I
Entras al edificio y ahí está su retrato. De bigote prominente, a su cabellera la reemplaza un peluquín. Es nuestro director y ésta es su empresa. Está claro. Lo dicen esas letras bañadas en oro y el águila real de bronce que la vigila, aunque de eso en realidad se encargue la cámara de seguridad que está en la pared de enfrente.
Hoy voy a orinarme en ese cuadro.
Uno se harta de verle la gigantesca-pinche-jeta al señor Yliberto todos los días durante cinco años, aquí, en este periódico de mierda y de circulación nacional. Desde entonces conozco cada rincón de este sitio. Sé muy bien a qué hora sale cada uno de sus empleados. Ubico a la perfección qué puertas abren y cuáles no; dónde falta papel de baño. Las goteras, las fugas. Todo.
¿Si me preocupa que me corran? No, hoy me despidieron.
II
Me quedaré hasta que todos se hayan ido e iré a comprar unas papas a la máquina que está en la planta baja, muy cerca del cuadro, nomás para despistar. Para entonces ya habré desconectado la cámara de seguridad que resguarda la integridad de la imagen allí plasmada, con quién sabe qué técnica chafa, del director. Sé cómo hacerlo. Una vez que estaba limpiando el departamento de Sistemas alcancé a escuchar a dos de los ingenieros quejarse sobre eso. Es más, dijeron que algunas ni servían, que eran nomás pa despistar. Yo sé que además no las monitorean todo el tiempo. Pero, chingá, no vaya a ser la de malas y la vaya yo a cagar. Mejor simplemente apagaré las luces para encubrir mi identidad y mearé por toda la pared, hasta que alcance el cuadro.
III
Tal como lo pensé: casi todos se han ido a sus casas y yo ya me chingué más de tres litros de agua. Desde hace rato que traigo ganas de orinar, así que respiro profundo y me siento. Sentado se me pasan un poco.
Dejaré mis instrumentos de trabajo en su lugar, apagaré la luz y llevaré a cabo mi plan. Nomás esperaré a que se distraiga doña Bertita, la otra conserje. Está a punto de irse: sólo le falta recoger la basura de Estados, que no es mucha, aunque yo puedo decir que esa sección está plagada de porquería. A pesar de que no acabé la carrera en sociología, perfectamente me doy cuenta de qué clase de trabajo hacen en este diario.
El Mundo.
Inmundo, debería llamarse. Aquí el periodismo que se hace es una broma, un insulto. A nadie le preocupa la ética, no hay el mínimo cuidado en la redacción. Todos los días descubro sin fin de errores en la escritura de esos trozos de cagada a los que llaman notas. Los reporteros son frívolos, interesados en el nulo poder y en el poco dinero
que ganan, lambiscones que no dudarán en empinar el culo cuando se los pida Yliberto, un infeliz peor que todos ellos juntos: les paga una mierda, las instalaciones están a punto de derrumbarse (casi toda la lana que pueda llegar a este periodicucho se la clavan él y sus socios) y aún así obtiene de los pseudoperiodistas la más grande agachadez.
No en balde todo está sucio aquí: las relaciones que el director tiene con políticos, los golpes bajos que tiran sus lacayos, la forma en que omiten «ciertos hechos» o las pendejadas que publican.
En cinco años no se puede limpiar eso, no, no.
IV
Esta noche el piso me quedó muy bien, por cierto, y en el ambiente se respira un fresco aroma a lima-limón. No hay polvo en los bordes de las ventanas ni en ningún escritorio. Cruzo por última vez, pero con dificultad, la Redacción, Finanzas, Publicidad, Recursos humanos: la orina enturbia mis pasos, que se entorpecen entre más aprieto las piernas. Bertita se despide de mí con un «buenas noches, joven» que apenas alcanzo a oír, y se va enfundada en su suéter bordado, perfumada con sabrá Dios qué fragancia.
Me aproximo a la Dirección. La puerta está abierta, como cada noche, para que la limpie. Escucho que alguien camina a mis espaldas, profiriendo algo. Conforme se acerca (pues no escucho muy bien) distingo con claridad:
—Le estoy hablando, carajo. ¡Tire unas cajas que tengo acá!
Es el señor director.
Su peluquín luce muy real así de cerca. Se ve mejor que en el cuadro aunque se trate del mismo hijo de puta.
—Apúrese, todo está limpio.
En cinco años, el señor Yliberto no tiene idea de cómo me llamo. Me ubica, pero nunca ha estado interesado en quiénes nos turnamos para limpiar su inmunda oficina.
—Sí, señor —musito y agacho la mirada, como le gusta que hagan en su presencia.
—Todas esas.
Yliberto señala a un lado, junto a otro de sus cuadros. Es casi idéntico al que está en la entrada, pero inclinado, recargado entre la pared y el piso. No lo vi la semana pasada que estuve aquí. Estoy a punto de orinarme y me dirijo a las cajas que he de tirar. Las observo, son tres, están vacías. Miro el cuadro. Sí, es una réplica exacta del que tiene en la recepción.
El director se acerca a su escritorio y guarda algunas cosas en su maletín de piel proveniente de algún animal exótico; éste exuda calidad, brilla con la luz de aquella estancia, a leguas se nota que este cabrón debe estar muy agradecido con algún empresario.
Cargo las cajas lentamente y aprieto lo más que puedo para no orinarme.
Es cuando entiendo todo.
Pienso que, además de las cajas, tengo en las manos una oportunidad de oro.
Las devuelvo a su lugar.
—Señor —le digo.
Me observa y su rostro encumbra petulancia, además de un bigote perfectamente recortado.
—No debieron correrme por haber faltado ayer. En cinco años nunca me ausenté del trabajo. Sé que no avisé, pero no era para tanto, oiga; ni siquiera me darán liquidación.
Yliberto responde con una carcajada que probablemente se escuche diez kilómetros a la redonda.
—Pues yo lo despido otra vez, por pendejo e insolente.
Mi boca se abre para decir algo pero enmudezco.
Entonces me agarro la verga sobre el pantalón, la acaricio como se acaricia un revólver antes de disparar. Lo observo a él y observo su cuadro. Me acerco, un par de pasos de distancia. Su sonrisa burlona no se ha borrado.
—Lárguese —ordena.
Con la mano derecha me saco el pito, que en ese momento ya es un rifle por la erección que sin querer me sobreviene.
Su corbata es la primera en recibir el chorro caliente y después cada centímetro de su traje. Yo mismo me sorprendo: Yliberto se queda quieto lo que dura mi meada, boquiabierto, turbado: seguramente nunca se habían orinado sobre él.
Su peluquín, su peluquín queda intacto.
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