El Riscal

I

Algo, no imagina qué, devoró los ojos del viejo. El hombre, que ahora está sentado frente a él, lo observa. El viejo saca un caballito y lo coloca en la barra. Sirve el tequila. Esta pinche vida cada vez está más cabrona, pronuncia y se ríe exhibiendo sus encías podridas. El hombre mira alternadamente al viejo y al televisor. En él hay un programa de concursos; el público ríe. El hombre bebe. Aquí se ha muerto mucha gente, continúa el viejo. Éste se ha vuelto un lugar muy violento. Antes no pasaban esas cosas. Cuando yo veía, hace añísimos, esto era verde, era muy bonito. Éste era un lugar muy tranquilo. Pero las personas ya son otras, tienen otras cosas en la cabeza. Es como una especie de maldad, no de malicia, de maldad. Una maldad que se le ve en los ojos a la gente.

II

Salgo del Riscal a la hora que cierran.

Don Goyo y su sobrina se despiden en la puerta. El viejo la abraza y le dice que la quiere mucho. De pronto la suelta y se encamina hacia su casa, entre las sombras. Ella me dice que vayamos rápido a la suya, que por ahí está pesado. Caminamos tambaleantes en las calles sin iluminación. No tardamos mucho en llegar. Vive en un pequeño edificio donde rentan unos cuartos. Entramos. Todo está a oscuras.

La mujer prende la luz y frente a mí se aparece un sofá. Me siento. Me ofrece una cerveza. Saca un par del refrigerador. Se sienta a mi lado.

Me pregunta si soy casado.

Fui.

¿Con hijos?

Una hija.

¿Y dónde está, con su mamá?

Las dos están muertas.

Ella permanece seria, quieta. Bebe un trago largo. Finalmente le digo:

Es una broma. ¿Tú fuiste, eres casada? ¿Tienes hijos?

Demora en responder.

Tengo un hijo. Está con su papá. Ya nos divorciamos.

¿Vivían aquí?

No, en otro lado. Me vine para acá por el negocio de mi tío y porque aquí sale mucho más barata la renta.

La mesera sonríe y me acerca su lata de cerveza para brindar.

Brindamos.

Por el gusto de conocerte, le digo.

III

El viejo y la joven conversan algo hasta que lo ven entrar. Ella toma su trapo de la barra, lo sacude y se encamina hacia él. Qué le voy a servir, dice ella mientras limpia la mesa y mientras el hombre jala una de las sillas para sentarse. Una cerveza y un tequila, responde. Ella toma nota de cuáles y regresa a la barra donde está el viejo: su ojo derecho está completamente sellado por una gruesa capa de piel; con los dedos pulgar e índice se quita los párpados que no han invadido del todo su ojo izquierdo, con el que todavía puede ver la televisión en blanco y negro que tiene en una repisa y donde ahora transmiten un programa de concursos. El volumen está muy bajo. Aún así se distinguen las voces de los conductores, las risas del público. La joven le pide el tequila al viejo. Lo llama don Goyo. Don Goyo se aproxima a las botellas que tiene a su espalda; pasa sus manos sobre ellas antes de servir el trago en el caballito que ella le ha puesto sobre la barra. Una vez que el viejo ha servido, la mujer coloca en una charola ambas bebidas y se acerca al hombre que acaba de entrar. El único cliente del Riscal.

IV

Es que alguien golpea la puerta.

Una.

Dos.

Tres veces.

Ella se levanta y pregunta en voz alta:

¿Quién?

No le responden y siguen golpeando. Ella grita:

¿Quién?

Afuera balbucean a gritos:

¡Abre, puta madre!

Antes de hacerlo ella me mira.

Entra un hombre.

El hombre me observa.

¿Qué quieres?, dice ella.

Él la hace a un lado de un empujón. Está pasado. Me mira, camina hacia mí y dice:

Esta es mi casa y no acepto visitas.

Es él.

Saco un cigarro del paquete que llevo en la chamarra. Lo enciendo. Doy una calada y un trago a la cerveza.

V

¿De dónde eres?

Viví aquí mucho tiempo.

Nunca te había visto…

Hace mucho que me fui, a lo mejor ni habías nacido.

¿Qué te trae de vuelta?

Ella tiene un perfume muy dulce.

…si se puede saber.

No se puede.

Ella sonríe y no insiste. Me acerco un poco más, para olerla mejor.

Y tú, ¿hace cuánto que trabajas aquí?

Hace un año. Don Goyo es mi tío, y pues yo necesitaba la chamba.

¿Vives sola?

Sí…

Ella sonríe.

El viejo mira el televisor con una mano sobre el ojo izquierdo. Se recarga en la barra y levanta el rostro. Se acerca a cambiar manualmente el canal. Tiene que colocarse de puntas: levanta uno de sus brazos, lo estira al máximo, y con la mano tienta hasta que da con el interruptor. Cambia varias veces, escucha cada una de las opciones, pero no encuentra nada de su agrado y devuelve la señal al programa de concursos.

¿Siempre está así de solo?

Los domingos especialmente. Hay días, como los miércoles o jueves, que de pronto hay más movimiento y pues ya salen las propinas.

¿Y por qué abren si no viene nadie?

No hay día que mi tío deje de trabajar. Ha dicho que sería lo peor que puede hacer.

VI

Despierto boca arriba.

Permanezco así un momento antes de incorporarme lentamente. Mis botas están al pie de la cama.

Camino al baño. Me reviso el rostro en el espejo. Tú, otra vez. Orino. Me enjuago las manos y el rostro. Busco dentro del botiquín. Encuentro aspirinas. Me tomo dos con agua del grifo.

Ambos cadáveres siguen en la sala.

Miro el reloj: son las tres de la tarde.

Salgo de la casa. Todo está quieto. Llego a la calle y ahí también es un desierto. La cabeza, otra vez. Espero un momento recargado en un poste. Camino hacia El Riscal. Nadie se cruza en mi camino salvo una rata. La observo desplazarse junto a mí hasta que encuentra el resquicio donde no pensé que cabría su enorme cuerpo.

Camino hacia El Riscal. Puto dolor. A lo lejos observo su letrero oxidado. Me detengo otra vez. Me agacho y respiro.

Avanza, avanza.

Pero el lugar está cerrado.

VII

De pronto el hombre saca una fotografía de su saco y se la entrega al viejo, quien la observa pausadamente, abriéndose los párpados del ojo izquierdo. El programa de concursos terminó. Ya no se escuchan las risas. La joven atiende a otros clientes que acaban de llegar, dos hombres. El viejo le devuelve la foto al hombre: No alcanzo a ver bien, le dice. El hombre bebe otro trago del tequila. Antes de pronunciar cualquier palabra, el lugar queda un instante en silencio.

VIII

Don Goyo sirve el tequila con precisión. Acude a su refrigerador por la cerveza que le pedí. La limpia con un trapo. El viejo coloca ambas bebidas frente a mí.

Observo sus ojos.

¿Ya cuántos años tiene con el lugar?

Unos cuarenta.

¿Y siempre está así de solo?

Este es un lugar para beber tranquilamente, señor…

Eso dice el viejo y se esfuerza por reír. Mueve su cabeza de arriba abajo, como escuchando, como asintiendo a la nada.

Le pido al viejo otra vez que me diga dónde está el hombre que estoy buscando.

No pronuncia una sola palabra, pero entre lágrimas y gruesas capas de piel que recubren sus ojos, su mirada se dirige hacia su sobrina.


Texto publicado originalmente en Letras Explícitas.

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