Los últimos pasos de Cuauhtémoc Blanco
Él es el primero en salir del túnel.
Encabeza la fila que trota hacia la cancha, donde ya el equipo rival, el Atlas, está calentando desde hace unos minutos. Él es, también, el primero en saludar a los jugadores del equipo contrincante. Les da la mano a algunos y, lentamente, corre hacia el otro lado de la cancha, donde su equipo, el Puebla, inicia el calentamiento. Estira su cuerpo jorobado en soledad. Los fotógrafos que estaban retratando a los jugadores rojinegros ahora están, casi todos, sobre él. Es su último partido en la liga que le vio debutar, con el América, el 5 de diciembre de 1992. Qué mal que se tenga que ir, dice uno de los reporteros que tengo a un lado, en una de las dos mesas para la prensa ubicadas sobre las gradas que están hasta arriba del estadio, cerca de los palcos. De pronto los jugadores forman un círculo. Él se les une. Se abrazan y hacen estiramientos todos juntos. Los fotógrafos se arremolinan: desde aquí se ve ese pequeño grupo naranja que apunta hacia aquel hombre. En cambio aquí los reporteros andan dispersos en su celular, en su compu, mirando a las bellas damas que acaban de pasar. Observan todo menos el calentamiento. La dispersión se incrementa cuando unas personas, pertenecientes al club, comienzan a lanzar camisetas, envueltas en ruidosos paquetes transparentes, a la gente, quienes de inmediato las abren y se las ponen. Llevan estampadas la figura de Cuauhtémoc Blanco con la camiseta del equipo que hoy es local. El número 10 en la espalda. Sobre el número, su nombre. Le dan las gracias, las gracias por despedirse del futbol con la afición poblana, con un equipo al borde del descenso.
El sol aploma sobre gran parte del estadio, que aún no está lleno.
Para llegar a la cancha de los Lobos BUAP, prestada al equipo de la franja porque su estadio, el Cuauhtémoc, está en remodelación (si no lo hubiera estado, pienso, qué mejor para un futbolista que despedirse en un recinto con su nombre, el del último emperador azteca, como rescata magistralmente ESPN), hay que atravesar prácticamente todo el campus bajo la inclemencia de los rayos solares. En ese camino, no tan pintoresco, muy sobrio, muy limpio, la gente avanza casi en silencio, sin hacer ruido, en orden. No pareciera que se dirigen a un campo de futbol para despedir a una de las figuras nacionales en ese deporte. A un ídolo. Así que Cuauhtémoc Blanco y los suyos calientan bajo ese mismo sol y el camarógrafo de Univision que tengo a mi lado lo capta con su lente. Hace zoom y lo enfoca. Sólo a él. Y es que vuelve a poner su cámara, tras apagarla, sobre la mesa. Bajo ese mismo sol los jugadores se ponen a practicar pases. Cuauhtémoc proveerá los toques perfectos de siempre. Su compañero no. Hará correr a Blanco hacia la banda por el balón. Algunos trazos los bajará con las nalgas. Otros los responderá delicadamente con ambas piernas. En el sonido local se oye “franja, franja”. El calentamiento termina. Cuauhtémoc Blanco es el último en abandonar la cancha. Lo espera, antes de llegar al túnel, en los últimos metros del campo, un reconocimiento que el equipo Atlas le tiene preparado. Lo recibe y posa para todo el grupo de fotógrafos.
Se escuchan los primeros aplausos.
Esta tarde, sábado 18 de abril de 2015, Blanco inicia como capitán.
Alinea como titular por última vez.
Al inicio del partido, el estadio de los Lobos no está lleno. Quizá esté al 75 por ciento.
El sol sigue abarcando gran parte de la cancha.
La gente aplaude al escuchar el nombre del ídolo de Tlatilco dentro de la alineación.
Inicia el partido.
Blanco juega al centro y por ambas bandas de la cancha, especialmente por la derecha. Muy pronto recibe su primera falta, muy cerca del área. Él cobra. Su tiro se estrella en la barrera. Al momento recibe otra falta, que no le cobran. Se enoja. Blanco cobra un primer tiro de esquina, que no repercute. Cobra un segundo y un tercer córner que tampoco hacen daño. Blanco ya no está para presionar, aun así se disputa un balón barriéndose. Lo gana. La gente le aplaude el esfuerzo. Le aplaude en los saques de banda cercanos al área rival, en los que Blanco se coloca cerca del arquero y busca rematar de cabeza, si sus compañeros le ponen la bola donde él pueda hacerlo. Los primeros veinte minutos los domina ampliamente su equipo. Mientras transcurre el juego un hombre vende semitas en las gradas. Blanco pone un centro peligroso. Nada. Inmediatamente otro córner que acaba muy lejos de las redes. La gente aplaude cuando hace una pared con el argentino Matías Alustiza, camiseta número 11, que casi culmina en gol. En un cobro de falta, Cuauhtémoc finta que va a tirar, pero no lo hace. Finta con el miembro, como siempre ha fintado, moviendo la cadera y empujando la pelvis hacia enfrente como un sablazo, antes de un cobro o cuando tiene encima algún jugador, en este caso a Juan Pablo Rodríguez. Su cobro pasa peligrosamente arriba del arco. Al minuto 40, Blanco prueba con un tiro a Federico Vilar. El arquero se queda con la bola. Despeja y segundos después el Atlas anota. Gol de Christian Suárez.
Todo el primer tiempo había sido del equipo de la franja. Hasta el momento no merecía perder.
El sol comienza a menguar.
Blanco sale del campo caminando por la banda, solo.
Al inicio del segundo tiempo, Puebla se va encima del Atlas con todo lo que tiene.
Pero en diez minutos de juego Blanco no ha tocado el balón. Al minuto 59, cuatro minutos después, sale de la cancha. En su lugar entra Noriega, camiseta número 7. Blanco apenas le da la mano. La gente se pone de pie y le aplaude. Al siguiente cambio entra Luis Gabriel Rey, camiseta número 21. La gente lo abuchea.
El resto del juego Puebla pierde el control y se lo cede al Atlas. Al minuto 86 expulsan a Acosta, del Puebla, camiseta número 27. En ese mismo minuto la gente empieza a irse del estadio. Le chiflan a su equipo. Los últimos cinco minutos de juego el Atlas va con todo por el segundo gol, que consiguen pero en fuera de lugar. Por poco les marcan un penal a favor. Estuvo encima hasta el último segundo del partido, que culmina 1 a 0, favor Atlas.
Un peldaño más hacia a la escalera que conduce al descenso del Puebla.
Cuauhtémoc se levanta de la banca y una cámara de televisión sigue su camino solitario que conduce a los vestidores. El rostro serio, no mira hacia otro lado que no sea al frente.
Es la segunda vez que veo jugar a este hombre en vivo. La primera fue en un partido de México contra Chile en el estadio Azteca, en la despedida de la selección rumbo al mundial de Sudáfrica del 2010.
Ni ese ni este día metió gol.
Lo haría hasta ese mundial frente a Francia, de penal. Su último gol con la camiseta verde, con la que marcó 38 goles, tercer anotador de la selección en la historia debajo de Javier Hernández y Jared Borgetti. Su tercer gol en tres mundiales diferentes (Francia 98, Corea-Japón 2002, Sudáfrica 2010).
La sombra, para ese momento, ya ha acaparado la mayor parte de la cancha.
Tres días después, el martes 21 de abril de 2015, Cuauhtémoc Blanco disputa el último partido de su carrera como futbolista profesional frente a las Chivas del Guadalajara en el mismo estadio de los Lobos, en la final de la Copa MX.
Observo el encuentro por televisión.
En esta copa Blanco marcó su último gol. Aunque ya era el futbolista más veterano en anotar en la era moderna de nuestro futbol.
En este partido no marcará: al minuto noventa queda solo frente al portero, pero falla. El defensa lo alcanza con facilidad.
Este día Blanco no hace más que ponerse tres veces frente a la barrera. En la primera le dan un balonazo en la cara. Es esa su mejor jugada del encuentro.
“El futbol no quiere que se vaya Cuauhtémoc”, dice el narrador Christian Martinolli cuando la luz del estadio se va minutos antes de terminar el partido, cuyo marcador final es 4-2 a favor del Puebla.
Blanco se retira del futbol como campeón. A los 42 años.
Sus compañeros lo cargan. Se despide de cada uno. El sudor le inunda el rostro, a pesar de que jugó sólo veinte minutos. La gente dentro del campo se toma selfies con él, como siempre lo han hecho: durante la transmisión la gente envía las fotos que se han tomado con el ídolo del pueblo.
Los organizadores montan el escenario para la entrega de trofeos. Blanco es el primero en la fila. Espera con los brazos en la espalda. Mira hacia arriba. “Este tipo es un ángel”, dice Luis García, el analista. La barbilla hacia arriba, parado, firme, de pronto levanta un dedo. Se le acercan, lo abrazan, pero el todavía futbolista permanece en esa posición. Es él quien recibe y levanta la copa. Todos celebran y se pasean dentro del campo. Su madre, doña Hortensia Bravo, aparece con una gorra plateada en la cabeza y abraza a su hijo.
Observo por la televisión que Cuauhtémoc llora. Que llorando agradece a su afición y a su familia. Los reporteros le lanzan preguntas que responde mecánicamente. Dice que no le duele, dice que es la nostalgia.
Resisto las lágrimas. Al día siguiente observaré al ídolo tepiteño iniciar su campaña para obtener la presidencia municipal de Cuernavaca, Morelos. Un partido que no esperaba verlo jugar.
El día en que la política derrotó al futbol
Detrás del escenario que han montado se encuentra la figura de José María Morelos y Pavón, el prócer de la patria que a sus espaldas resguarda las letras que nombran la biblioteca de aquel edificio, la biblioteca 17 de abril. A los costados de aquel templete está el mural “Historia del estado de Morelos”, en el que se observan la lucha prehispánica y la conquista al pueblo a través de la guerra. Frente al escenario está la entrada del Parque Solidaridad. El pasillo que conecta a la entrada con la biblioteca en realidad es como la cancha del juego de pelota prehispánico, en el que, con las caderas, los jugadores anotaban dentro de los círculos que sobresalían de la pared, a media altura del suelo.
Contexto ideal para la aparición del emperador Cuauhtémoc.
Pero en este momento no hay nadie alrededor mas que quienes colocan el escenario y prueban el sonido con ‘Rossana’, la canción del grupo de rock progresivo Toto. El sol, a esta hora, las dos de la tarde, derrite cualquier cosa que esté debajo de él. Un montón de sillas dobladas yacen al centro de esta plaza pública griega y el ardiente asfalto refleja la luz directo sobre ellas. Observo desde la sombra que brinda el edificio de la biblioteca a un hombre colocar la primera de todas, en la esquina derecha del escenario si se ve de frente. Dudo si sentarme ahí o permanecer donde estoy. A unos metros de esas sillas hay un ring que también recibe el castigo solar. No hay manera. Una mujer con la insignia del Partido Social Demócrata (el partido en el que ahora Blanco es jugador) se encamina hacia la entrada de la biblioteca, hacia los escalones donde estoy sentado. Un hombre sale de ahí y ambos se encuentran. Entre otras cosas ella le dice que Cuauhtémoc estará aquí a las cinco de la tarde.
Debo esperar.
Pero lo hago en otra parte, cobijado por la sombra de unos árboles, donde ya están sentadas unas seis personas. Me recuesto en el piso usando mi mochila como almohada. Suena de pronto un disco acústico de Arjona. Escuchamos sus éxitos. Un joven y un viejo se acercan al ring. Ambos se suben al cuadrilátero y comienzan a tensar las cuerdas. De acuerdo con los organizadores, el evento tendría que iniciar a las tres treinta de la tarde. Según Facebook se espera una asistencia de poco más de 200 personas. Los hombres del escenario comienzan a colocar unas cuantas sillas más, en filas, y las vallas de protección con el rostro de Cuauhtémoc en blanco y negro.
Las versiones acústicas de Arjona se homologan y parece ser siempre la misma pieza.
De pronto el viejo que estaba sobre el ring se encamina hacia las personas que estamos ahí sentadas (y acostadas). El grupo se ha hecho un poco más grande. “Si quieren que me ponga una del Cuau, pos que me den una del Cuau”, expresa el hombre que lleva puesta una desgastadísima playera del Partido Verde. De no ser por el tucán y por el color no se distinguiría plenamente. Un grupo de cuatro jóvenes también se guarece del sol a unos pocos metros de donde estoy, donde los árboles del parque brindan protección. El grupo de personas que está detrás de mí me pregunta a qué hora va a empezar el evento. Les digo lo que sé, que a las tres y media, según anunciaron, sin mencionarles lo que oí sobre la tardía llegada del exfutbolista. Pero los minutos pasan y unas señoras llegan de pronto ahí, con sus paraguas blanquirrojos que el partido les ha regalado para cubrirse del sol. El viejo con la playera del Partido Verde dice que las regalan en la entrada. Algunas personas se levantan y se encaminan hacia allí para comprobarlo.
Poco a poco la gente se reúne más y más en esa zona de sombra. Entre las personas se ve llegar a un par de enmascarados. A las tres y diez, veinte minutos antes de la hora pactada, ninguna persona está sentada en las sillas que ya están colocadas. Un tercer luchador llega. Los niños que hay lo celebran con risas y señalamientos: “¿Ya van a luchar?”, le preguntan a sus madres.
El viento sopla aire caliente.
Dentro del escenario que han montado, el único lugar en el que hay sombra de aquel semicírculo infernal, hay una pantalla que por ahora transmite imágenes de conciertos. De una banda metalera que no logro distinguir a la distancia. No hay sonido, sólo imagen. Es que me veo súbitamente rodeado de gente, ahí donde estoy acostado. Me incorporo y me siento para no abarcar el lugar que las personas necesitan. Mujeres, niños (algunos con balones), viejos, hombres, jóvenes, de todo. A lo lejos se vislumbra un grupo de personas que se aproxima con más paraguas. Aun así, la pequeña caravana se junta con nosotros en la sombra.
Ya han colocado más vallas. Además del rostro del Cuau, llevan impresas las propuestas del ahora candidato: “Crear un gobierno ciudadano”, dice una. Es en ese momento, tras leer aquellas palabras, que una ambulancia se estaciona justo enfrente de este grupo que ya es de más de treinta personas. Un hombre reclama a uno del partido, aquel que puso la primera silla bajo el sol, que el vehículo no dejará ver a la gente hacia el escenario. “El pueblo es más importante que el candidato”, le dice a aquel hombre, perteneciente al partido. La gente secunda la valentía del ciudadano y algunos empiezan a alzar la voz para que quiten la ambulancia. El hombre que puso la primera silla dice algunas palabras que no escucho, levanta los brazos y se va.
No quitan la ambulancia.
A las tres treinta, hora pactada, nadie se ha sentado en las sillas y el sol no ha claudicado un solo grado centígrado.
Dos mujeres del partido, una de ellas es de quien escuché decir que el candidato llegaría a las cinco, se acercan al grupo y saludan. “Hola, ¿cómo están?”, dicen ambas, y algunos responden que bien. Las conocen. Se conocen entre sí. El par de mujeres dice alguna otra cosa que ya he olvidado y se marchan. Más gente llega con sus sombrillas, de otra parte del parque, y al ver que las sillas están vacías se abalanzan sobre ellas. Muchos en este grupo expresan que de ninguna manera se sentarían ahí, que seguramente los asientos están ardiendo. De cualquier modo los hombres que montaron el escenario ponen más sillas. Nadie aquí comenta nada sobre el evento que está por acontecer. Hormigas negras se arremolinan en estos escalones, donde estamos sentados: se pasean en nuestros traseros, en las bolsas, en las mochilas. Hay quien pregunta por las playeras “que iban a dar”. Alguien más comenta que las sombrillas “no las están dando” en el parque, sino “en las colonias”. Otro grupo de personas arriba al lugar. Tres pequeños niños portan sus playeras del América.
A las cuatro de la tarde ya hay más gente por todas partes. La mayoría prefiere permanecer en la periferia, bajo el resguardo de las sombras, a sentarse en las sillas, bajo el sol. Es hasta las cuatro y media que una voz suena: “a ver el grito de las mujeres”, para posteriormente anunciar el show de lucha libre. Son muy pocas las que responden al llamado y gritan. Un diputado local, dice la voz, es quien ha traído el espectáculo luchístico. Pide un aplauso para él, pero a cambio recibe el silencio de las personas, que para ese momento ya superan las doscientas que confirmaron su asistencia en Facebook. La pelea es, como siempre, rudos contra técnicos. Uno del bando rudo se hace llamar El Verdugo y lleva puesta una máscara negra de piel que casi se funde por el calor. Los luchadores se baten así, bajo el solazo despiadado y algunas personas, bajo sus paraguas que desprenden el olor de la pintura derritiéndose, los azuzan a ganar cada caída. Como música de fondo suena una melodía cuyo verso dice: “Yo por el Cuau, voy a votar, por Cuernavaca, lá lá lá lá”.
Al borde de la insolación, dejo de tomar fotografías de la pelea y retrato lo que está a mi alrededor una vez que descanso unos minutos bajo los árboles. Un miembro del equipo de comunicación me informa a mí y a otro reportero que tenemos total libertad de acción, afirmación que no cumplió cuando requerí tomar fotos debajo del escenario. El hombre nos informa que el candidato se tomará fotos con toda aquella persona que lo deseé; que si había 100 personas se quedaba una hora más de lo previsto, que si había 200 se quedaba dos horas y así sucesivamente porque la gente lo pedía, lo reclamaba, y en el partido político no querían que el pueblo pensara, sus posibles votantes, que el exfutbolista era un mamón, así que se quedarían un buen rato aquí. En el infierno.
“Vaaaamos, vamos Cuauhteeeemoc, en Cuernavaaaaaca, vamos a ganar”.
Emulando la melodía americanista, y tras una victoria de los técnicos en la primera función, a las cinco de la tarde la voz anuncia una segunda terna. Nadie aplaude o celebra dicha información. Es un encuentro de miniluchadores, también auspiciado por el diputado, con apoyo del Consejo Mundial de Lucha Libre, según la voz. Esta vez los miniluchadores incluso recurren a dinámicas y concursos de baile con la gente, a pleno rayo solar, para tratar de animar a la concurrencia. Lo logran, pero el calor no da tregua. Al otro extremo de este lugar en el que ya hay más de mil personas, la gente pelea por un paraguas. Observo como una integrante del partido, que lleva cargando algunos, es increpada por unas mujeres que le piden que les dé de los que lleva. No, les dice, esos son para nosotros. En otro rincón del lugar, un hombre junta a un grupo de gente, casi todas mujeres, y les pide que se calmen, se formen y ordenadamente tomen las playeras que están a punto de regalarles. Prácticamente en cada espacio de este lugar hay un miembro del partido camuflado, más allá de aquellos que llevan playera, que acarrea a la gente y que está vigilantes de lo que se haga alrededor. En todo este tiempo los observo moverse de un lado a otro, movilizando grupos, dando órdenes.
Para cuando el candidato llega, a las cinco treinta de la tarde, yo estoy tirado cerca de un lago, observando a las aves. La voz del sonido pide aplausos para Cuauhtémoc. El lugar está abarrotado. A simple vista calculo tres mil personas. Corro hacia el frente y a empellones y compermisos trato de abrirme paso. Al verme con la cámara, la gente accede, no de buena gana. Ahí está el Cuau, con su equipo de campaña. Todos dicen algo antes que él, quien es recibido entre vitoreos y aplausos. Ahí está el héroe mundialista frente a su nueva afición. Es así que recuerdo a Jesús Pastrana, el personaje de la novela de Enrique Serna, La doble vida de Jesús, donde un político honesto enfrenta todo tipo de adversidades para llegar a la alcaldía de este mismo lugar, donde vive este aclamado narrador. Las atrocidades que enfrenta me hacen preguntarme si lo que dice Cuauhtémoc a esta gente es cierto. “Yo no soy como los políticos de siempre, yo soy del pueblo, yo no les voy a fallar”. Lo repite varias veces cuando toma la palabra, cuando rememora que el PRD, partido al que días después le adjudicaría su candidatura por error, impugnó sus intenciones de llegar a la alcaldía. “Esos cabrones me querían chingar”, dice tras disculparse con la gente por decir groserías, pero él bien sabe que eso es lo que lo acerca a ellos, y en adelante profiere algunas más. La gente se ríe. Él se ríe. Su simpatía inunda el lugar: todos los paraguas están frente a él. Hay quien le grita que dé sus propuestas (diez, idénticas, a las de cualquier otro político, y que terminaron proyectando en un video) y hay quien le grita campeón, papucho, y que arriba el América.
Que arriba el Puebla.
“No les voy a fallar”, dice con insistencia, y recuerdo al personaje Jesús Pastrana y como sus ideales bien cimentados se fueron de pronto al garete ante el pragmatismo político. Las palabras de Blanco son demagogia en estado puro, pero quizá el arrastre, el jale que tiene con “gente como él, gente del pueblo” pueda, justamente, funcionarle.
El propio Serna responde mi cuestionamiento en Facebook al respecto: “Es obvio que la postulación de Cuauhtémoc es un gran negocio para él y para el partido que lo postuló. El PSD es un membrete sin contenido que se conformaría con conservar su registro gracias a esta maniobra. Pero me temo que en un descuido, el Cuau puede ganar la elección. Si eso ocurre podría darnos la sorpresa de gobernar con sensatez y honestidad, como Sancho Panza en la ínsula Barataria, o dejarse manipular por los políticos profesionales que lo están utilizando. Yo no estoy de acuerdo con estas argucias de mercadotecnia electoral y por lo tanto me niego a votar por él.”
En media hora culmina todo el show y Cuauhtémoc cumple lo que el integrante de su equipo de comunicación me advirtió: en una pequeña palapa se tomará fotos con todo aquel que así lo quiera.
Se forma, entonces, una fila inmensa.
Son las seis de la tarde y el sol por fin se esconde detrás de unas nubes. La gente se forma mucho más relajada. En esa enorme hilera se dejan ver todas las camisetas del América que vi dispersas previo al mitin. Una de las personas que lleva su playera puesta, Serafín, de 44 años, residente de Cuernavaca, me dice que nunca había votado. Me dice que votará sólo porque es el Cuau. “Él todavía no sabe robar”, dice el americanista de toda la vida, quien me asegura sale en uno de los spots del nuevo político boleando zapatos.
Así observo a Blanco tomarse, uno a uno o por grupo, una foto con quienes se han formado. A algunos les firma su playera amarilla, pese a que, según me dijo el miembro del equipo de comunicación, no lo iban a permitir para evitar mayor retraso. Al fin y al cabo, Blanco siempre ha sido un rebelde y ha hecho lo que se le da la gana, pienso.
María Esperanza, de 52 años, otra oriunda del lugar, me dice que votará por Blanco porque promete que ayudará a todos. Sombrilla en mano, solitaria entre tantos aficionados, me dice: “pa que de una vez saquen al PRD del gobierno”.
Hubo quienes no quisieron responder mis preguntas.
Una mujer, de desconocido nombre y edad, me dijo que no sabe si votará por él, pero que llevó a su hijo (quien callado escucha nuestra charla) casi a la fuerza para que se tomara una foto con el, hasta el día anterior, jugador de futbol.
Una joven pareja, él de 31 y ella de 23, con un pequeño hijo de meses que lloró cuando el Cuau lo tomó en sus brazos, me dijo que votarían por él. El joven trabaja para el equipo de Blanco “por fuera”, me dice, haciendo publicidad. Me pregunta si es cierto el rumor de que este día lo amenazaron de muerte. Le digo que es el primero al que escucho decirlo.
La enorme fila avanza rápidamente pero a las siete de la noche Cuauhtémoc sigue tomándose fotos. De pronto se limpia el sudor, uno de su nuevo equipo le da agua, otros cuidan que la gente no se meta, otros toman fotos con los celulares de la gente. Se limpia el sudor, bebe agua, toma aire y vuelve a sonreír y a posar, a veces con la señal que hacía cuando celebraba un gol, otras simplemente sonriendo. Detrás de la valla que impide que las personas se metan, algunas mujeres expresan que es muy tierno, y otras que seguramente se le está bajando la presión y en cualquier momento caerá. Pero no sucede y el Cuau sigue firmando y tomándose fotos, al ritmo de su canción que se repite una y otra vez: “Yo por el Cuau voy a votar, por Cuernavaca, lá lá lá lá”.
A las siete y media ya las piernas me exigen largarme. Preparo mis cosas y me encamino hacia el pasillo que es una cancha del juego de pelota. Tengo hambre, sed y cansancio. Cuauhtémoc Blanco sigue firmando y tomándose fotos. Observo la fila: ha disminuido considerablemente. Lo pienso un segundo más, saco mi cámara y me formo. No puede ser, me tomaré la foto con el ídolo de mi niñez. Haciendo un exhaustivo recuento, este hombre jugó desde que yo iba en la primaria y hasta cuando hubiera culminado una segunda licenciatura. Me regaló el mejor gol que he visto en un mundial. Las mejores celebraciones y muestras de futbol de barrio llevado a lo profesional. Los mejores momentos con la selección mexicana, los más felices, los que me hicieron llorar de gusto. Momentos después de formarme los miembros de la organización anuncian que seremos los últimos, y que nadie más podrá formarse ya. La fila avanza con una rapidez mayor a mi pulso cardiaco. Preparo la cámara lo mejor que sé. Antes de llegar a él le pido a una hermosa mujer que ella me tome la foto. Se ríe de mis nerviosas indicaciones y asegura que sabe usar el aparatejo. Termino por confiar en ella pues no me queda de otra. Espero a una familia antes de pasar con él.
En primer lugar le doy la mano.
En segundo le digo: gracias, Cuauhtémoc, por todo.
En tercero él me dice, ¿cómo estás?
En cuarto, lo veo mucho más joven y delgado de lo que lo vi en pantalla y en el estadio estos días.
En quinto, le digo que bien y lo abrazo.
En sexto, posamos.
En séptimo, le digo que ya ha de estar muy cansado.
En octavo, sonreímos. La chica toma varias fotos.
En noveno, me dice: la neta sí, cabrón.
En décimo, me entregan mi cámara y ya Cuauhtémoc se está tomando otra foto.
No pude decirle adiós.
Texto publicado originalmente en Kaja Negra.
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