La puerta de Satán

Pocas cosas tan molestas en este mundo como el ruido del refri por la noche. Hace un zumbido tan castroso, tan ojete, que nada más de mencionarlo me enchina la piel. Todas las noches suena y no me deja descansar.

—Juan, ¿por qué no compras otro refrigerador?

Mi esposa cree que cago dinero y que puedo cambiar de refri como de calzones. No agarra la onda. Llevamos ya un rato con el mismo méndigo aparato no porque yo quiera, sino porque no hay con qué.

Soy microbusero en el Distrito Federal, de la Ruta 15, Pantitlán-Cerro de la Estrella. Juan Molinar, a sus órdenes. Así me presento cada vez que me preguntan que a qué me dedico, como con la señorita del banco que me interrogó sobre mi actividad económica y mis ingresos para sacar un crédito y así poderme deshacer de ese refrigerador que ha sido mi peor pesadilla.

Todo empezó desde aquella vez que se descompuso y lo llevé a arreglar. El mecánico, un compadre de años de ahí de la cuadra (alias El Baby), me dijo que esa compostura iba a salir muy cara, pero que me podía hacer una chamba para disimular aquel ruido. Que si la quería bien hecha tenía que aflojar el camarón.

Y la vida no está para esos lujos.

Total que le hizo lo que tenía que hacer a medias. Lo probamos ahí en su taller. La verdad le quedó mejor de lo que esperaba: el ruidillo ese que tenía había desaparecido casi por completo. Me ayudó a llevarlo a la casa con su camioneta (de ida también me hizo el paro) y lo subimos. Vivo en el tercer piso de una unidad habitacional sobre la avenida Ignacio Zaragoza y ese pinche refrigerador ha de pesar lo mismo que el departamento: lo llevamos arrastrando por las escaleras hasta que llegamos a la puerta de la casa. Pero cuando tratamos de incorporarlo el peso me venció y el refri se me fue con todo contra el piso. Se oyó cómo casi traspasaba al otro departamento. Pinche sustote que me llevé.

—Que la chingada, compa, ya se jodió esta mamada. Écheme una mano para levantarla.

Pero El Baby ya se había largado. Yo solito tuve que levantar el pinche refri. No había nadie más en la casa que pudiera ayudarme. Total que lo llevé hasta su lugar –con mucho esfuerzo–, lo conecté y ¡madres!, que empieza a berrear como puerco degollado. Sonaba re gacho, como si estuviera agonizando, como si el diablo se lo hubiera chupado cuando cayó al suelo.

A propósito, cuando era niño los refris me daban un chingo de miedo. Yo soy el séptimo de nueve hermanos, y pues los más mayores a veces se pasan de lanza con los más pequeños. Ismael y Felipa, los más grandes, se aventaban unos cuentos de terror bien gachos. Y hay uno del que no me he podido olvidar.

Se llamaba “La puerta de Satán” o una cosa así, y trataba de que una vez en una casa vivían unos niños con su mamá moribunda, ya casi finada. Su papá no estaba con ellos, y con la señora enferma, no había nada qué comer. Los niños buscaban diario algo en el refri para darle a su mamá y para ellos mismos. Pero siempre estaba vacío.

Y así pasaron varios días, abriendo y cerrando la puerta del refrigerador, pero siempre lo encontraban igual, sin una cebolla siquiera. Pero una noche, el refrigerador empezó a hacer sonidos extraños. Primero como zumbidos que cada vez fueron más intensos, hasta que de plano el refri les hablaba por sus nombres a los niños. No me acuerdo ahorita de cómo eran, pero digamos que uno se llamara Raúl. El refri le hablaba: “Rauuuúl, Rauuuúl”, o “Juaniiita, Juaniiita”. Ninguno de los dos iba.

Pero, como siempre, uno la ha de cagar, y ahí va el Raulito de pendejo.

Según la historia, el niño hizo caso al llamado. Su hermana le insistió que no, que era más importante cuidar de su mamacita enferma que preocuparse por comer. Para esto la señora ya no respondía, ya estaba a punto de petatearse. Y el niño ya no oía razones, prefirió oír al pinche refri. Cuando abría la puerta, contaban mis hermanos, una mano con garras, roja, infernal, jalaba al niño pa dentro del refri. Y cuando su hermana la abría para ver qué onda con él, ya solo quedaban la sangre y algunos pedazos en las repisas del aparato.

Ya no me acuerdo si pasaba algo más, pero eso me marcó de por vida. Entonces, quedarme solo con el refrigerador ahí en la casa, con su ruido ese, me recordó ese cuento.

Y que le llamo a mi esposa.

—Reyna, ¿dónde andas mamita? Es que tuve una bronca aquí con el refri y necesito que me eches la mano, bombón. Sí, ándale, no te tardes por favor.

Desde ese día no ha habido ni una sola noche que duerma completamente en paz. Ya no me da tanto miedo como antes, pero la verdad no me atrevo a ir por algo de comer en la noche. Siempre trago algo antes de meterme a dormir, en la hora de la cena, para que no me vaya a dar hambre en la madrugada.

Total que tiempo después me dieron el crédito en el banco. Pero las cosas se pusieron peor, como si el refri supiera que queríamos deshacernos de él.

Reyna y yo fuimos al Elektra para ver los refrigeradores nuevos y comprar uno. Había unos bien chidos, que hasta te servían tu agüita con hielos y toda la cosa; bien amplios, digitales, pero sobre todo, silenciosos. Un nuevo refrigerador sería tan prudente como para dejarme dormir a gusto. Y así dejar de tener malos ratos en las noches.

Pero el refri viejo comenzó a hacer más ruido cada vez. Parecía la maquinaria de una tortillería o el motor de una micro sin escape, o no sé qué. A tal grado de que la Reyna tenía que desconectarlo por las noches porque era insoportable el ruidero que hacía. Cuando lo volvía a conectar en las mañanas, el refri, como si nada, se comportaba de lo más normal. El pedo era en las noches.

—Ay, Juan, se me olvidó desconectar el refri, ¿puedes ir?

Traté de hacerme güey, dizque muy profundamente dormido, pero nomás no podía fingir demasiado. De plano no podía dormir.

—Voy…

No sé cómo mi vieja tenía el valor de ir a desconectar el refri todo a oscuras y con esos ruidos tan gachos que hacía. Seguramente a ella no le contaron una historia de terror sobre un refri infernal que se devoraba a los niños. La única vez que le conté de esa historia no hizo más que burlarse.

—Juuuuaaaan.

¡Madre mía, el pinche refri ya estaba pronunciando mi nombre! Entre tanto pinche ruido, se alcanzaba a oír una voz tenue, femenina, apenas distinguible.

—Juuuuaaan.

Llegué a la cocina embarrado contra la pared. Todo estaba a oscuras, como he dicho. Solo era cosa de estirar la mano sobre la pared, prender la luz y llegar al cable de la conexión del aparato y zafárselo para que no volviera a escuchar los sonidos del averno. Al día siguiente compraría el nuevo refri y mi vida sería solo felicidad.

—Juuuuaaan.

No pude.

Cuando escuché eso, no hice más que cerrar los ojos y esperar el cruel momento de mi muerte. Me hinqué y le recé a Dios para que me echara una mano, para que no sintiera cómo las garras del diablo se encajaban en mi cuerpo.

De pronto todo se iluminó.

Era Reyna. Me encontró hincado y con los ojos cerrados. Me dijo riéndose:

—Juan, ¿qué haces? Te estoy hable y hable para que de paso sacaras la leche y te fijaras si no ha caducado.

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