates que los tendían del barandal de la construcción de cemento. Para que todos los pudieran ver. Para que nadie los pasara por alto.
Eran las 3.30 de la mañana, aproximadamente. Los vi, quise tomarles una foto con mi teléfono; lo intenté desde allí, pero no salió bien. Entonces quise bajarme del coche para acercarme un poco, pero algo me dijo que no y pisé a fondo el acelerador.
Llegué a mi casa un poco antes de las cuatro. Me puse a escribir la nota después de haberle llamado por teléfono a medio mundo y la envié. No pude dormir. Ya escucharía en unas horas lo que tenía que decir el diputado al respecto.
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