Las manos más feas del mundo

(a propósito del fotolibro El lenguaje de las manos)

1.

De ningún modo le habría permitido a Alberto López fotografiar mis manos (aunque ojalá, el día que busque hacerlo, no me pida permiso). Porque son horribles. Las detesto. Cada que alguien me ha pedido que le muestre mis manos (¡cuántas veces la gente se enamora por el simple hecho de ver unas manos!), que han sido muchas, lamentablemente para mí, he sufrido. No me gustan mis manos. Se han burlado de ellas. Mujeres a las que he querido conquistar las han notado y se han reído. Lo mismo mis amigos.

Hasta mi jefecita santa.

Si bien, como dijera un cuate, el arte consiste en extraer belleza de la fealdad, ni Alberto López ni Elliot Erwitt (uno de mis fotógrafos favoritos) ni Graciela Iturbide, o quien usted guste y mande, lo habría logrado con mis manos: las manos más feas del mundo. 

Por eso mejor he escrito al respecto. Por ahí tengo un poema sobre ellas. Se me antoja escribir algún otro. A cuatro dedos, como suelo aporrear el teclado.

Y es que la poesía está emparentada con la fotografía. Diría que son primas hermanas: ambas nos evocan algo, esperamos sea profundo, en un instante. Aunque, ahora que lo escribo, me temo que no hay nada más rápido que la foto para hacer eso de transmitir emociones de un solo golpe. No en balde han dicho, con justa razón, que una imagen contiene más de mil palabras. Hay mucho ahí de cierto.

Y las palabras siempre sobran. No siempre así con las fotos, aunque haya muchas.

2.

En una de las charlas en las que habló de su trabajo fotográfico, le pregunté a Rodrigo Moya cuál era para él la semejanza entre la escritura de cuentos y la fotografía: 

—Ninguna —dijo, y todos alrededor guardaron silencio. Yo el primero. 

Y es que, desde luego, habría esperado otro tipo de respuesta, quizá una rápida disertación sobre lo que él consideraba que unía a los dos oficios que tan bien había llevado a cabo durante tanto tiempo y hasta ese momento. 

Me quedé con las ganas y me fui de ahí en cuanto terminó la charla, no sin antes tomarle a don Rodrigo un retrato (que subí a mi ig). La luz del autofoco le hizo cerrar los ojos un momento.

Pero si Rodrigo Moya resultó críptico, Juan Rulfo no se quedó atrás. Hombre de (muy) pocas palabras, sobre su trabajo fotográfico (bastante menos apreciado que el literario) dijo prácticamente nada. 

Fue Nacho López, uno de los estandartes de nuestra fotografía, quien según el texto “»El fotógrafo Juan Rulfo», contenido a su vez en el texto  “Juan Rulfo, escritor y fotógrafo: dos artes en conjunción”, de Yoon Bong Seo, dijo:

Con una simple mirada, y quizá sin explicárselo, mucha gente ha sentido ese profundo paralelismo; y sin conocer sus libros, desconectando cualquier relación, las fotos de Rulfo se sostienen por sí mismas. No creo que Rulfo se hubiera propuesto buscar analogías; simplemente su sensibilidad de artista conformó una visión poética y dolorosa del ámbito rural. Sus fotos connotan lecturas que producen metáforas muy ligadas a sus constantes literarias como la aridez, paredes agrietadas, atmósferas opresivas, soledades y ecos en las lejanías.

En ese mismo texto, en el de Bong Seo, otras voces relevantísimas del trabajo fotográfico nacional dijeron al respecto:

Para Manuel Alvarez Bravo, el trabajo fotográfico de Rulfo es paralelo a su obra literaria, con el fin de «reflejar el dramatismo propio del país, pero sin los prejuicios y las convicciones técnicas y estéticas que corresponden al oficio». (…) Lola Alvarez Bravo señala que la fotografía de Rulfo «es una expresión auténtica del campo, nuestra raza y tradiciones»; Pedro Meyer dice que es «reflejo de la capacidad de ver al pueblo mexicano con la magia que Rulfo siempre planteó»; Mariana Yampolsky añade, es «lo que más le emocionaba: retratar sus andanzas por el mundo indígena y sus pasos por ese sector del país que no es del todo conocido»; Rulfo, anota Raquel Tibol, «conoce al sujeto, al paisaje, la barda, la pared y las actitudes de la gente como esencia del pueblo de México»; finalmente, Jorge Alberto Manrique destaca en Rulfo «la capacidad de advertir lo insólito en lo común y corriente. Es descubrir otra realidad, en la realidad sensible».

En fin que Moya y Rulfo fueron los dos autores que, de botepronto, aterrizaron en mi mente cuando pensé en quienes ejercieran a su vez como escritores y fotógrafos (seguro hay otros por ahí, conozco a otros a varios, he aquí Alberto López), pero había uno que además de eso era músico: Armando Vega Gil

Seguí su trabajo fotográfico bastante después de haber leído un par de sus libros. Aún eran tiempos del MySpace, y desde siempre me deslumbró la sensibilidad que mostraba tanto en sus textos como en sus imágenes. Como en su música.

Supongo que de eso va esto, como bien dijeron los expertos líneas antes: de cómo una misma sensibilidad regente se manifiesta por distintos medios, en distintos formatos y plataformas. Más allá de la técnica –que desde luego importa–, intuyo que lo que de verdad distingue a un artista de otro es su sensibilidad (o lo que algunos podrían llamar feeling; entendido este como la combinación de ambas cosas, en mayor o menor proporción). 

Porque bien sabemos de escritores muy buenos con faltas de ortografía, o hemos visto excelentes fotos tomadas con el cel. O con una caja de cartón. 

Pa’ acabar pronto, contrario a lo que diría Marshall McLuhan: el medio no es el mensaje. 

3.

Suele pasar. Que mientras hablamos usamos las manos, y en ese acto parecemos decir lo que verdaderamente pretendemos, o lo potenciamos, o algo similar.

Por eso ahora mismo leo, para no usarlas (y porque mi padre me dijo hace poco: te agarras mucho la cara cuando hablas). Y porque, como diría Eusebio Ruvalcaba, las manos “son independientes de la voluntad de sus dueños”. Es decir, dicen algo más. Es decir, hacen algo más. 

Pensemos en la foto: es el dedo el que concluye el acto fotográfico (la mayoría de las veces). Lo que la mirada registra, el cuerpo termina de concretarlo. De hacerlo cierto. Es una combinación sencilla (y por lo tanto muy poderosa): mirada + dedo + click. 

Al escribir es parecido. Miramos el papel, la hoja en blanco, la brillante pantalla con el cursor esperando. Y de pronto tecleamos. Las manos nos permiten, a los solitarios como yo, comunicarnos con el mundo. 

Con las manos, no se olvide, también hacemos música. 

Y también hacemos el amor.

4. 

Ustedes dirán que qué tiene que ver eso con el libro que hoy nos convoca: El lenguaje de las manos, de Alberto López, a quien le agradezco profundamente la invitación (nunca antes me habían considerado como un escritor-fotógrafo, por lo regular me dicen que en la primera soy peor). Gracias por permitirme hablar de los oficios que me emocionan, de los que soy, sobre todo, aficionado.

Beto, espero que algo tenga que ver. Algo que ver con esas fotos tuyas que capturan, labran, construyen, el perecedero momento de esas manos a través de una mirada que pretende inmortalizar la actividad que sea que estén haciendo (sujetando un libro, una flor, un pájaro). Me pregunto si son las manos las que hablan por sí solas o eres tú, el fotógrafo, tus ojos, quienes lo hacen. Quizá todo. Seguro todo. Y alguien más: el espectador, al que sorprendes conmovido, al que le dices algo. Al que le haces sentir algo. Eso espero.

Porque, como tú mismo escribes en el texto que acompaña las imágenes de tu libro: en las manos habita un misterio: entre los dedos se oculta el tacto con el que hemos de reconocer el universo. 

No podría escribirlo mejor, Beto, y no podría estar más de acuerdo contigo.

Deja un comentario

Crea una web o blog en WordPress.com