Observé su sombra a lo lejos. Mata larga, quebrada, bigote insípido, gafas redondas. Saco negro, más bien una gabardina, lo mismo que la camiseta que llevaba debajo y los pantalones y las botas. Una sombra, más bien, todo él.
Un tipo delgado, ciertamente alto (no es difícil
ser más alto que yo), que fumaba un cigarrillo. Distinguí mejor la pequeña brasa conforme se acercó a mí.
Bueno, en realidad no se acercó. Quiero decir, que no iba hacia mí exactamente, sino a la dirección en la que yo estaba, sentado sobre la banqueta, luego de vomitar.
Cinco minutos antes me estaba despidiendo de Aurora, mi compañera de trabajo. Veníamos de alguna fiesta, un viernes, como solíamos hacer lo que suelen hacer millones de Godinez en el mundo: reunirse en un bar y emborracharse después del trabajo.
Aurora vivía relativamente cerca de mí, a unas cuadras. Tras dejarla a la puerta de su casa, casi al momento, vomité a unos metros (porque solía vomitar cada que me embriagaba, porque me embriagaba mucho por entonces). Fue que tomé asiento para recuperarme.
Entonces vi la sombra aproximarse.
—Ey, disculpa —le dije, en voz alta, a quien segundos antes era un espectro que de pronto adquirió forma humana y volteó a verme. Como caminaba rápido, intuí que su intención había sido esquivarme —¿Tendrás un cigarro?
Aquel flaco se detuvo por completo. Primero no hizo nada, no me miró, se quedó mirando al frente, y luego extrajo de su gabardina una caja de cigarros.
—Son cubanos —aclaró mientras me extendía la cajetilla.
Tomé uno. Le dije:
—Gracias.
Luego sacó unos cerillos (no me esperaba un encendedor) y me ayudó a encender aquel tabaco cuyo agresivo sabor me levantó del suelo.
Tosí.
El flaco se rió.
—Siempre les pasa —dijo. No sabía a quiénes más se refería. Tenía una voz extraña, como de extranjero, pero no sabía de dónde.
En cuanto terminé de toser extraje el cuarto de tequila Jimador que llevaba en mi chaqueta. Antes de darle un trago, le ofrecí uno.
—No bebo —dijo y sacó otro cigarro y se lo colocó en los labios. Lo encendió— ¿Cuál es tu nombre? —preguntó luego de unos segundos de silencio.
—Fernando —le dije—. Fernando Moreno.
—Yo me llamo Roberto —dijo y ahí pude distinguir mejor su acento. ¿Venezolano?
—Roberto qué —dije, tras darle un buen jale al cigarro.
—Roberto Bolaño.
Sabía que Roberto Bolaño, el finado escritor chileno, había vivido en la Ciudad de México en algún momento de su juventud. Que estuvo ahí algunos años, no sabía cuántos, y que luego se fue a Barcelona para jamás volver.
Lo que no sabía era dónde, en qué parte de la ciudad había vivido exactamente. Dónde se había configurado el mito en el que se convirtió.
(Antes de continuar debo hacer una aclaración innecesaria: que no soy su fan —apenas he leído un par de sus libros—, aunque me gusta mucho su escritura y sin duda me parece mejor —y más auténtica y vigorosa— que muchas otras.)
Leí Los detectives salvajes hacia el final de mi carrera universitaria (en periodismo, hace unos diez años; apenas me voy a titular). Llevaba conmigo la novela y la disfrutaba un chingo durante el tiempo que dura el trayecto de la línea 3 del metro (unos 45 minutos); es decir, la que va de Universidad hacia Indios Verdes (o al revés).
Después compré su libro Entre paréntesis, para conocer más a fondo sus gustos literarios y opiniones sobre escritores. Me gustan mucho ese tipo de libros (porque soy muy chismoso).
Luego, quien ahora comparte su vida conmigo, me regaló dos libros suyos: su novela póstuma, 2666, y El espíritu de la ciencia ficción, que extravié en una mudanza (y que también es póstuma. Lamento mucho la pérdida).
Poco después de salir de la carrera (de haber obtenido todos los créditos, de acreditar el idioma, de tener casi todo menos la tesis) conseguí mi primer empleo. Fue un maldito infierno que se abrió bajo mis pies desde el primer día, cuando llegué 20 minutos tarde y me regresaron a casa.
No sé cómo fue que ocurrió eso (de llegar tarde) si toda la universidad me la pasé yendo y viniendo de Ecatepec a CU, saliendo a las 5 de la mañana para llegar a las 7 aeme. No sé cómo fue que me retrasé en una distancia mucho más breve, pero lo hice (y luego me volví más impuntual, mucho tiempo, pero ya no). Me prometí que no volvería a ocurrirme semejante humillación, digna del más burdo capitalismo.
Así que me mudé al cuarto de azotea que había en ese lugar donde vivía mi finada y paterna abuelita Chenchita, en la colonia Vallejo, al norte de la Ciudad de México (no muy lejos de Ecatepec). Y desde ahí pretendí iniciar mi vida adulta a los 23 años. Cosa que no funcionó del todo.
—¿Qué edad tienes? —me preguntó Roberto.
—25 —le dije.
—Yo tengo 23 —dijo.
Huí de ese empleo a las dos semanas (llevo una década adelantado a la generación de cristal), y luego conseguí otros. En alguno de esos, en el último formal que tuve, desarrollé mi alcoholismo pensando que así también desarrollaría mi habilidad de escritor aunque no escribía mucho (a los 24 me gané mi primer premio literario, con el que se publicó mi primera novela, por lo que me creía muy muy).
—¿Y, Fernando, vives por aquí? —preguntó Roberto.
—Sí, a unas cuadras —le dije.
—Nunca te había visto —dijo.
Entonces se despidió moviendo ligeramente su cabeza, sin decir nada más, fumando aún, y al irse dejó tras de sí la estela de un extraño perfume mezclado con el humo del tabaco. Sus pasos eran largos, larguísimos, y cuando me incorporé para ir detrás de él, una vez que reflexioné en la posibilidad de pedirle otro cigarro, se me había perdido de vista por completo.
Caminé, entonces, sobre Aurora, la calle que se llama igual que mi compañera que vivía muy cerca de esta y doblé en Samuel, la calle que lleva mi verdadero nombre.

Casi veinte años después de que muriera Roberto, y tras quererlo desde que se editó, conseguí, por cincuenta pesos, en una sección de remates de una sucursal de Librerías Gandhi, el libro El hijo de míster playa. Una semblanza de Roberto Bolaño, escrito por Mónica Maristain, periodista argentina que publicó la última entrevista con el escritor ahora inmortal.
De Maristain se me había antojado comprar, también, precisamente, un libro suyo titulado algo así como La última entrevista con Bolaño. Pero siempre que lo he visto está muy caro (lo mismo ocurría con el referido Hijo de míster playa).
Así pues lo empecé a leer justo en el momento en que terminaba de redactar la semblanza sobre un escritor que fue mi maestro (con la que pretendo, por fin, titularme). La quise como otro de mis referentes.
El libro me agarró del cogote de inmediato. La crónica (sabrosa), retrato-perfil del autor de Putas asesinas, es de una narrativa muy ágil, repleta de información, que interesa al lector aún cuando este no sea seguidor de Bolaño, pero más aún si lo es. Prácticamente cada párrafo aporta datos (escritos, insisto, con oficio, fluidos, certeros, concretos; tal como se espera del mejor periodismo) de los que uno dice: Órale, no tenía idea. ¡Qué interesante! (Contrario al prólogo del Cuentos completos de Bolaño en Alfaguara, donde la autora del texto en cuestión se limita a hablar de ella misma.)
Desde la relación con su padre (exboxeador) hasta la que sostuvo con ciertas mujeres, sus amigos y colegas, pasando, desde luego, por el movimiento infrarrealista, el texto me sorprendió especialmente porque no vi venir el siguiente dato: sus años en México Bolaño los pasó en la colonia Guadalupe Tepeyac, al norte de la Ciudad de México, sobre la calle de Samuel.
Calle que transité varias veces (antes, incluso, de lo narrado arriba) cuando vivía cerca de ahí. De una colonia que Maristain define como popular aunque a mí me parece de clase media (popular, Vallejo, donde yo estaba). Espero visitarla pronto e identificar el edificio que consigna la autora. Y como la persona que comparte su vida conmigo también gusta del autor de Estrella distante (recién se compró el referido Cuentos completos por un módico precio), he fantaseado con ella la posibilidad de irnos a rentar ahí un tiempo (para, después, vivir en Coyoacán, en una casa con un patio amplio, flores y perros por todos lados. Por mientras seguiremos en Ecatepec, nuestro barrio, con todo lo anterior menos el patio amplio, aunque acá ya vimos casas así de chulas.)
Yo he imaginado que Roberto bien pudo haberse cruzado con mi padre (Abraham) alguna vez. O con mi tío (Raúl). Ambos hombres que vivieron de lleno la noche (y que vivían ahí en Vallejo) quizá más que Roberto, quien solía beber más café con leche que alcohol. Imagino esos encuentros de lo más casual, de los más efímero, un segundo o dos en el mismo lugar, sin notarse el uno al otro, acaso un cruce de miradas superficial, nada más, nada menos.
Ah, y hablando del café con leche. Recuerdo que al leer Los detectives los personajes lo bebían a tiro por viaje. Me gustaba dicha referencia porque de niño, sobre todo, bebía mucho café con leche (preparado por mi mamá, a quien aún le queda muy bueno). Pensaba que eso era lo único que me unía al autor de La literatura nazi en América. Además de la escritura.
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