Lo único que tengo claro es que en esta historia no existen certezas.
Quizá bajó más de ciento cuarenta escalones con un descanso cada tres pisos, y lidió con los pasillos cuya anchura apenas rebasa el metro de distancia entre pared y pared. Quizá bajó las bolsas negras una por una o todas al mismo tiempo, lo cual complicaría el descenso, sin duda, aunque siempre es más fácil bajar que subir todos esos peldaños varias veces. Entonces, seguramente utilizó el viejo elevador del edificio, con todo y sus puertas que parecieran dar acceso a una cámara de gas del Tercer Reich o a cualquier otra sala de tortura, con su rechinar de motor y cuerdas para que él solo, sin ayuda, pudiera sacarlas de ahí, de su departamento, y esparcirlas en rincones aleatorios de los edificios vecinos.
Quizá lo hizo en la madrugada.
El asunto era no ser visto, no ser escuchado.
___
El rostro de la joven recién asesinada aparece en la imagen que los policías investigadores llevan entre las manos.
—¿La ha visto, la reconoce? ¿Podría ser inquilina de algún cuarto?
Impresa en blanco y negro, prácticamente una copia fotostática, la fotografía es mostrada a cada uno de los vecinos de aquel edificio en Tlatelolco.
—No —responden todos.
Nadie sabe si hubo ruidos o alguna pelea: la inmensidad de aquella construcción de cincuenta y ocho metros de alto, cuya estructura se desparrama horizontalmente casi al cuádruple –sin contar los otros edificios que la rodean– hace pensar que aquella respuesta es totalmente válida, y quizá la única posible.
—Difícilmente se han de conocer aquí los vecinos; claro, pueden asesinarte y nadie diría nada porque nadie se entera en este lugar tan grande y solitario —me dice mi compañera cuando caminamos hacia aquel lugar y esperamos entrar por la puerta principal; su apariencia (arreglos florales, perfecta iluminación) nos hace pensar que hace poco fue remodelada.
Pero a esa hora y pese a la lluvia amenazante que se avecina con la noche, la gente camina apacible entre las calles de la unidad; los perros pasean y olfatean los suelos, los novios se sientan en las bancas antes de que todo se empape, las varias personas conversan y sonríen, ahí, a unos metros de donde se encontraron los restos de aquella joven (la cabeza, el tórax y una pierna) en bolsas negras de basura y donde ahora, a casi un año de los hechos, no hay nada más que sedimentos de botellas rotas y latas de cerveza vacías, abandonadas.
Según información publicada por una nota en la red, la policía caracterizó a la joven de la siguiente manera: «… medida aproximada de un metro con sesenta centímetros, piel morena clara y complexión delgada»; «… al momento de su desaparición vestía pantalón de mezclilla color azul. Chamarra café a cuadros y botas café». La escueta descripción podría coincidir, si se observa con detenimiento, el anuncio que la familia de ella colocó en la calles de su barrio –en la entidad vecina y a dos horas de distancia de Tlatelolco– tras su desaparición. Allí se le ve justo así: morena clara, delgada, el cabello oscuro y largo; sonriente. Ésta, su otra imagen, también impresa en una hoja en blanco y negro, una copia fotostática cuya leyenda central reza «DESAPARECIDA», es totalmente contraria a la foto de los policías, donde toda aquella belleza se desvanece ante los ojos cerrados y los labios ligeramente abiertos; ante las manchas oscuras en los párpados que bien podrían ser rastros de golpes o el paso imparable de la muerte.
Los policías pensaron, sin embargo, que mostrando esa foto (que pareciera haber sido tomada con algún celular cuando la cabeza ya estaba en la morgue), se agilizarían las investigaciones que los llevarían directamente a localizar el paradero del asesino.
No fue así.
Los vecinos, al contrario, tenían miedo. Algunos sospecharon que aquellas partes humanas pudieran corresponder a alguna de las víctimas del caso Paraíso (cuando varios jóvenes desaparecieron del antro con ese nombre), hecho que ocurrió por las mismas fechas, también del año pasado. Hubo quienes dijeron a esos policías que llevaban el retrato de la joven entre las manos algo más allá de un «no la conozco». Y según datos de un medio de corte amarillista: «nos ha causado miedo de hasta tirar la basura en los contenedores y encontrarnos con la otra parte del cuerpo».
—Es probable —le dije a mi compañera—: una nota consignó que se habían hallado un par de piernas de una mujer en un municipio distante, flotando en las aguas negras de un canal. Un colega reportero me dijo que a nadie le constaba que así fuera; otra nota publicó después que, en efecto, aquellas piernas que encontraron ahí no correspondían con las características físicas de la joven cuyo retrato pasearon los policías.
—Pero no los culpo de tener miedo —me respondió, angustiada—: desde los quince años, cuando vine por primera vez aquí (ahora dobla esa edad) sentí una mala vibra, muy cabrona, como si este lugar (ahí está el 68, ahí está el 85, acentuó) fuera siempre el escenario de brutales sacrificios humanos.
Permanecí en silencio. Recordé aquel cuerpo cercenado de una prostituta que fue arrojado en bolsas negras de plástico en Tlatelolco en 2007: el culpable fue un hombre que acabó suicidándose en su celda un día de diciembre de ese mismo año. No lo mencioné. Eso sí, estuve a punto de decirle a mi compañera que aquellos eran hechos un tanto aislados y distantes entre sí, sin relación alguna; que aquello era, como en todo el país, una muestra más de la violencia que padecemos día con día y en todas las latitudes, pero me detuve porque una amiga que nos encontramos horas después, ahí cerca, tras decirle que Tlatelolco era un barrio muy agradable, me dijo lo siguiente:
—Ten cuidado que hace como dos semanas mataron a un wey ahí en la esquina.
—¿Cómo estuvo?
—Era un indigente. Al parecer le pegó al coche de un judicial, no sé por qué, y que lo agarran a plomazos.
—Pensé que dirías que lo habían atropellado…
—No wey, si sí está pesadito por aquí —me advirtió. Ya íbamos de salida cuando nos la encontramos. Ella estudia en el Centro Cultural Universitario que está ahí; llevaba un estuche con su violín dentro y me dijo que aún no era capaz de interpretar ninguna pieza.
Así que permanecí en silencio.
El titular de la Procuraduría General de Justicia emitió una alerta migratoria para evitar que el supuesto asesino de la joven de la fotografía saliera del país, quince días después de que se hallaron partes del cuerpo en una jardinera dentro de bolsas negras de plástico, junto a un colchón mugriento, en aquella inmensa unidad habitacional (más de 10 mil departamentos, 100 edificios, 700 comercios, 22 escuelas), según informaron los diarios.
La intención era que el también joven rindiera su declaración y con ello comprobar o no su responsabilidad en el asesinato.
—¿Encontraron sangre de ella en el departamento? —le preguntaron.
—Hay manchas hemáticas de la joven que son parte de la investigación, tratamos de establecer que ella haya estado ahí —les dijo.
Sin embargo, hasta el día de hoy, y pese a que es buscado en 119 países, el supuesto joven asesino sigue prófugo. Se cree que está escondido en algún país europeo donde, supone la información publicada, puede tener familiares.
Ese joven (de 20 a 22 años, no se ponen de acuerdo) era un destacado estudiante de una de las más importantes escuelas de educación superior del país. No sólo eso: participó victoriosamente en eventos de Física en Europa; era campeón nacional de la materia en México. También jugaba futbol americano y practicaba taekwondo.
Era un genio.
Sus vecinos les dijeron a los reporteros que se trataba de un individuo callado, que casi no salía a la calle y que apenas saludaba; mantenían poco trato con él. Las autoridades informaron que contactó a la joven de la fotografía a través de Facebook. Le prometió, afirmaron, que le conseguiría trabajo como edecán, bien pagado, con viajes constantes; se publicó que ella tenía varios meses desempleada. Al convencerla la citó un día (no se acierta a decir cuál) dentro de la estación Tlatelolco del Metro de la ciudad de México. Allí, aseguraron, las cámaras de videovigilancia los captaron al salir, además de dos testigos. Ninguna nota televisiva muestra el video de dichas cámaras, y ninguna de la prensa escrita lo describe pormenorizadamente; una alcanza a esbozar que la joven llegó sola, habló por teléfono y minutos después arribó él.
La versión oficial asegura que la joven de la fotografía (de 17 o 19 años, tampoco hay consenso) dijo a sus padres que iría por libros, y fue así que viajó desde su casa hasta la estación del Metro para encontrarse con quien, se presume, acabaría con su vida. No regresó. Sus padres y amigos colocaron carteles con su imagen en las calles para buscarla y se movilizaron a través de las redes sociales. Días después (tampoco se ha determinado cuántos), vecinos de Tlatelolco encontraron parte de su cuerpo en distintos sitios de la unidad. Hicieron falta sus dos brazos y una pierna. Se sospechó que unos brazos femeninos encontrados en una carretera lejana pudieron pertenecerle. La autoridad confirmó posteriormente que eran de otra persona.
Incluso se mencionó que junto a los restos de la joven había un narcomensaje. Nadie determinó su contenido.
Los padres de la joven se enteraron de lo que sucedió a través de los medios y se pusieron en contacto con las autoridades. Un periódico de nota roja y de circulación nacional publicó el caso: en la fotografía de primera plana de aquel diario se observa a un perito cargando una bolsa negra de la que alcanza a asomarse un pie; el gesto del fotógrafo que está detrás de él es captado casi boquiabierto. Se hicieron pruebas para determinar si era la hija de esas personas.
Era ella.
___
En el departamento seiscientos treinta y uno el presunto asesino vivía solo desde un par de meses atrás: sus padres vivían en otra parte lejos de la ciudad y le permitieron quedarse allí para su comodidad, especialmente por el trayecto a la escuela. Negaron saber qué pasó con su hijo, informaron algunos diarios. De tal modo que nadie ha respondido cuáles fueron los motivos, pero en aquel departamento, especularon todos, se perpetró el crimen.
El joven abandonó el lugar. Eso lo convirtió en el principal sospechoso, de acuerdo con lo publicado, aunque existe la versión de que alguien le ayudó. Ésta señala que la joven de la fotografía se defendió de un posible ataque sexual efectuado por dos personas.
La última vez que el joven fue visto, según lo que se ha escrito, ocurrió así: lo rastrearon días después y lo encontraron en un municipio alejado de la ciudad. Al verlo en las calles, agentes fueron tras él. Cuando se percató de la persecución, en plena calle, el joven corrió y se perdió entre la gente.
—Me pregunto —le dije a mi compañera— si aquel día había tianguis, o si el joven estaba en medio de una manifestación. Tuvo que empujar a toda la gente que estaba a su paso, si acaso eran tanta como para perderse, y tener mucha fortuna: encontrarse con la puerta abierta de alguna casa y guarecerse detrás de un tinaco o de los tanques de gas, qué sé yo, esconderse debajo de algún coche y contener la respiración; que el lugar donde se resguardaba quedara muy cerca de ahí, se encerrara y no saliera… sin que lo vieran.
Los padres del joven prometieron a las autoridades buscar a su hijo para pedirle una explicación y entregarlo, en caso de que fuera culpable. Los dejaron ir bajo la consigna de no sembrar culpables y porque pudieron hablar por teléfono con él un momento: era la mejor manera de atraparlo.
No importó que al interrogarlos sus declaraciones fueran contradictorias.
El paradero de ambos, hasta el día de hoy, es desconocido.
___
El asunto era no ser visto, no ser escuchado.
Esperamos unos minutos afuera del edificio antes de que alguien nos permitiera pasar. Un señor dejó el camino libre cuando salió de ahí. Éramos perfectos extraños entre los vecinos que entraron detrás de nosotros, así que decidimos no utilizar el elevador y mejor subimos por las escaleras para llegar al lugar de los hechos.
Subí entonces con mi acompañante, uno a uno cada escalón.
Conforme los pisos alcanzaban el número que teníamos apuntado en algún lugar, mi corazón latía cada vez más rápido. Incontenible, dentro del silencio de aquellos pasillos, el miedo fue acechándome y cada ladrido de perros encerrados significó un sobresalto.
Cuatrocientos.
Cuatrocientos cincuenta y dos.
Quinientos.
El silencio era dueño de cada rincón de ese edificio. Unos focos de luz tenue apenas alcanzaban a iluminar los pasillos. En algún departamento (imposible determinar en cuál) se alcanzaban a escuchar los quejidos de un niño, la discusión de unas personas. Ningún televisor, ningún aparato de sonido. Sólo el ligero golpeteo, casi inaudible, de las suelas contra los escalones.
Subimos sin detenernos.
De pronto, el número:
6 3 1
No existe palabra más precisa que consternación, a pesar de que en esta historia no existen certezas. Me detuve frente a la puerta, un año después de lo sucedido. Todavía estaba sellada con aquella cinta blanca, inviolada e inviolable; ahí estaban los datos: la fiscalía, el número de la averiguación previa, el delito:
HOMICIDIO
Saqué el celular, activé la cámara y enfoqué lo mejor que pude, ahí entre los otros tres departamentos y ése, separada cada puerta con menos de un metro de distancia; un pequeñísimo rectángulo de espacio vital nos devoró. Enfoqué y disparé para poder recordar esa puerta amarilla y su sello blanco que impedía abrirla.
—Bájate, espérame abajo —le dije a mi acompañante.
La vi irse.
Fue que decidí acercarme a la puerta y escuchar.
Esta crónica fue premiada en el primer concurso «La crónica como antídoto», organizado por el Centro Cultural Universitario Tlatelolco, la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial, y la Dirección de Literatura de la UNAM. Se publicó en el libro La crónica como antídoto: narrativas desde Tlatelolco, coordinado por Eunice Hernández, en febrero de 2015 y posteriormente en Kaja Negra. Ciertos nombres de personas, acontecimientos y lugares fueron cambiados al momento de la escritura de este texto con la finalidad de no entorpecer las averiguaciones que, en ese momento [julio, 2014] estaban en curso. Poco después encontraron al responsable de este asesinato. Los hechos reconstruidos son reales, aún cuando la convocatoria permitía el uso de ficción.
Deja una respuesta