Por la tarde, afuera de la librería, el joven escritor vende su libro. Lo ofrece como se ofrece una muestra de pulque, una suscripción a internet, un seguro de vida. Como un producto que, según él mismo, «quién quita y lo vuelve famoso». Sonríe mientras lo dice (me dan ñáñaras) y asegura que, por lo tanto, quizá debería comprarlo de una vez. Su costo es de 200 pesos. «Muy barato -dice-. Yo mismo lo imprimí. Son seis cuentos que hablan de…». Veo el título, que olvido al momento. La portada es parca, literalmente gris. Le digo: «Gracias, orita no, joven, ay pa la otra». Acabo de gastar tres veces eso, pienso, pero en otro libro, de un autor -muerto- que se volvió famoso al quinto intento, por ahí de los cuarenta y cinco. (Es un autor que amo y solo en él gastaría eso, pienso también.) Dada su prisa por vender, intuyo que aquel joven, que no lo era tanto (algo así como yo), no lleva mucho tiempo ahí, de pie, abordando/molestando potenciales compradores (a todo aquel que sale de o entra a la librería; a los demás no los pela, no sé por qué. ¿Por qué?, me pregunto, quizá cree que los demás, por el simple hecho de no entrar en una librería, no son lectores) y que quizá esté por irse de ahí. Como yo en ese momento.
Por la noche converso, sobre la oscura barra de un sobrevalorado bar, con un joven editor. Es discreto, buena gente. Tiene voz de matón, le apodan Lalo Salamanca. Me dice que aprecia a los autores que no tienen prisa por publicar, por vender. Por volverse famosos. Que esos son los mejores. Le digo que qué se toma y brindamos. Así las siguientes tres horas.
Por la madrugada camino por las mismas calles, de vuelta a casa. Disfruto deambular a deshoras, entre la oscuridad y el silencio. En santa paz. Hasta que, unos metros antes de pasar frente a aquella misma librería, vislumbro un bulto humano envuelto en una cobija justo en la puerta de entrada/salida. Pienso en la joven promesa de la literatura universal, en el inmenso sacrificio que está haciendo por dar a conocer su obra. Imagino que en esa bolsa negra, sobre la que tiene recargada la cabeza, están sus ejemplares que, es un hecho, se maltratarán con el peso de sus ideas. Así que me aproximo y delicadamente le toco el hombro, para despertarlo. No sé, quizá le ofreceré que pase la noche en mi casa (probablemente también en el suelo, pero sobre una colchoneta y con una almohada que, aunque vieja, es de verdad). Un teporocho chimuelo es quien voltea. «Ora, culero, deja dormir», me dice. Disculpe, señor, le digo, saco unas cuantas monedas del bolsillo trasero y se las entrego mano a mano (la mía, fría; la suya, calientita). Calladito me retiro.
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