Lo vi llegar cuando todos ya estaban por irse. Llevaba una gabardina larguísima; el cuerpo debajo iba desnudo y tasajeado. Las heridas parecían hechas apenas: la sangre aún brillaba, inerme, sobre aquella piel recién descubierta. Lo mismo el rostro que, despellejándose, dejaba ver aquellos ojos… no, unas negras cavidades. Un sombrero de copa engalanaba al inmundo esperpento que, al verme, sonrió. Nadie más se dio cuenta de su presencia; todos bebían de sus copas de vino tinto celebrando el fin de la presentación de lo que, pensé en ese preciso instante, sería mi último poemario: Un perverso aire de Apocalipsis. El ente entró despacio dejando tras de sí un rastro oscuro; sus pies chorreaban aquel líquido negruzco como si hubiese emergido de un socavón de aguas termales, aunque aquel recinto lujoso quedaba muy lejos de algo parecido. Miré a los dos presentadores que estaban a cada uno de mis flancos. Ambos elogiaron nuevamente mi trabajo y se pusieron de pie. Yo sujeté la mesa que estaba frente a nosotros con ambas manos para arrojársela a aquella cosa en cuanto estuviera más cerca. Miré a mi alrededor: no había algo más con qué protegerme, salvo mis libros, pero aquel poemario era tan delgado que hasta un tenedor de plástico podría atravesarlo. Maldita sea, me dije cuando el ente ya estaba a unos metros; me sorprendió el hecho de su rapidez y de que oliera a mezcal y a flores de camposanto. Ya llegué, putín, ¿a poco no me estabas esperando? ¿No estabas chingue y chingue con que viniera por ti? Solo pude abrir un poco la boca, en silencio, aunque quise decirle que no, que no en ese momento, no cuando me estaba yendo mejor. De uno de los bolsillos de la inmunda gabardina extrajo una especie de piolet, como el que usó Ramón Mercader para chingarse a Trotsky, pero al estilo de quienes mataron a Lennon y a Dimebag Darrell. Mierda, me dije, me lo va a encajar en la frente y, aunque es durísima, no la va a librar. No la vamos a librar. No la voy a librar. Tú tranquilo, dijo el ente mientras las personas alrededor empezaban a liberar el espacio; no va a doler… demasiado. Cerré los ojos. No vi el momento en que tomó impulso y destrozó mi cráneo de un solo impacto. Sentí, en efecto, como si me hubiera tocado con la punta de un alfiler. Los pocos que se quedaron dijeron que me dio un infarto fulminante, de pronto, sin más, y que quedé así: agarrotado, sujetando el poemario con ambas manos y con todas mis fuerzas; «el rostro apanicado, como si hubiera visto la muerte a los ojos».

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