Se detuvo al filo del andén, un paso más allá de la línea amarilla, y por un momento pensó en arrojarse a las vías. Miró a ambos lados: no sería una molestia para nadie porque no había nadie allí, y seguramente tampoco habría alguien en la siguiente estación. Observó las luces frontales del metro acercarse, escuchó con claridad cada pieza del motor, cerró los ojos, y antes de que pudiera hacer nada las puertas ya estaban abriéndose frente a él. Abordó el convoy. Ahí tampoco había nadie. Se sentó en un lugar junto a una ventana. Miró su reflejo: el rostro cada vez más arrugado, la mata larga ya medio canosa, las arracadas en el rostro, la playera negra con la calavera de The Punisher. Las rosas que llevaba cargando. En eso consistía su trabajo: en vender rosas que él mismo fabricaba en casa. Su padre le había advertido que como artista (también era dibujante, y muy bueno) se moriría de hambre, y casi tuvo razón: de no ser porque a veces sacaba algo para comer estaría en la absoluta ruina. Lo que realmente le preocupaba a él, sin embargo, era que vendía un producto para enamorados a pesar de no haber experimentado nunca el amor. Había tenido romances, sí, pero jamás alguien que lo amara de verdad. Así que solía acercarse especialmente a las parejas para decirles: ¿Una rosa?, y a veces sentía deseos de cambiar los papeles y de ser él quien fuera abordado junto a su pareja en algún andén del metro por un vendedor de rosas para corroborar con una de esas flores de pasta negra lo feliz que era, lo enamorado que estaba… De pronto un policía lo despertó: ya había llegado a la terminal aunque a él le pareció que apenas había parpadeado. Le dio las gracias, se incorporó al momento y abandonó el tren. A lo lejos, en el solitario andén, vislumbró a una pareja de personas ya mayores que avanzaban tomadas de la mano. Quien quita y se les ofrece una rosa, pensó antes de acercárseles.
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