Días de feria

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Ayer fue el último día de la feria del barrio vecino. No lo supe hasta que estuve ahí con mi madre y escuché los gritos de los operadores de los juegos: ¡Hoy es el último día de feria! De no haberla visitado tampoco me habría enterado: en el camino a su casa mi padre y yo (quienes viajábamos en automóvil y nos metimos precisamente por ahí) ya no pudimos pasar por la calle donde se pone, donde está la iglesia de San José, el santo que veneran ahí, en Jajalpa. A esas horas, las 3pm, todavía había mucho sol, pero me imaginé (porque alguna vez fui, cuando morro) las luces de los juegos ya de noche: aquello sería un festín para el aprendiz de fotógrafo que pretendo ser. Le pregunté entonces a mi jefecita sagrada si quería acompañarme. Bueno, me dijo, y a las 8pm ya estaba lo suficientemente oscuro para retratar esas máquinas de diversión. Tan pronto estuvimos ahí saqué la cámara (todavía me da penita hacerlo en público nomás porque sí; es una de las técnicas que debo pulir) y empecé a disparar. No les resultó tan extraño a los visitantes, aunque definitivamente era el único por ahí con un aparato semejante. Esos vistantes, pensé, justo eran eso: visitantes de algún otro lado, personas a las que nunca había visto por ahí (en cualquier otra circunstancia esa calle a esas horas y ese día habría estado desierta). Sobre todo a los jóvenes, a los que mi madre temió desde que los vio pisteando unas caguamas en una esquina oscura con sus ropas, propias de cholos, raperos o reguetoneros o los tres. Ay, mijo, será que ya no salgo de noche, pero ya está muy feo por aquí, me dijo al ver a aquellos jóvenes a los que de no haber ido ella (y de haber sido acompañado por otra persona, quizá algún amigo) les habría pedido un retrato. Aunque la neta si intimidaban pese a que rondaban los 17-20 años; de pronto medio disimulé la cámara y evité tomar fotos cerca de ellos. No fuera a ser. Tampoco retraté a muchas personas; los niños eran los más fascinados al verme intentar una imagen rescatable. Las chicas, muy bonitas y muy jóvenes e igualmente desconocidas para mí también sonreían al verme. Pero en ningún caso quise buscarme problemas, o a mi jefecita, así que me limité a las máquinas por las que cobraban 10, 15 o 20 pesos por subirse en ellas, y que por otra parte posaron pocamadre. Una hora estuvimos recorriendo la breve calle que ocupó la feria, entre algodones, elotes, postres y micheladas. Al final, cuando partíamos, pasamos por uno de esos panes deliciosos de nuez o de nata y que costaban 25 varos. Al verme retratando su puesto, el hombre ya quería cobrarme la fotografía a diez pesos, pero mi madre y yo logramos irnos antes de desembolsar una moneda más. Disfrutamos en casa de aquella maravilla culinaria, acompañada de un chocolatito caliente. Y aunque mi jefecita se quejó de que había ponis de verdad arriando niños, la vi sonreír muchas veces mirando los juegos, los juguetes, a la gente. Tenía rato que no estaba tan feliz.

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