Música para perros asesta tres madrazos. Tres mordidas que uno no ve venir. Que no se esperan. Te las asesta cuando crees que esta historia no va para ningún lado; cuando el territorio de Ciudad Juárez se vuelve cada vez más hostil, más árido e intransitable y sus personajes, los personajes de esta historia, parecen hundirse con él sin meter las manos. No es el recurso fácil de la sorpresa que arremete contra los narradores novatos: para llevarlo a cabo se requiere más oficio del imaginado. Y Páez Varela, periodista que, como él mismo dice en la nota final de este libro, miró en Juárez todo lo bueno y malo que un hombre debe saber, lo consigue, consigue ese efecto de un chingadazo en la quijada que te tira al suelo. De una mordida letal que no te suelta. Y es como si se tratara de un cometido debidamente planeado. Perfectamente meditado. No lo sé. No sé si se propuso que eso que ocurre, esas mordidas, ocurriera de ese modo. Tal parece. Porque tampoco es fortuito que lleve al lector durante las páginas de este breve libro sin más propósito que hacerlo mirar la miseria y el derrumbamiento de tres personas como si se tratara de ver cómo un edificio implosiona para dar paso a una carretera. Es más como cuando un perro arrastra a otro por el cuello hasta rendirlo. Quizá, pienso, labró el argumento central y de ahí desarrolló la trama. Lo que iba a ocurrir, esas tres mordidas que rompen ligamentos, habrían de suceder dentro de determinadas circunstancias. Insisto en que estoy suponiendo, pero es eso lo que me hace pensar el escritor: ¿Cómo fue que me trajo hasta aquí y no me di cuenta? ¿Cómo si, cuando empecé a leer, habría cambiado el capítulo dos por el primero? ¿Cómo si en algún momento la trama se torna confusa y un poco cansada? ¿Cómo si en algún momento pensé en abandonar sus páginas como si la novela fuera un desierto en el que no se soporta la sed? No sé, pero como si fuera aquella historia del flautista que guía a las ratas con su música, así la prosa de Páez me llevó entre cada párrafo aunque fuera rocoso, y leí, leí con avidez porque está repleta de perros hambrientos; cada frase es certera, bebe del estilo que en sus artículos periodísticos tanto aprecio: contundencia, brevedad, sencillez; son pequeños golpes que, aunque buenos, a veces incomprensibles, enganchan y a su vez dejan dudas sobre si esto que se lee, sobre si Música para perros vale la pena leer. (Debo decir también que sus descripciones culinarias me hicieron pensar que el autor sería un excepcional reseñista gastronómico.) Es como cuando dos perros pelean: uno está esperando que todo se rompa, uno está esperando que la novela te parta la madre, que la rotura sea mucho más visible; uno espera ver la sangre correr. Pero no sucede pronto: la costura fina donde estamos parados, la estructura dramática, se romperá de pronto pero por debajo. El cauce de esta historia llegará por detrás y nos hará irnos de nalgas. Se lo agradezco a Páez. Porque en esa misma nota final menciona que los tres libros que componen su trilogía del desencanto (esta novela junto a Corazón de Kalashnikov y El reino de las moscas) pueden leerse por separado, sin orden específico, razón por la cual decidí empezar con el que salió al final, hace dos años. Porque hubo un momento en que pensé: mierda, no creo leer un libro más. Había algo de profundo y mucho de superfluo en sus personajes: parecían secos, sin vida. Trazados sólo por encima. De pronto se siente como una novela inconclusa. Que debió ser más larga pero que quizá por eso hay otras dos. Acaso la apatía de los personajes fue lo que me hizo continuar: me considero fanático de la podredumbre humana, pero es ahí donde debe haber hondura. Por hondura entiendo aquello que trastoca al lector. Y la hondura venció al final. Como una mordida que te parte el brazo. Fue eso lo que me hizo continuar. Así que le agradezco a Páez que me haya hecho cambiar de opinión tan súbitamente. Tan de golpe. Como cuando te muerde un perro: sin avisar, sin darte cuenta.
Texto publicado originalmente en Kaja Negra.
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