El hombre, cubierta la cara por una especie de mascarilla cúbica que solo deja ver su frente, y por una sábana que le cubre el torso, mueve la cabeza de arriba hacia abajo, golpeando su nuca sobre la almohada. La enfermera que está con él sale de la habitación apenas iluminada por los tenues rayos de luz solar que entran por la ventana. La mujer deja la puerta abierta y llama a los soldados. Un grupo de cinco hombres regresa con ella y rodea la cama donde el hombre yace desde hace meses. Entre los uniformados está el general, un sacerdote y otro soldado de menor rango que está ahí para descifrar lo que el hombre que porta la mascarilla, que no tiene brazos, piernas, ojos, lengua, rostro, quiere decirles. El soldado pronto reconoce el lenguaje: es código Morse, le dice al general y éste le pregunta, después de cerrar la ventana para que la oscuridad se apodere de aquel espacio, qué es lo que el hombre que aún vive a pesar de que no puede vivir está tratando de comunicarles. S.O.S, dice el joven soldado, ayuda. Pide ayuda. El hombre tendido en la cama mueve entonces la nuca un poco más pidiéndole a los soldados que lo saquen de ahí, que lo lleven afuera para que todos lo vean, para que la gente aprecie una nueva atracción circense: un hombre sin brazos, piernas ni rostro, que no puede hablar ni sentir, sería un éxito rotundo. Si no hacen eso, suplica, tendrían que matarme. Al escuchar esto, el general le pide al soldado de menor rango que le pregunte su nombre a este otro soldado, el que está frente a ellos postrado a perpetuidad en una cama, el que por una explosión en el campo de batalla perdió prácticamente todo. Así lo hace el soldado de menor rango, y tocando la frente del hombre sin rostro ni piernas ni brazos le pregunta su nombre. Pero éste no contesta más que mátenme, mátenme, una y otra vez. Y así permanece hasta que los hombres salen de la habitación.
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