Nunca juzgues a un escritor por su sombrero

Toda mi niñez y adolescencia soñé con el fin del mundo. He olvidado ahora casi todas las imágenes de aquel apocalipsis imaginario, excepto las de una vez en la que teníamos, mi familia y yo y los vecinos, que subir a las azoteas de las casas y usar unos espejos sobre nosotros, con los brazos arriba, para protegernos de la lluvia de fuego que caía en pleno mediodía. Por aquellos días creía en Dios y en sus historias, especialmente en aquellas donde se contaba cómo haría desaparecer a sus hijos desobedientes. Me gustaban, me gustan todavía, las películas sobre catástrofes naturales, sobre monstruos inmensos, sobre invasiones espaciales o asteroides que levantaban a las nubes los océanos. Entonces no podía dormir y era que acontecían las pesadillas. Hace tiempo que he dejado de soñar sobre la destrucción de los hombres. Creo que a partir de que comencé a vivir esa destrucción, ya como adulto; cuando dejé la casa materna hace unos años y tuve que enfrentarme a la crueldad cotidiana, a las injusticias, al maltrato, al desamor, a la violencia, a la oscuridad que no se oculta bajo el sol, a la que yo mismo poseo.

Un día de esos, en los que comencé a arreglármelas por cuenta propia, durante uno de mis paseos recurrentes a las librerías de viejo me encontré con la novela Cuartos para gente sola de J.M. Servín. Estaba hasta el final de entre un montón de novelas mexicanas en un local del centro histórico de la ciudad, por lo que fue mera casualidad que me topara con ese título. Ya antes había oído de Servín, había visto las portadas de algunos de sus libros, sus fotos en algunos lados –con su, al parecer, incondicional sombrero–. Incluso lo había visto en un par de presentaciones literarias, pero nunca lo había leído. Si soy honesto, un poco tenía que ver ese detalle del sombrero; no sólo me pasaba con él, sino con algunos otros autores que actualmente usan uno; se trataba de un prejuicio idiota [como si usar sombrero te volviera más intelectual, pensaba] que se vio derrumbado en el acto: al abrir el libro y ver la solapa, donde venía la semblanza del autor, me sorprendió la foto que la ilustraba: un Servín mucho más joven del que recordaba, en una pose serena [quizá retadora], sin sombrero, con el cabello algo largo, en una imagen en blanco y negro. De alguna forma, si vuelvo a ser sincero, vi a un amigo, a un conocido. Aquella foto me causó inmediata empatía: me vi reflejado en él.

No dudé en llevarme aquel volumen que, además, en la contraportada, llevaba una frase marketinera que llamó exitosamente mi atención:

Antes de Amores perros hubo Cuartos para gente sola.

Ah caray, me dije. Me gusta mucho esa película, así que me llevé el libro ya con ansiedad, junto con algún otro título, y casi de inmediato comencé a leerlo. Era [es] la edición de Joaquín Mortiz, es decir la segunda edición de este trabajo que debutó con la independiente Nitro Press un año antes de que se estrenara la película de Arriaga-Iñárritu con la que fue comparada por algún vendedor. En común tienen, es verdad, las peleas de perros y el paisaje violento de la urbe chilanga, pero ignoro si existe alguna otra relación más allá de lo que el propio Guillermo Arriaga, escritor de la película, dice aquí [hasta dónde me llevó el morbo, carajo…]. En fin, eso tampoco importa. Me bebí la novela y entonces recordé que un amigo taxista que vende libros me recomendó tiempo atrás el trabajo de su tocayo Juan Manuel, específicamente Cuartos para gente sola. Le di la razón hasta el momento en que transité por sus páginas: era una historia sencilla, agresiva, honesta, contundente, adjetivos que vienen bien para una narración concreta [uno más] de poco más de cien páginas. Una historia sin complacencias. Una historia dura, como puñetazo, como mordida de perro. Como me gusta la literatura, pues, así que la disfruté mucho y pensé en acercarme, ahora sí, al trabajo de Servín. Quería hacerlo primero con las crónicas, pero entonces me enteré de la existencia de Al final del vacío.

Alguien me echó la mano y me la compró bajo la promesa de que entrevistaría [yo] al autor para estos fines. Fue la edición de Almadía, la segunda edición de esta novela tomando en cuenta que hubo una primera en Mondadori [esa fue una de sus novelas que ya había visto pero yo ni en cuenta]. En fin que la leí tras pactar con Servín una entrevista cierto día que habló sobre William Burroughs en la Roma. Desconfiado como es, aceptó mi invitación un poco dudoso, así que le escribí un correo para confirmarle, y tras varias postergaciones de ambas partes logramos vernos cierto día en su casa. Un lugar muy bonito que me recibió con una sorpresa: el perro con un machete en el hocico que sale en la portada de la novela recién publicada por la editorial oaxaqueña se trataba del perro de JM Servín, pareja, porque eran dos, de otro perro suyo, ambos adorables. [Se llamaba Kato, si anoté bien –creo que no–. Del otro no recuerdo su nombre]. Ya teníamos, según yo, otra cosa en común Juan Manuel y yo: el gusto por los perros. Gusto que aumentó la empatía que la foto de la solapa de Cuartos había conseguido [soy ese tipo de lector prejuicioso y absurdo que se deja llevar por imágenes y por qué tan bien o mal le cae un autor para juzgar su trabajo. Muy mal por mí, pero es que pienso, estoy seguro, que una cosa va con la otra: el hombre, la persona, y el escritor]. Pero sobre ese encuentro en su casa escribiré un poco más adelante [no mucho y no mucho más adelante]. Al final del vacío, si bien conserva el estilo contundente de Cuartos, es mucho más larga y atravesada, más bien regida, por un escenario apocalíptico. ¡Ya con eso me daba por bien servido! Pero en la conversación que tuvimos en su estudio lo dijimos: más que ficción, esta novela parecía un retrato fiel de la Ciudad de México [aunque en el texto no se diga su nombre], o algo no muy lejano de lo que podrá ser, o ya es, este sitio. Casi una premonición. No estoy seguro de que fuera necesario decir, especificar, poner tan de manifiesto que se trataba de una novela que, a decir de la cuarta de forros, «mira de frente el apocalipsis urbano». Que lo es, sí, pero no sé, disfruté mucho más los momentos del protagonista cuando hablaba de sus padres, cuando recordaba su niñez, cuando hablaba de su mujer, Ingrid, cuando la buscaba y se amaban, cuando sus recuerdos o sus vivencias se sumergían en la cotidianidad que en la otra novela tanto me había gustado sin tener que recordarnos: miren, todo esto acontece en el fin del mundo. No sé, el escenario ultracaótico no me convenció [no estoy seguro del porqué: de pronto me parecía inverosímil, de pronto quería que fuera mucho más atemorizante, si acaso eso era posible] y, finalmente, debo ser sincero, abandoné su lectura. Tal acción, difícil de aceptar por escrito, se resume en el simple gusto de un tipo ignorante como yo [nada que ver con las brillantes palabras que Sergio González Rodríguez, verdadero lector y crítico, escribe en el prólogo de la novela, y a quien JM Servín y yo guardamos mutua admiración]: preferí la historia sencilla, bordeada por el caos pero más arraigada a las situaciones comunes y corrientes [¿el término será realismo?] y no a las que de pronto eran, necesariamente, «extraordinarias» [el violento reinado de los Dingos en las calles, por ejemplo, no me acabó de convencer porque esa violencia más se enuncia de lo que se ve]: cuando el personaje tenía que enfrentarse con el abismo que encumbra el título, el del escenario, el que no sólo le incumbía a él sino a todos, de pronto quedaba atrapado, yo lector, en el fondo, junto al protagonista, sin poder respirar, pero pensando siempre que aquello era una pesadilla, no algo que en verdad estuviera pasando. Así que en este caso el agobio quizá sea un acierto: el abandono de la lectura se suscitó en su regazo, no en el de una escritura aburrida o sin carne y hueso. Como escribe el propio González Rodríguez, citado también en la cuarta: «Al final del vacío merece la relectura circular de sus logros impares en torno del triunfo imaginativo contra el mundo de lo abyecto».

En el momento en que Servín nos abrió las puertas de su casa [a mi camarada Ramiro, realizador del video, y a mí], apareció un hombre sin sombrero. Despeinado. Desconfiado, siempre. Sin embargo nos ofreció un trago y muy pronto, durante y después de la entrevista, ya parecíamos cuates de antaño. Su generosidad me hizo evocar al sujeto de la foto que me había cautivado, aquel de la pose serena, con pelo largo y en blanco y negro. Era él, sin duda: el tipo sencillo que vino de abajo para rifarse unos putazos con la escritura más descarnada, la más honda, la que le quemaba el alma. Aspectos que me dieron la confianza para escribir esto.

De pronto uno de sus varios sombreros se apareció por ahí entre sus muebles. Diablos. Quise preguntarle al respecto, sobre su gusto o lo que sintiera por esas prendas para la cabeza, pero no lo hice. No me atreví porque soy un cobarde y porque pensé al instante: nunca juzgues a un escritor por su sombrero, cabrón. Y ni se te ocurra volver a hacerlo.


Texto publicado originalmente en Kaja Negra.

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