Amanece. La luz entra por la ventana con el cántico de algunos pajarillos. Incluso se escucha el mar aunque el mar esté muy lejos de donde estás. Afuera todo es paz y tranquilidad, pero dentro de ti todo es zozobra. Un sueño, otra vez. Una pesadilla. De cualquier modo quisieras regresar allí, a aquel lugar imaginario donde al menos eras invencible. Pero ya estás despierto y tienes miedo. Mucho. No sabes bien a qué. Quizá a que todo seguirá así hasta que vuelvas a dormir, hasta que te sumerjas en las cavernas de la inconsciencia; en la oscuridad guardiana de la cordura. Así que mejor respiras, profundo, y con calma te enderezas para pensar en la batalla que hoy has de librar frente a la realidad. Como ayer, como mañana.
(Algo se aproxima. Está en tu cabeza. Tampoco sabes qué es, pero también le temes.)
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Steve Hogart, vocalista de Marillion, dice en este tráiler que su más reciente álbum es distinto respecto de sus anteriores trabajos. (Eso dicen todos los músicos cada que sacan nuevo disco, ¿no?) Que es un largo viaje no apto para las nuevas audiencias que todo lo buscan fácil. Dice que se asemeja a lo que hicieron en Marbles y en Brave, e incluso en su clásico Misplaced childhood. No solo musicalmente, sino líricamente: han retomado, con mayor fuerza, los temas políticos, de protesta, la crítica social, pero sin abandonar la hondura de la fatalidad cotidiana.
Eso para mí era suficiente: mis discos favoritos de esta banda entremezclados.
Sin embargo, al escuchar por primera vez junto a mi madre el disco número 18 de este grupo (el mismo día que compré el Hardwired… to self destruct de Metallica, mi otra banda favorita), la sensación que me causó quedó muy lejos de la proclama de Hogart. No acabé de entender su estructura: dividido en diversos capítulos, las canciones eran solo fragmentos de algo que pudo ser más grande. Y mejor. Luego pensé que por sí mismo el disco era una sola canción, justamente como si se tratara de una novela dividida en distintos apartados, o como una obra de teatro dividida en varios actos; una canción que evolucionaba lenta pero prodigiosamente. Tuve que escucharlo, mínimo, unas siete veces más para empezar a comprenderlo. Para que creciera dentro de mí. Porque ya sabía que Marillion no podía decepcionarme tan fácil. De ninguna manera. Y porque, ahora que lo pienso, cada uno de sus discos ha significado siempre un reto distinto, uno que exige, a quien los escuche, de un poco más que su atención, de un poco más que solo reproducirlos una vez. Así que, después de muchas oídas, poco a poco fui identificando los títulos, las letras, sus melodías y ritmos variables, tan distintos entre un track y otro que, sí, me pareció desde luego una obra diferente, pero no solo para la discografía de la banda, sino por la forma en la que se entiende el rock progresivo en la actualidad. Suena a, cómo decirlo… música hecha en el futuro, música que se adelanta a su tiempo y que a su vez habla del tiempo en el que fue concebida. Es tan sutilmente compleja que de pronto me sentí inmerso en un mundo onírico, fantástico, futurista; a su vez me sentí en un mundo tan real, tan crudo, tan cercano al que todos los días vivo, como si fuese el soundtrack del preciso instante en el que lo escuchaba, que me maravilló y trastornó por igual conforme traté de entenderlo. Sobre todo cuando traté de sentirlo. Solo así es que uno puede sumergirse (sintiéndolo) en el escenario que las composiciones de Hogart, Mosley, Trewavas, Kelly y Rothery han montado para mirar, vivir de cerca, esta obra de una hora y nueve minutos que es F E A R.
(Contrario a los discos mencionados como sus precursores, en este álbum sus mejores canciones -a mi parecer, claro- son las más cortas. La última, y que apenas dura un minuto con 47 segundos, es una obra maestra dolorosamente conmovedora que empieza diciendo: Tenemos cicatrices en los ojos / por nuestras miles despedidas.)
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Anochece. La fila es larga. La gente se apretuja y avienta con tal de pasar primero. Ella va detrás de ti (¿o tú detrás de ella?) y avanzan lentamente. Es la primera vez que verán juntos a esta banda. A Marillion. Están emocionados pese a que la verán desde lejos. Es lo de menos, saben los dos, lo único importante es que están ahí. Juntos. De pronto alguien te empuja (¿o la empuja a ella?) y enfureces. Lanzas improperios y empujas también. Aquel hombre es considerablemente más alto que tú, pero lo último que sientes es miedo. Te suelta un puñetazo en el rostro, tan ligero que no te detiene; es ella quien lo hace. Miras en su rostro, sí, temor. Por la situación, por tu comportamiento, no lo sabes, pero te detienes. Ya dentro de aquel teatro compran cerveza y se disponen a mirar el espectáculo. (Aunque lo de la cerveza fue en la segunda fecha, ¿no?, al día siguiente en otro escenario en el que pudieron ver mejor a la banda. Pero no importa. El caso es que están ahí, por fin.)
Los recuerdos de los dos conciertos se entremezclan, pero tienes mucho más en claro que fue en el segundo en el que le dijiste cuánto la amabas. Ya habían pasado muchas chingaderas para entonces y al decirlo te liberaste porque hacía mucho que no lo hacías, que no le decías eso, aunque nunca dejaste de hacerlo. De sentirlo.
Los recuerdos de los dos conciertos se entremezclan, y si no fuera porque son fechas comprobables sentirías que son un sueño. Del que ayer, hoy y mañana te despiertas aterrado. Porque jamás volverá a repetirse.
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