De rodillas frente a la señorita porcelana

Mi entrevistado está sentado en el cómodo sillón blanco forrado de piel sintética. Agita despacio su whisky con hielos servido hasta la mitad, sujetando con los largos dedos de su mano derecha el vaso de boca ancha. Su brazo izquierdo lo apoya en ambas piernas, y a su lado reposa la guitarra plateada que utilizará en unos minutos en el concierto de su banda: Estiércol.

Las paredes del derruido camerino no filtran del todo el sonido de las bandas de grindcore que en ese momento tocan.

—Lo nuestro es menos brutal, pero igual de asqueroso: ya sabes, el tema central de mi trabajo es la inmundicia humana, por eso estamos aquí, ¿o no?

Es la segunda vez que lo he visto desde que charlamos tiempo atrás en un café de la ciudad. Esta ocasión lo noto un poco más cansado, sin embargo. Dejó la cocaína, me contó aquella vez, y ahora se mete quién sabe qué sustancias. En este momento no se lo pregunto, pero por su aspecto se nota que es intravenoso.

—¿Ves esa cosa blanca de allá? —me pregunta de repente, y volteo hacia un rincón de aquel cuarto— Es mi nueva creación —dice y acaba de un solo trago el contenido de su vaso.

La veo, sí, pero justo eso es lo único que distingo: una cosa blanca ahí arrumbada.

—Me costó más que las anteriores —dice sin perder fluidez en su hablar mientras se sirve otro vaso de whisky, y continúa—: creo que no debería hacer tanto arte en paralelo; de pronto escribo una canción cuya esencia bien podría desarrollarla mejor en yeso, y viceversa. No sé, cabrón, no sé qué me está pasando.

Extiendo mi vaso hacia él para que me sirva otro trago.

—Compré la botella de camino acá —le digo—, es una marca rara, además de que está hecha para auténticos guerreros: es barata, pega duro; no a todos les gusta, pero de verdad creo que vale la pena.

Culmino mi estúpida explicación. Mi entrevistado permanece en silencio hasta que me devuelve el vaso, y de la bolsa trasera de su pantalón saca un paquete de cigarrillos. Son sin filtro. Me ofrece uno. Se lo acepto y casi al instante me acerca unos cerillos. Antes de poder encender la llama destrozo dos, y le doy las gracias.

—Está bueno —dice— y sé por qué te gusta: también, como tú, soy asiduo de ese tipo de cosas, en general las que a nadie más le importan —y levanta el vaso, ahora con la mano izquierda, la que tiene repleta de anillos. Aquellos dedos son casi de mujer, largos y finos, y yo lamento el par de espantos rechonchos que tengo por manos.

—Salud —le digo, y chocamos los vasos. Mi entrevistado golpea tan fuerte al mío que se le forma una pequeña grieta.

De repente un toquido en la puerta.

Todo el ruido exterior entra junto con el hombre que llega, y sin saludarme se encamina a grandes pasos hacia mi entrevistado para pedirle al oído que lo acompañe. Tan pronto quita su mano de la oreja del músico, ambos salen. Permanezco sentado, con el vaso entre ambas manos, y observo nuevamente las paredes blancas. Hay rayones hechos con plumón y spray negros, hay inscripciones y leyendas ininteligibles. Algunos de sus cuadros menos conocidos sobre los espacios que se caen a pedazos por la humedad. Doy un traguito al whisky observando toda la habitación. Culmino mi cigarro aplastando la colilla en el suelo. Súbitamente me abruman tremendas ganas de orinar. Me levanto del sillón dejando el vaso en la mesa de centro, y con las dos manos tomo impulso para levantarme. Camino ondulándome hasta la pequeña puerta donde sólo hay un mingitorio, sin regadera para ducharse o lavabo. Cierro la puerta tras de mí y el escaso murmullo del grupo que está tocando se apaga un poco más. El piso del baño está mojado y apesta a orines, mierda, vómito y todo lo que los humanos sean capaces de evacuar. Ahí no hay luz. Recargo ambas manos en la pared. Orino largamente. Tampoco hay agua. Salgo. Mi entrevistado no ha regresado. Afuera ya no se oye ruido, seguro la banda acabó su turno, y la música del bar no alcanza a escucharse hasta acá. Me encamino hacia el sillón, pero observo la nueva obra del hombre al que vine a ver tocar, y quien es dueño de la mitad de este negocio: El Abismo. Me acerco a ella despacio, como si se tratara de un perro dormido, y la miro. Es un escusado. Y probablemente sea el que había antes dentro del baño. Así que regreso ahí, abro la puerta y miro dentro. Apenas alcanzo a distinguir, gracias a la luz del cuarto, la tubería. No cabe duda, se trata del escusado que allí había. Me encamino de nuevo a “la obra” y la vuelvo a observar.

Es un fraude.

Abren la puerta y muy lejos se escucha la música de fondo. Parece ser una canción de Kiss.

—¿Qué te parece? —pregunta mi entrevistado.

—¿Tu escultura?

—Claro.

—Es… genial, sin duda.

—¿De verdad?

—De verdad.

El hombre que tengo frente a mí se sienta y rellena su vaso de whisky mientras yo regreso a mi lugar. Saca otro cigarrillo y lo enciende con un cerillo. Me ofrece uno, pero declino. Arroja el humo hacia arriba, tratando de hacer donas, sin lograrlo. Es así que le pregunto:

—¿Qué pasó con el hombre que vino hace un momento?

—Sólo vino a avisarme que se retrasó mi baterista, así que la gente tendrá que esperar.

—¿Cuánto tiempo?

—Una hora, al menos.

—¿Crees que te esperen?

—Lo harán, ¿alguna vez has visto en este país que un concierto se vaya al diablo porque la gente abandonó el lugar?

—Creo que no.

—No, no ha pasado. Aquí la gente aguanta mucha mierda por mucho tiempo.

Mi entrevistado arroja la ceniza de su cigarro al suelo. Yo culmino con el whisky que me quedaba y me sirvo otro poco, el último trago de la botella.

—Por ahí en ese mueble de allá creo que tengo una botella de vodka.

Observo el mueble al que el multifacético artista se refiere: está en ruinas como su entorno, y alcanza a camuflarse por su blancura. A pesar de sus altas botas, mi entrevistado se levanta con agilidad, parece que no ha bebido una sola copa, y se encamina hacia la cajonera. Abre cada una de las gavetas, hasta que de alguna saca una pequeña botella. Está nueva, dice, la destapa al momento y bebe directamente de la boquilla.

—Le pediré a Rizo que traiga unos cigarros, también se acabaron. ¿O tú traes?

Le digo que no.

De algún lugar de la larga gabardina que trae puesta, el hombre saca un celular y marca. Se aleja un poco, baja la voz y no escucho más que “y trae unos cigarros”. Cuelga el aparato y regresa al sillón.

Cruza la pierna al sentarse.

—¿Entonces te gustó la señorita porcelana?

—¿Quién?

—Mi nueva obra.

—Oh, ¿así se llama? Sí, es magnífica.

Mi entrevistado toma aire y dice:

—Significa la pudrición del hombre. Su simbolismo hereda mucho del performance pues la pieza es tomada de su lugar de origen para manifestarse en otro, muy distinto al suyo, como cualquier sitio que no sea el retrete de cualquier lugar.

Muevo la cabeza de arriba abajo para asentir, aunque piense que esa taza de baño no vale nada.

Rizo entra de pronto, sin tocar, y de nuevo tras él una estela de ruido, de baterías veloces, guitarras distorsionadas y voces guturales. Cierra la puerta y en una bolsa de su pantalón trae los cigarros. Los coloca en la mesa de centro. Ahora es mi entrevistado quien se acerca a él para decirle algo al oído. Mientras observo cómo Rizo asiente a las indicaciones que le están dando, yo bebo el whisky que recién me había servido, pero más lentamente.

De su espalda Rizo saca una pistola y se la entrega al vocalista de Estiércol.

Y éste me apunta.

—Levántate.

Casi escupo el trago que estaba atravesando mi garganta. No me levanto al momento y le pregunto que qué está pasando. Levántate, me repite, es momento de que conozcas el verdadero arte. Así que me pongo de pie. Rizo está ahí, imperturbable, observándome.

—Camina hacia allá —exclama mi entrevistado, apuntando con el arma hacia donde está su nueva obra. Con las manos en alto dirijo mis pasos hacia el retrete de mierda.

—Obsérvala bien —ordena— ¿Qué te parece?

Observo la pieza y le digo:

—Me parece… (trago saliva), maravillosa.

Sin el mínimo atisbo de embriaguez el hombre corta cartucho, y ahora, con el cañón apuntando a mi nuca, dice fríamente:

—Híncate.

Obedezco sin más, me hinco poco a poco. La pestilencia que despide la taza se pronuncia. Resisto las ganas de vomitar.

—Observa bien al interior, cabrón. Notarás los resabios de cagadas y orines, el sarro propio de un mueble jamás aseado. Ahora dime, por favor, si te parece que se trata de una gran obra maestra.

—Sí… sí me parece una obra maestra —respondo a punto de orinarme.

A mis espaldas escucho cómo Rizo le enciende un cigarrillo al artista, y cómo éste exhala impaciente el humo.

—¡Pues no es, hijo de tu chingada madre! —me grita—. Se trata nada más y nada menos que de la taza que hace unos días estaba en el baño y que, adivina, ¡ya no funciona!

Mi entrevistado respira, fuma, bebe, y grita más:

—¡Mete la maldita cabeza dentro y restriégala ahí!

Me empuja por la espalda encañonándome, yo meto lentamente la cabeza al retrete y, cerrando los ojos, la restriego, pensando que eso me salvará. Me quedo ahí dentro un momento, hasta que escucho a quien me apunta:

—Sácala, cabrón. Ya es hora.

Así, de rodillas frente a la señorita porcelana, le pido piedad:

—¡No seas culero! ¿Qué chingados te hice?

Y él dice, colocándome otra vez el cañón en la nuca:

—Mentirme.

Y dispara.

Es que se carcajean. Tengo los ojos cerrados. Espero a que terminen de reír para voltearme y observarlos. Tras una rápida orden, Rizo sirve dos tragos del vodka, quedándose con uno. Mi entrevistado me acerca el mío. Lo recibo temblando. Es el vaso que estaba usando momentos antes, tiene una fractura y el whisky que no había terminado. Alguien dice «salud». Chocamos las copas. Rizo se encamina a la puerta y abre. Se cuela el ruido otra vez. Con el índice de su mano derecha me señala. Debajo de mí hay un charco de orines. No pronuncio una palabra. Antes de salirse tras cerrar la puerta, mi entrevistado enuncia con toda calma lo siguiente:

—Si no puedes distinguir una pistola de juguete, mi querido reportero, mucho menos podrás distinguir una verdadera obra de arte.


Texto publicado originalmente en Letras Explícitas.

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