Llegó con su padre, de pronto, mientras los demás comíamos. Él ataviado con una gorra de visera plana, camisa de manga corta blanca con motivos de palmeras, bermudas, tenis planos, calcetas oscuras y amplias gafas de ligero armazón. No más de veinte años. Su padre, pasados los cincuenta, iba con una gorra cualquiera, la guitarra al hombro; el cabello ya entintado naturalmente por el gris y por el blanco. La canción que interpretaron decía algo así como que ojalá Dios le permitiera ver de nuevo a su viejo, solo una vez más, prestárselo por un ratito. Era una sugerencia, una súplica, una oración que en su voz sonaba como la mejor de las plegarias. Una voz que bebía plena de lo que ahora conocemos como corridos tumbados. Ella lo escuchó atenta; sabía yo cuánto podían esas palabras adentrarse en su corazón. Nos miramos y asentimos. Los dichosos corridos tumbados son un género que lleva de moda ya un buen rato en nuestro barrio. Antes de que lo estuviera en todos lados. Por lo tanto apreciamos su grandeza, entendemos el porqué le gusta así a la gente. En cuanto terminó de cantar, el joven se acercó a los comensales como si fuera cualquier músico callejero, aunque no lo era. Unos hombres que departían sus propios tacos con unas cervezas le hicieron una solicitud que él atendió con paciencia. Querían que cantara otra «con esa misma voz, solo tú, de ser posible, solo tú, con esa misma voz». Cuando se acercó a nosotros, las servilletas donde ponen los tacos reposaban vacías en nuestros platos mientras esperábamos la cuenta. Le pregunté su nombre y le pregunté quién era el hombre que lo acompañaba en la guitarra y en los coros. «Es mi padre», dijo, y dijo sus nombres. Lo felicité, le di algo del cambio que siempre guardo en el bolsillo trasero derecho del pantalón y le pregunté si estaban ahí frecuentemente, tocando, en esos tacos a los que ella y yo teníamos tiempo de querer acudir. Asintió y amagó con una especie de sonrisa. Luego siguió pidiendo. El resto de las personas no titubeó en darle algo. Pasaba la medianoche. Habremos de volver, le dije a ella, por unos cuantos más de tripa y de cabeza (estaban buenos), y para escucharlos. Ella sonrió con esa sonrisa que me acercó a ella y ellos se echaron otra, no sé si la que les pidieron, pero pudimos disfrutar su voz a capela a varios metros, a sus espaldas, conforme nos alejábamos.

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