Sucumbir a la patología criminal

Veamos al hombre que entra en la iglesia. Veamos la forma como arrastra una de sus piernas, la derecha. Está ebrio, perdidamente. La mañana lo alcanzó, lo rebasó hace diez minutos que comenzó la misa y él entra como si nada a este lugar sagrado, arrastrando su pierna por el pasillo principal mientras el sacerdote oficia, para de pronto prorrumpir: “¡No!”.

Noooo,

nooo,

noo,

no.

El hombre se sorprende por el eco de su propia voz.

Pensaba, sí, que ya nada podría sorprenderle tanto. Otro hombre, uno más viejo, se acerca a él por la espalda y lo toma del brazo. Le pide que por favor lo acompañe a la puerta mientras las palabras del sacerdote y los murmullos de la gente reprueban su presencia.

Salen.

Esta iglesia la visitaba cuando era niño; rezaba con profusión allí dentro. De verdad sentía que hablaba con Dios, le cuenta el hombre al viejo, estirando las palabras, y prosigue: pero no, no estaba hablando más que conmigo mismo. Ese hijo de puta jamás me hizo caso y este es el momento en que, mire, sigo abandonado.

“Deslealtad, traición o quebrantamiento de la fe debida.”

Perfidia.

Después de esto quisiera confesar otro crimen: tardé meses en leer esta novela. Antes de hacerlo, antes de adentrarme en sus páginas, leí un par de textos, vi un video. La novedad editorial del maestro de la novela negra, titulada, de origen, en español (sí, por la canción); el inicio de su nuevo cuarteto de Los Ángeles, este libro de más de setecientas páginas me repelió. Me lo fui campechaneando con otras lecturas, poco a poco, y por más que quería, o por más que pretendía, no avanzaba gran cosa. Más de una vez pensé en abandonarlo, triste como estaba por fallarle a Ellroy (o por él fallarme a mí) pero ese estúpido orgullo lector, ese que te reta cada que un nuevo conjunto de páginas engrapadas, cosidas o pegadas cae en tus manos, me hizo continuar hasta que hace poco, finalmente, lo concluí.

No puedo decir ahora que lo haya padecido, pero sí que no fue una lectura fácil, complaciente. Y eso siempre es de agradecer. La escalada poco a poco fue más y más emocionante y la complejidad de la trama no me permitió un solo pestañeo. Me pregunté entonces: si esto es difícil de leer, ¿cómo habrá sido escribirlo? El autor se la pasó muy bien, como dice en el enlace previo; repleto de notas en su escritorio, con un argumento perfectamente definido antes de la escritura en sí misma. Claro, ¿de qué otra manera se escribe una historia tan profusa, casi infinita, hilada finamente sin cabos sueltos entre tantos personajes y situaciones? Uno como lector se siente pequeño ante semejante construcción: hubo un momento, varios momentos, en que me perdí entre la inmensidad de nombres de personajes, calles, películas, lugares, y debo confesar un crimen más ya que en esas estamos: tan me confundí que la neta la sorpresa final, donde todo se resuelve, ni me sorprendió tanto… Me quedé con la sensación de que eso que me había perdido era irrecuperable en ese mar de palabras. Porque uno está al pendiente de eso: cómo fue que sucedió el asesinato… como para perdérselo por un a distracción. Y es que quizá por eso Ellroy no es un autor común del género y es el puto amo: lo importante no es el crimen y su resolución, sino lo que ocurre entretanto. Lo que sí, como decía, es que me tiene pasmado la capacidad de este hombre para mantener en tantas páginas el interés del lector; lo digo ya que uno ha pasado ese bache inicial de cien o doscientas páginas; el maestro de la novela negra, el bestseller internacional, no escribe precisamente thrillers policíacos que lo embeban a uno por ser ligeros, ágiles, light, como pueden haber otros; no, esto es una novela histórica (donde la realidad y la ficción se mezclan) compleja en su estructura (está escrita en tiempo real: transcurre durante los segundos y las horas de algunos días de diciembre de 1941, a partir de los ataques japoneses a Pearl Harbor) y en sus personajes (como alguien bien subraya en la solapa, acá no se distingue entre buenos ni malos porque solo hay malos: yo diría que son tipos que rayan en los linderos de la amoralidad). Donde no hay bondad ni maldad como tales: se actúa de acuerdo a las necesidades, y el fin justifica los medios. Así vemos cómo se desata la xenofobia, el odio racial hacia los japos en Los Ángeles tras el ataque. Una radiografía de lo que probablemente ocurrió en otros muchos sitios de Estados Unidos. Un día antes ocurre un multihomicidio a una familia, justamente, japonesa, y es en ese contexto de guerra y odio en el que se desarrollan las vidas de muchos personajes, encabezados por Bill Parker, Kay Lake, Hideo Ashida y Dudley Smith, todos ellos involucrados, de alguna u otra forma, en estos hechos. Me sorprende que haya escrito sus nombres sin mirar las páginas del libro para corroborar: soy pésimo recordando esas cosas, los nombres, incluso cuando recién me presentan a alguien, o cuando recién he cerrado un libro. Sin embargo acá, y qué bueno que lo recordé, los personajes cobran vida propia y se vuelven, como reza el lugar común, entrañables. Supongo que es natural que ocurra cuando uno está leyendo repetidamente cómo se llaman durante setecientas páginas y varios meses, pero en Perfidia, insisto, me sorprende cómo es que pese a la vertiginosidad de la obra (esa enorme extensión está repartida en breves capítulos) el autor mantenga todo bajo control y no sucumba a la patología criminal de cometer algún descuido que ponga todo al descubierto.

Luego viene la frustración. No sé en qué momento me reencontraré con Ellroy. O con una novela de volumen parecido. Uno queda aturdido. Las páginas transcurren leeeento, como diría él; no es tan simple atravesar esa muralla de párrafos. Pero ese mundo, ese mundo tan lejano de los años cuarenta en EU se vuelve tan familiar por la violencia, por los malos modos y las drogas y el amor y por todo eso que es la condición humana y que Ellroy tan bien conoce y nos hace verlo de tal forma que uno ya no quiere irse y prolonga aún más el final. Viene la frustración porque uno quisiera hacerle justicia a ese monumento escrito: estas palabras que he tecleado no hacen más que traicionarlo y apenas dicen algo, o nada, de lo que este volumen alberga (hubo un momento en que me dije: de cualquier forma escribiré poco sobre esta novela, mejor la abandono y entrego la reseña en corto. Pero heme aquí).

Veamos a estos hombres.

Siguen afuera de la iglesia. El viejo le ha dicho al hombre que coma algo. Le señala unos puestos de comida que hay enfrente del templo. Le da unas monedas: toma, seguro no tienes un quinto encima. El hombre las recibe y antes de marcharse arrastrando la pierna le pregunta al viejo: ¿Usted cree que Dios quiera algún día volver a hablar conmigo?

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