Deshechos humanos

La mierda cayendo al agua hizo que casi me vomitara. Se oyó como si se hubieran echado un clavado en una alberca. La vieja esa había cagado como si acabara de tragarse un hipopótamo. Y yo que me sentía tan mal, tan débil. Llevaba ya dos días sin dormir, pero tenía que trabajar o me correrían de mi nueva chamba.

Del baño salió Lucía Winston: la activista y defensora de los derechos humanos.

En la asociación habían organizado un homenaje para ella. Dos días antes me pusieron a limpiar cada rincón del auditorio. No tuve broncas en trapear y quitar el polvo de los pisos, pero el baño siempre es lo que más se me dificulta, la verdad. Me da mucho asco ver la mierda de la gente y otras cochinadas que uno se encuentra ahí. Además de que andaba muy débil, ya mero me iba a caer.

Pero aguanté.

Faltaban dos horitas para que empezara el homenaje, así que cerré los baños para limpiarlos. Aunque ya lo había hecho, me dijeron que todo debía estar perfecto, que revisara de nuevo todos los rincones del lugar. Solo iba a darles una repasada: no me di cuenta de que en uno de ellos estaba la Winston.

Cuando salió, el olor de su cagada fue lo peor. Como dice mi comadre, hasta a los ricos les apesta el culo. Le importó un carajo que yo estuviera ahí y caminó al espejo. Se acomodó el cabello chino, cortito cortito, retocó sus labios y quiso salir, pero se encontró con que la puerta estaba cerrada. Para entonces ya me había puesto el tapabocas y portaba el desodorante-spray en una mano.

—Ábreme.

Estaba acostumbrada a que me dieran órdenes, a que me hablaran de mal modo, a que me insultaran. Porque había tratado con personas que, la verdad, se creen superiores a uno. Porque son unos hijos de la chingada. Tons me agarró por sorpresa que una defensora de los derechos humanos me hablara de ese modo.

Y le abrí la puerta.

 

Después de que terminé de destapar el excusado por culpa de la mierda de la Winston, me fui casi rengueando, recargándome en las paredes como teporocha, al auditorio «Julio Muñoz Ramírez». Así se llamaba el fundador del la Asociación Contra el Racismo y la Trata de Personas A.C. El lugar estaba empezando a llenarse. Todas las personalidades que fueron llevaban puestas sus mejores garras. Me apuré para que todo quedara listo a la hora buena, barriendo el poquito polvo que quedaba; ya había recogido la basura. Pero la cabeza me punzaba y sentía mareos. Sacudí los asientos que todavía estaban desocupados y ahí le paré.

Entre los presentadores de ese magno evento estaba el reconocido periodista Clark Laramie. Lo supe tan solo de escuchar su voz:

—Estamos reunidos esta noche para honrar a una querida amiga y, sobre todo, una excelente mujer: Lucía Winston…

Era tan guapo. Tenía los ojos verdes y unas canas que adornaban su hermosa cabellera quebrada. Además tenía una voz muy varonil. No me lo perdía cada noche en su noticiero de televisión. Yo pensé que de ahí se iba a ir en vivo al estudio, porque así siempre lo ve uno en su programa: impecable. Me tenía más apendejada de lo que estaba por no haber dormido.

—En un país en el que la violencia es cosa de todos los días, necesitamos más conciencia de lo que le pasa a nuestros semejantes. Lucía es una mujer que ha entregado su vida a ello. Al respeto absoluto de las garantías individuales de los demás…

En la mesa había otras dos personas que desconozco, la verdad. Ninguno de ellos tenía las palabras de Clark Laramie; ninguno mantuvo la atención de las gentes así como él. Era un chingón, en pocas palabras. Lo admiraba, la verdad.

Estuve prácticamente toda la ceremonia parada junto a la puerta, con la escoba recargada en la barbilla. Me seguía sintiendo muy cansada y débil, como que me faltaba el aire. Algunas personas llegaron tarde y como ya no había lugar, se paraban junto a mí. Ni un «buenas noches» me decían. Claro, como uno es conserje…

—No puedo dejar de agradecerles a todos por su asistencia a este homenaje que me ha tomado por sorpresa. Sin embargo, tampoco niego que me enorgullece que una institución tan valerosa reconozca mi activismo que he llevado a cabo desde hace muchos años, defendiendo los derechos de los desprotegidos, de las personas que necesitan nuestra ayuda…

La Winston no se quedaba atrás, la verdad. Su sonrisa y el tono dulce de la voz que usaba al hablar te dejaban así, como se dice, pus así, muy atento, pues. Yo solo la miraba, con las manos recargadas en la escoba, no me fuera yo a caer, esperando el momento de que
terminara la platicada y tuviera que limpiar entre las filas de asientos y poderme ir a mi casa a descansar.

Hasta me dieron ganas de acercármele y pedirle la ayuda que ofrecía, la verdad.

Y también me dieron ganas de pedirle un autógrafo a Clark Laramie. No podía pedirle una foto porque no tenía cámara o celular que saca fotos. Pero si hubiera podido, lo hubiera hecho. Solo por eso seguía de pie. Lo malo fue que ni una cosa ni otra se pudo. Cuando acabó la plática, toda la prensa se lo apirañó y ya cuando traté de acercármele, mi jefe, el señor Muñoz (el hijo de Julio Muñoz Ramírez), me echó una miradita de tú que andas haciendo ahí.

Al final fue muy poco lo que tuve que limpiar: dos o tres basuritas de fritangas que la gente se comía pa no quedarse dormida. Hasta se me antojó estar ahí sentada y echarme una pestañita en lo que estaban hable y hable, con sus copas de vino del cóctel que ofreció mi jefe. Ni modo, ay pa la otra, tuve que esperar a que los invitados se fueran a sus casas para que yo pudiera irme a la mía. Ya me estaba cayendo, ora sí.

Cuando la gente se empezó a retirar, el señor Lucho, el vigilante del edificio, me hizo señas con la mano de que fuera ahí donde estaba él, junto a la puerta de salida.

—¿Ya vio quién anda ahí entre toda esa gente, Lupe?

—Cómo no, don Lucho. El papichurro de Clark Laramie.

—Es re famoso ese señor. Se me hace que le voy a pedir un autógrafo.

—Ándele, hay que esperarlo aquí para que nos de uno a los dos. Hace rato quise pedírselo pero no se pudo, de tanta gente que hay.

—Bueno, y no se diga doña Lucía Winston. A su edad se conserva muy bien la señora.

Don Lucho ni se imaginaba a la Winston cagando como perro gran danés, la verdad. En esas estábamos cuando Clark Laramie se acercó a la puerta. Llevaba de su brazo a la señora de la noche. Si no llegaban tan rápido era porque a cada paso alguna persona se les cruzaba para saludarlos (se veían gente importante), a felicitarlos, a decirles que sus palabras les habían cambiado la vida.

Como a mí.

Tenía que decirle a la Winston que necesitaba de su ayuda.

Don Lucho estaba nervioso porque no sabía a quién pedirle primero el autógrafo.

—Dígales usté, Lupe, no sea malita.

—No se apure, don Lucho, yo les digo. Además le tengo que decir a doña Lucía Winston otras cosas.

—¿Qué cosas, Lupe?

—Cosas… de mujeres.

La Winston se veía muy feliz del brazo de Clark Laramie. La envidié, la verdad. No paraba de posar para las cámaras, de saludar al aire con su mano llena de anillos. Sonreía y sonreía. Hasta que le dirigí la palabra.

—¡Señorita!, se acordará de mí, la vi hace ratito en los baños…

—No.

Me vio con mucho desprecio otra vez. Lo peor fue que Laramie no se quedó atrás: algo, estoy segura, le dijo en el oído a la Winston sobre mi persona. Me vio como con asco. Me dio mucha tristeza porque avanzaron y ya ni caso me hicieron.

Don Lucho también me vio feo. Había algo en él que me dijo no te voy a recibir si lloras, así que caminé hacia ellos y los detuve parándomeles en frente, con la escoba por delante.

—Es que llevo dos días sin dormir, señora. Acabo de entrar a esta chamba, y no puedo andar así toda sonámbula limpiando los baños en los que usted entra a cagar lo que se aguantó toda la semana.

La Winston se quedó atónita, como dicen los intelectuales que se reunieron aquella vez, y me vio con el mayor desprecio con el que seguramente había visto a alguien en su vida como defensora.

—A lo mejor tengo insognio.

—Insomnio —dijo Laramie, sacándome de mi ignorancia y soltando tantito a la Winston, como que no queriendo, al escuchar lo de su aguantadez de ganas.

—Señora…—la Winston trató de disimular su enojo frente a Clark, que era aún más guapo así de cerquita —…hay instituciones públicas de salud que seguramente la podrán atender. Acuda a una de ellas.

No dejaba de mirarme encima del hombro. Escuché además cómo le dijo al oído, ahora ella a él, algo así como «que falta de respeto de esta mujer».

—Doña Lucía, con todo respeto…

Púm.

El señor Lucho dijo que me fui de jeta contra el piso. Que cuando me vio caer, Lucía Winston se quitó de mi camino, arrejuntándose a Clark Laramie. Del madrazo perdí el conocimiento. Don Lucho me contó también que, al escuchar mi caída, la prensa se acercó de inmediato al lugar de los hechos. Y que ahí sí, la Winston me levantó con ayuda de Laramie, posó para la foto, y aseguró que me llevaría de inmediato a un hospital. Que no era posible que una mujer trabajadora como yo no fuera atendida como se debe.

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