Los hombres buenos mueren como moscas

No sé qué haré el día que mi padre muera.

Lloraré, es un hecho, como nunca, y seguramente escribiré al respecto el resto de mi vida.

Como hizo Joe Gould.

Ya lo he pretendido hacer en algunos textos, escribir sobre la muerte del padre de algún personaje, pero mi apreciación al respecto seguro es errática puesto que aún no he experimentado ese dolor. No he sentido la herida de una pérdida semejante. Eso sí, siempre he estado rodeado de personas que han perdido a los suyos (empezando por mamá y papá): seres casi míticos cuya ausencia es imborrable. De estas personas, de sus experiencias, supe, he conocido por lo menos, que ese dolor nunca se borra. Hace unos días, justamente, me enteré de una muerte más, la del padre de una amiga, un hombre bueno al que nunca conocí y del que ella me dijo, cuando me informó, días después del funeral: «no sabía que tantas personas lo quisieran». Ella lo adoraba y aún así estaba incrédula de no ser la única, más allá de su madre y sus hermanos, que sentía respeto y admiración por él: a la ceremonia fúnebre asistieron niños, teporochos, vecinos, todas las personas a las que alguna vez les había tendido la mano un hombre que murió como había querido: de súbito y sin dolor.

Fue una terrible casualidad: justo el día en que ella me contó la trágica noticia yo iba cerrando la lectura de la novela La muerte del padre, de Karl Ove Knausgård. Tuve la descortesía de comentárselo. El libro, un experimento narrativo que no es propiamente una novela, quizá sea eso a lo que llaman autobiografía novelada, está dividido en seis volúmenes (La muerte del padre es el primero), y por alguna razón desconocida llamó mi atención tras haber leído un par de entrevistas que el autor noruego concedió a El País. En fin, tardé mucho en leerlo. El texto es largo y de pronto aburrido, porque la vida misma lo es (si lo pensamos bien es más aburrida que otra cosa), aunque el mérito del autor es justo mantener al lector junto a él hasta el final, interesado en la cotidianidad de un individuo como cualquier otro. Y dejarle la sensación de pesadumbre, de hastío, de satisfacción y el posible deseo de continuar leyendo las mismas nimiedades en los siguientes tomos.

El padre de Karl Ove, podríamos decir, no era un hombre bueno (no diré más porque de eso va el libro). No si lo comparamos con el padre de mi amiga. Quién sabe si lo comparamos con el padre de Joe Gould, quien murió de septicemia dos veces.

Vamos al grano. Es de Joe Gould de quien quiero hablar en esta entrada que, se supone, tenía que inaugurar este nuevo blog en el que procuraré publicar sobre todo reseñas y ensayos, algunas crónicas y relatos. Para que no estuviera vacío tomé ciertos textos que publiqué en el difunto El Molkajete (que iba para diez años) que me parecen buenas muestras de lo que aquí quiero escribir en adelante.

Di con El secreto de Joe Gould también por casualidad. No recuerdo bien, pero creo que fue gracias a que leí La mujer en silencio de Janet Malcolm. (Sí, aquello de que una lectura me llevó a otra. Pero no estoy seguro esta vez.) El caso es que desde que supe de su existencia quise comprarlo y leerlo. Demoré más de la cuenta, no es un libro fácil de conseguir. Pero en cuanto lo tuve en mis manos devoré sus páginas. Es un deleite para aquellos que buscan lo mejor del periodismo vuelto literatura. Es nuevo periodismo antes de que el término fuese siquiera previsto; de cuando esas etiquetas no eran pertinentes, de cuando esas fronteras no eran adecuadas ni necesarias: el periodismo entonces siempre había estado a la altura de la literatura. Porque eso es. Al menos este libro lo es. Al menos este libro lo demuestra. Los perfiles de Joseph Mitchell en el New Yorker (así como los de la propia Janet Malcolm, o de David Remnick, quien escribe el prólogo de este libro, también de Mitchell, que muero por leer) son definitivamente piezas maestras «de lo insólito y lo original», como calificó el New York Times a este libro según la solapa de la edición de Anagrama.

El secreto de Joe Gould no se me reveló entonces únicamente como un texto periodístico (insisto que a su vez literario) brillante, sino como un texto que revela los alcances del periodismo per se. Se divide en dos partes: «El profesor gaviota» y «El secreto de Joe Gould», ambos perfiles publicados en el New Yorker en 1942 y en 1964, respectivamente. El primero presenta al personaje, Joe Gould, un bohemio, un escritor vagabundo que lleva años abocado a su proyecto, La historia oral de nuestro tiempo, una obra monumental que, para el momento en que su autor es entrevistado por Mitchell, tiene más palabras que la propia Biblia. Ese enorme texto es una recopilación de testimonios de la gente común y corriente, de la gente que verdaderamente escribe la Historia, no la que oficializan después los libros, sino la que viven, la que hablan y conversan las personas que no son héroes ni villanos nacionales, sino simples mortales de un tiempo determinado. Esa postura, de alguna forma, me hizo pensar en el periodismo: ésa es su labor, darle voz a los que no la tienen, a las personas extraordinarias que se esconden detrás de los indigentes, de las prostitutas, de los que aparentemente no tienen nada que contar:

«Lo que dice la gente es historia», afirma Gould. «Lo que antes considerábamos historia -reyes y reinas, tratados, inventos, batallas, decapitaciones, César, Napoleón, Poncio Pilatos, Colón- es mera historia formal y en gran medida falsa. Por mi parte, o pongo por escrito la historia informal de los de a pie -lo que esa gente tiene que decir sobre sus trabajos, amores, juergas, apaños, apuros y penas-, o muero en el intento. » La historia oral es una gran mezcolanza, un cocido casero de la habladuría, un muestrario del rumor, un pozo ciego de cuentos, chismes, alcahueterías, bulos, embrollos y disparates, fruto, según el cálculo de Gould, de más de veinte mil conversaciones. Contiene biografías irremediablemente incoherentes de cientos de vagabundos, relatos de marinos errantes conocidos en bares de South Street, truculentas descripciones de experiencias hospitalarias y clínicas […]  resúmenes de innumerables arengas en Union Square y Columbus Circle, testimonios de conversos en reuniones callejeras del Ejército de Salvación y confusas opiniones de docenas de oráculos de banco de parque y sabios de la botella. Durante un tiempo Gould merodeó por las mugrientas fondas vecinas al hospital de Bellevue, escuchando el parloteo de residentes exhaustos, enfermeras, ordenanzas, choferes de ambulancias, estudiantes de taxidermia y trabajadores del depósito de cadáveres (de aquí me fusilé el nombre del blog, y de un capítulo de esta Historia oral, llamado «Los hombres buenos mueren como moscas», el nombre del subtítulo y de esta entrada) y se aplicó a reproducir fielmente sus historias. 

Esa primera entrega sobre Gould, el profesor gaviota, perfiló al hombre que lo abandonó todo por la escritura. Por una obra impublicable escrita a mano en cientos de libretas que lo superaba enteramente, que le robaba el alma, la vida, una obra a la que no podía dejar de lado y por la que tendría que morir para culminarla:

Desde aquella mañana fatídica […] la Historia oral ha sido mi soga y mi patíbulo, mi cama y mi pupitre, mi esposa y mi fulana, mi herida y la sal que en ella se derrama, mi whisky y mi aspirina, mi roca y mi salvación. Es lo único que me importa. Todo lo demás es basura.

Y así lo reitera Gould en cada una de las páginas, en cada una de las palabras que el periodista usa para describirlo: ha abandonado todo por escribir, no por la fama, no por publicar, sino por escribir y ya. Que la posteridad, si existe, se encargue del resto. Porque de eso se trata, no de otra cosa. Entre lágrimas admiré los huevos de este hombre; ya quisiéramos muchos tenerlos tan puestos como para de verdad dedicarse a lo que uno ama, aunque se trate de una tragedia. Aunque el dolor -pues qué más- sea el principal motor para hilar una palabra tras otra.

La segunda parte, el segundo perfil, honra el título del libro: revela el secreto de Joe Gould. Y entonces pensé que los cínicos si que sirven para este oficio. Pensé en los alcances del periodista. En lo que tiene que traicionar, la forma en la que tiene que embarrarse de lodo con tal de publicar una gran historia. Uno como lector desde luego que lo agradece, ¿pero quien escribe no tiene un mínimo cargo de conciencia? Seguro que sí, pero todo sea porque se conozcan ciertas historias. Historias como ésta. Es el deber del periodista, lo supera, lo abruma como la escritura a Gould. Y quizá eso se proponía aquel pequeño hombre que pudo haber sido uno de los grandes de las letras norteamericanas: su secreto fue su mejor obra. Su secreto tenía que ser contado para inmortalizarlo. En fin, que no puedo decir más, pero como escribió magistralmente la antes citada Janet Malcolm en El periodista y el asesino:

Todo periodista que no sea tan estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno. Lo mismo que la crédula viuda que un día se despierta para comprobar que el joven encantador se ha marchado con todos sus ahorros, el que accedió a ser entrevistado aprende su dura lección cuando aparece el artículo o el libro. Los periodistas justifican su traición de varias maneras según sus temperamentos. Los más pomposos hablan de libertad de expresión y dicen que ‘el público tiene derecho a saber’; los menos talentosos hablan sobre arte y los más decentes murmuran algo sobre ganarse la vida.

Antes de leer el libro supe que se filmó una película (que vi aquí; es en estos casos, cuando un material es prácticamente inconseguible, que las penalizaciones por ver contenido gratuito en internet se tornan absurdas). Me permitió dos cosas: una, darme una idea mucho más concreta del entorno, del contexto en el que fueron escritas dichas piezas periodísticas (de conocer las oficinas del New Yorker, si es que así eran, o de ver cómo pudo ser en vida Joe Gould, incluso de conocer el dibujo que hicieron de él en la publicación original); y dos, afianzar la imagen del periodista cretino: aquel que desde la comodidad de su asiento escribe, para engrandecerse, sobre el escritor que redacta y vive en la calle sin desear, en ningún momento, la grandeza.

 

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